Un verano con Mónica
Ingmar Bergman pertenecía a esa clase de creadores capaces de condensar en su trabajo -en el cine, en el teatro- la cultura, clásica y moderna, de un país. Maestro de la escena, en su abundante filmografía hay de todo, películas grandes y menos grandes. Pero qué más da, él mismo era un gigante. Con ideas siempre encarnadas, a flor de piel, acerca de lo que significa el hecho de existir: comedia y drama. Ideas exigentes, algo que parece no ser ya moneda de cambio en la mayoría del cine que se produce hoy.
Y sin embargo, hubo una época, aquí, en España, alrededor del comienzo de los años sesenta, en que las películas de Bergman fueron muy importantes para los cinéfilos de una generación. También para los entonces jóvenes turcos de la crítica francesa, los cineastas que llevarían la Modernidad hasta sus últimas consecuencias. Un verano con Mónica (1952), uno de sus extraordinarios retratos de mujeres, fue película de cabecera de François Truffaut y Jean-Luc Godard. La mirada a cámara de Mónica (Harriet Andersson), sostenida en primer plano durante medio minuto, interrogando en silencio al espectador, fue el signo de una ruptura que se prolongaría, justo siete años después, en las miradas a cámara de Jean-Pierre Léaud y Jean Seberg al final de Les quatre cents coups y A bout de souffle, respectivamente.
El cine ha tenido en el arte de Ingmar Bergman uno de los mejores útiles de la introspección. No voy a cantar aquí, pues, ninguna otra glorificación de sus muchas virtudes, de su inteligencia, honradez y valentía para enredar y desenredar los nudos de nuestras vidas. Que nos valga su obra -ahora más que nunca-, al comparar sus frutos con la hojarasca actual, para hacernos sentir nuestras carencias.
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