El olor a muerte lo envuelve todo en Pisco
"¿Hombre o mujer?". La pregunta se repite con insistencia cada vez que los bomberos consiguen abrirse paso entre la multitud congregada frente a la iglesia de San Clemente, en la plaza de Armas de Pisco. Todos quieren saber con ansiedad a quién corresponde el cuerpo, y en muchos casos los llantos de alguien que reconoce a un familiar rompen el silencio expectante de los demás.
"En la iglesia quedan muchísimos cuerpos todavía, pero no hemos podido llegar hasta allí", dice Edgar Luna
Los cadáveres se alinean en la plaza y la policía autoriza a llevárselos cuando son identificados
Lo que hasta hace unos días era una localidad de pescadores, hoy es un escenario polvoriento
La iglesia, que el miércoles se vino abajo atrapando a cerca de 300 personas que asistían a misa, se ha convertido en el símbolo de una tragedia que ha dejado destruida en un 80% la ciudad de Pisco. El seísmo que sacudió la zona sur de Perú ha provocado, según datos difundidos anoche, más de 500 muertos y 1.500 heridos y ha dejado sin techo a decenas de miles de personas.
Lo que hasta hace unos días era una localidad de pescadores de 54.000 habitantes, hoy es un escenario polvoriento por donde deambulan miles de personas en busca de comida, en el mejor de los casos, cuando no de sus padres, hijos o hermanos muertos.
Edgar Luna aguarda inmóvil a los pies de la estatua del general San Martín, el libertador de Perú, erigida en medio de la plaza. Luna, un profesor de secundaria, comparte su posición junto a la talla de un santo al que los cascotes arrancaron las manos y que los bomberos también han sacado de entre los escombros junto a decenas de cadáveres. El docente tiene la mirada fija en la iglesia de la que hoy apenas quedan los dos campanarios, en precario equilibrio, y el pórtico atestado de escombros. Luna tiene dentro un familiar que probablemente se encuentra bajo el arco que ahora observa fijamente.
"Allí quedan muchísimos cuerpos todavía, pero no hemos podido llegar. Trataron de salir cuando empezó el temblor, pero no les dio tiempo", explica Percy Terán, un bombero limeño que se presentó voluntario nada más ocurrir la tragedia.
"No podemos llegar hasta ahí porque es muy peligroso y tenemos que desescombrar desde atrás de la iglesia", añade.
Aunque para los expertos el epicentro del terremoto se situó mar adentro, para los profanos la plaza de Armas parece el punto exacto desde el que partió la destrucción de la ciudad. A su alrededor, se extienden interminables calles bloqueadas por cascotes de adobe, postes tendidos y cables colgando.
El polvo y el olor a muerte lo envuelven todo, mientras un reguero de personas -muchas de ellas equipadas con mascarillas o trapos- se dirige hacia la plaza para buscar noticias sobre sus familiares, hablar por una de las dos cabinas de teléfonos disponibles o guardar largas filas frente a las tiendas de campaña levantadas por las autoridades para tratar de coordinar la ayuda.
Y en el trajín se mezclan los vivos y los muertos, porque hacia el lugar también acuden las personas que han encontrado cadáveres entre los escombros. Pueden ser sus familiares, o vecinos, o simples desconocidos, que han aparecido mientras rebuscaban entre las ruinas tratando de encontrar algo que llevarse. Los portan en mantas y los depositan en un sector acotado.
El jueves por la noche había medio centenar. Allí aguardan que llegue un féretro. Pero no hay ni cajas mortuorias ni siquiera bolsas para meter los cadáveres. "Hemos recibido 400 bolsas y ya se nos han acabado, y eso sólo en este sector de la ciudad", revela el teniente Varagalla, uno de los coordinadores de las labores de rescate. "No hay una sola zona de la ciudad que haya quedado en pie", apunta.
Los cadáveres se alinean en la plaza y la policía autoriza a los familiares a llevárselos en cuanto los identifican. A veces apenas son cuatro hombres -o mejor dicho, un padre y tres muchachos apenas adolescentes- los que entre el calor y la polvareda tratan de sacar de la zona el ataúd. Y sólo cuando, tras un centenar de metros recorridos, se toman un descanso depositando el féretro en el suelo aprovechan para llorar. A pocos metros de ellos, los observa un grupo congregado a las puertas del único negocio que se ha salvado de toda la manzana: una funeraria.
No hay electricidad, ni comida y escasea el agua. Se han producido algunos pequeños saqueos y robos en automóviles. "Desde el día del terremoto apenas hemos tomado una galletita y unos zumos que venden en un negocio. A lo mejor, hoy podemos comer un caldito caliente", se ilusiona Juan Espinoza, un conductor treintañero que trata de salvar algo de un montón de cascotes que hasta hace unas horas era el hogar de sus padres. "Mis viejitos están heridos en la cabeza, pero estamos todos vivos".
Espinoza se cruza con un hombre que deambula aferrando a su hijo pequeño de la mano. Cuenta a todo el mundo cómo su hermana murió tratando de salvar a una hija. Algunos viandantes le escuchan y otros, no. En realidad, habla solo.
El Ejército peruano ha desplegado pelotones de emergencia que acuden casi de inmediato cuando alguien les señala un lugar donde "huele feo". Y así lo hacen entre las ruinas de una casa, justo a espaldas de la iglesia derrumbada. Tras unos momentos deciden que es una falsa alarma ante las protestas de algunos vecinos que les preguntan dónde han perdido el olfato.
La escena es observada por José Zárate, el dueño de una academia técnica, que lo ha perdido todo. "Hemos colocado unas mesas metálicas y dormimos debajo de ellas por miedo a las réplicas", describe. A Zárate le acaban de intentar robar su auto justo cuando Telefónica le anunciaba que le cortaba la línea. "¿Cómo voy a reconstruir esto si no me dejan ni lo último?", se plantea.
Edgar Luna sigue clavado en la plaza. Duerme con los suyos en la puerta de su casa y sólo ha probado agua desde el terremoto. Piensa en el colegio donde da clases y en cuándo volverá todo a ser como antes: "Nos han dicho que las clases se retomarán la semana que viene, pero no se trata de cómo están los edificios, sino de cómo está la gente".
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