Se acabó
Esto se veía venir. Pero antes de contarles lo que se veía venir, permítanme contarles otra cosa. En Borges, el libro póstumo y asombroso donde Bioy Casares recogió casi 60 años de amistad y literatura con su compinche eterno, Bioy refiere que Borges se burlaba con saña de los "aborrecedores generales", ese tipo de gente que experimenta una satisfacción rencorosa y necia en despreciar de forma indiscriminada. Hay ciertos autores que producen la sensación de que ya lo han escrito todo, y de que los demás sólo podemos limitarnos a glosar lo que han escrito ellos; es una sensación incómoda, pero saludable, porque equivale a una asidua inyección de humildad. Uno de esos autores es Borges, o al menos lo es para quienes, como decía Roberto Bolaño, podríamos pasarnos la vida leyéndolo debajo de una mesa. La prueba: hace dos semanas les propiné a ustedes un artículo sobre el prestigio inmerecido de que goza entre nosotros el maledicente, ese tipo cuyo mérito principal consiste en hablar mal de todo y de todos; si por entonces yo hubiera leído el sarcasmo de Borges, el artículo se habría titulado El aborrecedor general. También existe, por supuesto, el lamentador general; de hecho, el lamentador general y el aborrecedor general a menudo coinciden en la misma persona, porque las formas de la necedad no se repelen. Estos dos pelmas son dos nostálgicos militantes: creen con sinceridad (o con hipocresía) que antes la gente era noble y honesta y veraz y leal, y ahora no; que antes la gente poseía inteligencia y cultura, y ahora no; que antes el mundo era un lugar vivible, y ahora no. El lamentador general se acoge a la protección del "cualquiera tiempo pasado / fue mejor" de Manrique; olvida o ignora, sin embargo, que Manrique no se chupaba el dedo, y que lo que en realidad dice es que "a nuestro parescer, /cualquiera tiempo pasado / fue mejor". Es decir: que las virtudes incontaminadas del pasado son el fruto ilusorio de nuestra incomodidad con el presente, y que la realidad es menos complaciente y menos simple y más áspera, como si siempre existiera una cantidad invariable de virtudes y defectos repartidos de forma distinta o vestidos con disfraces distintos, o como si el mundo fuera siempre un lugar más o menos igual de vivible (o de invivible). Ésa es la realidad.
Ahora, lo que se veía venir. Lo que se veía venir es que me he convertido en un lamentador general. No: es broma (o eso espero). Lo que se veía venir es mucho más importante; trascendental, diría yo. Ocurrió durante un partido inhumano disputado semanas atrás en Wimbledon por Rafael Nadal y Robin Soderling. El partido se resolvió a favor de Nadal en cinco sets salvajes tras cuatro horas y cinco minutos de juego, repartidos durante tres días y otros cinco de espera durante los cuales los dos tenistas entraron ocho veces en la misma pista. "Ha sido el partido más duro de mi vida", declaró Nadal en rueda de prensa; también lamentó el comportamiento de su rival: "Peor, imposible". En efecto, durante el partido, Soderling no dejó ni un instante de molestar al español: lo ridiculizó imitando sus gestos, lo retó con el puño en alto, ni siquiera se interesó por su estado cuando sufrió una caída; tampoco se disculpó cuando una de sus bolas tocó la red y cayó del lado de Nadal. La actitud de Soderling transgrede todas las leyes no escritas del tenis. Nacido como una práctica de caballeros, igual que todos los deportes, mientras los demás degeneraban en reyertas bestiales, el tenis ha permanecido imperturbablemente fiel a su origen caballeresco; es un hecho, sin embargo, que en los últimos años ha experimentado cambios espectaculares, técnicos y también morales. Muchos han sido para bien, pero hace diez años era totalmente inimaginable que una bola tocara la red y cayera del lado del contrincante sin que quien la hubiera golpeado se disculpase por el beneficio de ese azar. "¿Por qué debería disculparme si es un momento feliz para mí?", declaró Soderling cuando le reprocharon su omisión. "Eso es una tontería". Lo peor es que Soderling tiene razón, al menos según los criterios morales de cualquier otro deporte: cualquier jugador de baloncesto juzgará una tontería disculparse porque su lanzamiento haya entrado en la canasta después de golpear el aro; cualquier futbolista juzgará una tontería disculparse porque su disparo haya entrado en la portería después de golpear el poste. Así que Soderling no es el indeseable que creemos quienes vivimos cegados por la pasión del tenis, sino sólo un pionero.
Dentro de poco, todos los tenistas jugarán como Soderling: ridiculizarán al rival, lo insultarán, le harán la zancadilla al cambiar de campo, se alegrarán de sus lesiones; no falta mucho para que veamos a dos tenistas liarse a raquetazos junto a la red. Esto se veía venir. No pasa nada, amigos: no cedan a la tentación de aborrecer la realidad; no cedan a la tentación de lamentarse: aunque crean que es el Apocalipsis, no es el Apocalipsis; aunque sientan ganas de llorar, no lloren. ¡Que no lloren, coño! Olvídense incluso de Borges, que no sabía una palabra de tenis, pero sabía muchas de caballeros, y que aseguró que la primera obligación de un caballero es no causar molestias. Piensen que en el fondo es un alivio; ya no tenemos que fingir que somos lo que no somos; ya podemos ser lo que son todos: unos bestias.
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