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Del estraperlo a Alhaurín

Corrupción y sobornos. Pagos indebidos con fondos públicos. Familias y amigos. De eso estuvo hecha durante mucho tiempo la política en España. Abundó en la Restauración, en las décadas finales del siglo XIX y comienzos del XX, en ese complejo entramado que Joaquín Costa definió con el binomio "oligarquía y caciquismo", y se generalizó como práctica política durante la dictadura de Franco, cuando los vencedores en la guerra civil y los adictos al Generalísimo hicieron de España su particular cortijo. La Segunda República, el primer régimen democrático, parlamentario y constitucional de nuestra historia, conoció también un sonado escándalo, y los manejos de políticos de segunda y tercera fila con sus amigos promotores y constructores salpican todavía hoy a la ya madura democracia. Aunque la historia nos enseña alguna que otra lección, lo que ocurre en la actualidad convierte en minucia a las corruptelas del pasado.

Una trama de corrupción y sobornos acabó en 1935 con la vida política de Alejandro Lerroux, el viejo dirigente republicano del Partido Radical que presidía entonces el Gobierno. Ese año, Daniel Strauss, un hombre de oscuros negocios que se hacía pasar por holandés, pero en realidad era de origen alemán y de nacionalidad mexicana, intentó introducir en España un juego de ruleta, y para obtener la licencia entregó varias cantidades de dinero y relojes de oro a algunos miembros del Partido Radical, entre quienes se encontraba Aurelio Lerroux, hijo adoptivo del líder radical. La legalización, pese a las cantidades pagadas, no llegó, y los dos inventores y promotores del juego, Strauss y Perl, buscaron una compensación y airear el escándalo.

A comienzos de septiembre de 1935, Strauss mandó a Niceto Alcalá-Zamora, presidente de la República, un dossier completo con toda la trama de entrevistas, promesas y corruptelas, con nombres y apellidos de los implicados. Alcalá-Zamora se lo presentó a Lerroux, pero el dirigente del Partido Radical no le dio importancia y le contestó que sería muy difícil probar sus contactos con Strauss. El asunto pasó a las Cortes y se abrió una investigación judicial. Los ministros radicales tuvieron que dimitir, y cayeron también muchos cargos provinciales y locales del partido. Así estalló el escándalo del straperlo, un neologismo que combinaba el apellido de los dos promotores de aquel juego y que se convirtió, después de la guerra civil, en el término más utilizado para designar al mercado negro.

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Apenas tres meses después, en las elecciones de febrero de 1936, los radicales, desacreditados y sin apoyos, tuvieron que presentar sus candidaturas al margen de las alianzas principales, el Frente Popular y la coalición reaccionaria que dirigía la CEDA. El Partido Radical, el más histórico de los partidos republicanos, fundador de la República y partido gobernante desde septiembre de 1933 hasta finales de 1935, se hundió en las elecciones. Quedó reducido a cuatro diputados, noventa y nueve menos que en 1933. Alejandro Lerroux ni siquiera salió elegido en la lista del Front Catalá d'Ordre, la amplia coalición que agrupaba en Cataluña a la CEDA, la Lliga, los radicales y los tradicionalistas.

La corrupción en la democracia actual nunca tiene efectos tan inmediatos y devastadores sobre los cargos políticos. En las pasadas elecciones de mayo, muchos alcaldes y concejales sospechosos de haber cometido delitos de prevaricación y cohecho volvieron a salir elegidos. Hay causas abiertas en muchos sitios, aunque la palma se la llevan la provincia de Málaga y el caso Malaya, donde aparecen imputados promotores, políticos, arquitectos y gentes de buen vivir. Son noticia todos los días en los periódicos, en las revistas del corazón, en la telebasura. En su afán por buscar la complicidad de políticos, jueces y notarios, una promotora inmobiliaria regalaba bolsos, jamones de pata negra, chorizos y Moët Chandon. Son los amos de la fiesta, los que enseñan a los demás lo fácil que es ganar dinero y repartir prebendas.

El hecho de que esos escándalos salgan a la luz, investigados por periodistas, descubiertos por la policía y perseguidos por los jueces, es un buen síntoma de la salud democrática de algunas de nuestras instituciones. Lo preocupante, sin embargo, es la respuesta de una buena parte de la sociedad civil, de esos ciudadanos que siguen votando a los políticos corruptos, de los dirigentes políticos que nada dicen si son de su partido, aunque se apresuran a denunciar los chanchullos del oponente, de esos rostros conocidos de la telebasura que en sesiones maratonianas, vistas al parecer por millones de espectadores, gritan e insultan a los demás para defender y mostrar lealtad a sus famosos corruptos. Y lo que queda detrás, vayan o no a la cárcel esos ladrones y chantajistas, es la especulación con licencia legal, el aprovechamiento urbanístico para destrozar la costa y los parajes naturales, y la idea, extendida entre mucha gente, de que no es necesario luchar y esforzarse para lograr una buena formación profesional, un trabajo digno para ganarse la vida, de que todos los políticos acuden al calor del dinero.

Y mientras crece ese culto al dinero sucio y a quienes lo poseen, veremos cómo aumenta también a palmos, pasados los calores estivales, cuando llegue el nuevo curso escolar, la oposición a la asignatura de Educación para la Ciudadanía. Con el asunto de la ciudadanía, que aquí en España todavía hoy es el asunto de la religión, habrá escasas posibilidades de entendimiento, porque existen aún poderes tradicionales, casi eternos, que consideran que sus derechos son "imprescriptibles". El buen funcionamiento de la democracia requiere, no obstante, esa educación, un amplio debate sobre la libertad, la convivencia y el respeto a los demás. A los demás y a eso que llamamos el medio ambiente, para que quienes sobornan con jamones de pata negra y bolsos Loewe no sigan apoderándose del país.

Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza.

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