Los boquerones de la abuela
-Así no, papá, ponlo tumbado.
-¿Tumbado? Te voy a tumbar yo a ti...
-Que no, que me hagas caso, que así el coche gasta más y...
-¡Mira, niño! Llevo cuarenta años conduciendo, ¿te enteras? Pues no quiero oír ni una palabra más.
Y el niño, veinticinco años, licenciado en Exactas, mileurista gracias a un puesto de profesor de matemáticas en una academia para repetidores, que le permite ir tirando mientras prepara la oposición a Institutos, no se santigua porque no tiene costumbre, pero se estremece al calcular la que se le viene encima. Setecientos kilómetros así, con su padre, con su madre, con su abuela, que está sorda, y sus dos hermanos pequeños, en un monovolumen atiborrado de maletas, sillas de playa y tupperwares, que no tira en las cuestas cuando lleva encendido el aire acondicionado. Y encima, en la baca, el aparador del tío Augusto de pie, porque a su padre no le ha dado la gana de ponerlo tumbado. Setecientos kilómetros así, ni uno más ni uno menos, y la aerodinámica, una chorrada más.
-Ponte el cinturón, papá.
-Cuando salgamos a la carretera...
-No, póntelo ahora mismo o no arranco.
-Pero bueno, llevo cuarenta años conduciendo y pretendes venir a decirme a mí...
Un kilómetro, dos kilómetros, tres kilómetros, y su hermana se da cuenta de que el pequeño ha conectado al MP3 sus auriculares. ¿Con qué derecho? ¿Con qué permiso? ¡Quítatelos ahora mismo! ¡Mamá! Con veintidós años sigue llamando a su madre, y ella regaña al culpable, que se enfurruña y tiene diecinueve... Setecientos kilómetros así, y quién le habrá mandado a él sacarse el carné y tan tarde, encima, que se lo ha tenido que pagar con la birria de sueldo que gana. A la niña, con dieciocho recién cumplidos, se lo pagaron papá y mamá, y total, ¿para qué?, si luego no coge el coche ni cobrando.
-¿Se puede saber adónde vas?
-Al Bus VAO, papá, somos ciento y la madre?
-¿Pero por qué?
-Pues porque sí, porque hay atasco, ¿no lo ves? Vamos mucho mejor por aquí, ¿no te parece?
Y no, no le parece. Porque él lleva cuarenta años conduciendo y a ver para qué sirven todas esas memeces que han inventado ahora, que si un carril por aquí, que si otro por allí, y venga rotondas y más rotondas, y la culpa la tienen los inmigrantes, que nada más venir, ¡hala!, todos comprándose coches, y así no hay manera, claro? Veintitrés kilómetros, veinticuatro kilómetros, veinticinco kilómetros y ya no puede más, no digas tonterías, papá. Tonterías, ¿qué tonterías? La de los inmigrantes, por ejemplo. ¡Ah! ¿Eso es una tontería? Pero como una casa de grande? Y su padre se cabrea, y mira por la ventanilla, y murmura como para sí mismo, pero en un tono que le permite asegurarse de que su hijo le está escuchando, que hay que ver, el niñato este, ¿qué se habrá creído?, total, porque ha ido a la universidad?
-Pon el aire, anda.
-No. Abre la ventanilla si quieres.
-Que no, que pongas el aire, que si abro la ventanilla me despeino.
-Pues despéinate, mamá. No puedo poner el aire porque el coche va cargadísimo y no puede con todo.
-¡Ay, los boquerones! Para un momento, hijo.
-Que no, abuela, que no paro, que ahora no puedo parar.
-Pues hay que parar, porque me estoy dando cuenta de que los he puesto encima del asado, y si se sale el vinagre...
-Da igual, abuela, si a la velocidad que conduce éste, se va a estropear todo antes de llegar a Tordesillas. Tenía que haberle dicho a mi novio que nos trajera él.
-Es verdad, tío, vas pisando huevos...
-¡Por qué ha tenido que meterse por el carril ése! Ya ves, mira que se lo he dicho?
-No discutáis, por favor. Mira, hijo, voy a tener que cerrar la ventanilla porque es que, aparte de despeinarme, me estoy mareando...
Cincuenta y tres kilómetros, cincuenta y cuatro kilómetros, cincuenta y cinco kilómetros y él es bueno, pacífico. Se lo repite una vez, y otra, y otra más, para cargarse de razón. Él es bueno, apacible, matemático, nunca se pelea con nadie, y se sacó el carné a la primera, el teórico y el práctico, con sólo doce clases, su profesora de la autoescuela casi le hizo la ola cuando se bajó del coche, el día del examen, y todo para esto, setecientos kilómetros así, ni uno más ni uno menos, y entonces, de repente, como caída del cielo, un área de descanso en medio de la autopista.
-¿Pero adónde vas? ¿Por qué paras ahora? No me digas que los boquerones...
-Mira, papá, tú no puedes conducir porque has perdido todos los puntos. Mamá no sabe, la abuela tampoco. Aurora, ¿quieres cogerlo tú? Porque a tu novio no le veo por aquí. ¿Y tú, Javi? ¿Quieres hacer de Farruquito?
Silencio. Cincuenta y seis kilómetros, cincuenta y siete kilómetros, cincuenta y ocho kilómetros. Silencio. Empieza a oler a vinagre y nadie rechista, el conductor sonríe.
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