Getafe despega
Parece querer echar a volar. La aviación es una presencia cotidiana en Getafe, esta ciudad de 166.000 habitantes a 10 kilómetros de la Puerta del Sol. Está la base aérea desde 1911, de cuya pista despegan los C-295 y C-235 del Ejército que llevan ayuda humanitaria por el mundo. Está el consorcio aeroespacial EADS-CASA, donde se fabrica parte del Airbus 380, la aeronave más grande del mundo, y se monta el Eurofighter, el flamante caza europeo. Pero es que en Getafe hay aviones hasta en las rotondas. Auténticos, nada de réplicas. Del compresor varado en el polígono de San Marcos al imponente Phantom F-4 -con piloto y copiloto a bordo- que epata desde la glorieta de El Corte Inglés.
Los vecinos dan un 7,2 a su ciudad. Más de la mitad no se iría nunca. Valoran los servicios y la tranquilidad, y deploran el tráfico
Enfrente, cruzando la autovía de Toledo, se alza el Coliseo Alfonso Pérez, el estadio municipal. De allí saldrán el sábado trajeados por Cortefiel los jugadores del Getafe Club de Fútbol rumbo a la final de la Copa del Rey en el Santiago Bernabéu. La gesta de este equipo que ha pasado de la quiebra a la élite de Primera División en cinco años ilustra bien la evolución de esta ciudad en las últimas décadas.
De bregar durante décadas con un no del todo infundado complejo del sur -pobre, sin servicios, caótica, aislada- y soportar la mirada sobre el hombro de los madrileños de la capital, Getafe acredita hoy activos de los que carecen muchas capitales de provincia. Una universidad de prestigio internacional, la Carlos III, que cumple su mayoría de edad. Un buen hospital. Un área de innovación tecnológica puntera en Europa. Una red de comunicaciones -dos autovías, dos carreteras de circunvalación, cinco estaciones de cercanías, ocho de metro- que reducen la distancia con Madrid a 14 minutos de tren. Y unos ciudadanos sin complejos, satisfechos de vivir aquí, ahora.
Un notable 7,2 le dan los getafenses a su ciudad, que lleva años proclamándose sin sonrojo propio ni ajeno como Capital del Sur. Así que cuando el 10 de mayo Güiza, Casquero y Vivar le endosaron el 4-0 al Barça en el Alfonso Pérez y se colaron en la final llovía sobre mojado. Ya se ha visto que aquí nunca faltaron alas, pero el fútbol ha acabado de hinchar la autoestima local y ha puesto a Getafe en el mapa.
En diez kilómetros, entre las autovías de Andalucía y Extremadura, se arraciman algunas de las ciudades más populosas del país. Getafe, Leganés, Alcorcón, Móstoles o Fuenlabrada, y sus respectivos pueblos satélite, aglutinan millón y medio de almas. Saliendo de Madrid rumbo al sur parece que la ciudad no se acaba nunca. El paisaje es un continuo urbano unido por polígonos, centros comerciales y una tupida telaraña de puentes, salidas, incorporaciones y vías de servicio. Entremos en Getafe.
Rotondas, muchas y variadas. Imaginería aérea, tinajas, esculturas de tubería industrial, fuentes, estatuaria diversa. Vías anchas con medianas restallantes de petunias. Colegios, centros cívicos, ambulatorios. Papás, mamás, lactantes en carritos. Bloques de cinco alturas y adosados variopintos. De repente, estrechamiento en la vía. Barrios abigarrados en paisaje y paisanaje -un 13% de los residentes en Getafe son inmigrantes-, calles estrechas, plantas sólo en los balcones. Y en medio, el centro urbano, con su enrevesada retícula de callejas y plazuelas y la calle de Madrid, epicentro comercial y social del pueblo, el tontódromo donde pasea la gente al caer la tarde.
Getafe no es bonito. El catálogo de bellezas locales -el hospitalillo de San José, el retablo de la catedral, el Sagrado Corazón del cerro de los Ángeles, considerado el centro geográfico de España- no deslumbra ni a propios ni a extraños. Pero aquí, dicen, se vive bien. Más de la mitad de la gente se siente tan a gusto como para no querer mudarse "en ninguna circunstancia", según una encuesta municipal dirigida por Carlos Lles, profesor de Sociología Urbana de la Universidad Carlos III.
Tiene mérito, porque el 58% de los vecinos no son naturales de aquí. No sólo porque hasta 1991 no había hospital y los niños nacían en Madrid, sino porque muchos vinieron de fuera en los años 60 y 70. Buscando trabajo, casa, futuro. Voluntarios o por la fuerza. Empezando por el alcalde.
Pedro Castro es el regidor socialista de Getafe desde 1983. El pasado 27 de mayo, sus vecinos le prorrogaron otros cuatro años. El regidor más longevo en el cargo de las grandes ciudades del país es este hombre de 62 años que llegó a Getafe hace cuatro décadas desde Tomelloso, su pueblo de Toledo. Venía con lo puesto. Castigado "por rojo". "Trabajaba en el metal, y me trasladaron por sindicalista. Pero se equivocaron. Esto era una olla a presión. Industrias, obreros, un ambiente de conflictividad y reivindicación constante. Estaba en mi salsa. Aquí me quedé y aquí sigo. Peleando".
Es en esa época cuando Pedro Castro y Ángel Torres miden fuerzas por primera vez. 1979, primeras elecciones municipales. Castro, de UGT, es el número dos por el PSOE. Torres, de CC OO, es del PCE. "Nos ganaron por 40 votos. Discrepábamos, pero nos respetábamos. Hasta hoy", cuenta Torres, presidente del Getafe Club de Fútbol.
Torres, de 55 años, también llegó a Getafe por fuerza mayor. Tenía 11 años. Falleció su padre y vino desde Cercás, Toledo. No volvió a pisar el colegio. "Había que comer". Además de despellejarse las rodillas regateando en los descampados del pueblo, Torres se metió en todos los charcos en cada fábrica donde entraba de peón. CASA, Kelvinator, John Deere, la base aérea y el rosario de empresas que generaban hacían de Getafe un importante polo industrial. Pero llegó un momento en que Torres no encontró quién le contratara.
"Me echaron de varios sitios y me fui a Palma, a fregar platos, hasta que murió mi madre, en 1973, y volví". Había aprendido suficiente hostelería para, con el finiquito de otro despido, en 1984, poner un restaurante. Le fue bien. Después vino un bingo. Y discotecas. Y la gestión de suelo para viviendas como miembro del movimiento cooperativista de Getafe. Para entonces, Castro llevaba años de alcalde y, en 2000, cuando la Sociedad Deportiva Getafe amenaza quiebra por segunda vez, el alcalde compra con dinero municipal las acciones de un equipo ruinoso "para salvar el nombre de la ciudad". El PP demanda al regidor. Castro pide árnica a su amigo, convertido en próspero gestor de suelo en un lugar donde los pisos empiezan a estar por las nubes.
"Nos convenció a mí y a otros empresarios para comprar las acciones. Ahí fue cuando Pedro me metió el segundo gol. Tuvimos que pagar 240 millones de pesetas por un club que no valía nada", dice Torres. No debe de estar muy resentido hoy el principal propietario de un equipo con un presupuesto de 22 millones de euros.
No son pocos los que se quedan con la misma sensación de goleados cuando se topan con el alcalde. "Van y le soplan: 'Viene Pedro, date por jodido". El propio Castro disfruta contándolo. Cuando los asistentes de ciertos consejeros regionales, sucesivos presidentes de la Comunidad de Madrid o ministros del Gobierno le ven aparecer, corren a avisar al jefe. La entrevista les va a salir cara. Muy cara. Cuatro millones de euros le va a costar ahora a Fomento el enterramiento de 4,2 kilómetros de la autovía Madrid-Toledo a su paso por Getafe.
Quedan meses, años quizá, para que lleguen las tuneladoras y los obreros, pero "eso es sólo cuestión de tiempo". Castro salió del despacho de Magdalena Álvarez con el sí de la ministra. Su penúltimo "sueño" está en el Boletín Oficial del Estado y él ya piensa en otra cosa. La persistencia del alcalde -"soy un brasas, lo sé"-, su inasequibilidad al desaliento y su poder de convocatoria -"primero sueño, después convenzo a los míos, luego encargo un proyecto a los mejores y después implico al pueblo"- están detrás de muchos de los servicios que los niños de Getafe dan por supuestos.
Cosas tangibles, como el hospital: "Le hice una huelga de hambre a Felipe González porque la obra se retrasó seis meses". O el enterramiento de la vía, por la que suspiran muchos municipios igualmente partidos por los raíles y que Castro inauguró en 1999. O la universidad: "Mi Guggenheim. Un antes y un después. El máximo horizonte de un chaval de Getafe era el instituto. Ahora pasa por la universidad todos los días. Es una posibilidad real, no una utopía". Pero también muchas cosas por hacer.
La mayoría está en fase menos que inicial, pero, una vez firmadas, el alcalde las vende como si funcionaran a pleno rendimiento. Como la remodelación de los cuarteles -"un millón de metros para equipamientos urbanos"- recién firmada con el ministro Alonso y donde aún duermen soldados. O el Museo de la Aviación, encargado a Norman Foster en la antigua fábrica de harina. O la Ciudad de las Vanguardias, encomendada a Gerardo Ayala, artífice de Sevilla 92, aún sin sede. O la Universidad Politécnica, cuya primera piedra puso en abril, pero que en su boca parece llevar años dando ingenieros al mundo.
Castro no tendría precio como comercial. Es ahí donde el alcalde admite su derrota frente a Torres. "Llevo 25 años con la maleta a cuestas, llamando a todas las puertas, demostrando que Getafe existe, y desde que el equipo está en Primera, vaya donde vaya me sueltan: 'Anda, el alcalde de Getafe". Lo dice un "aficionado apasionado" del equipo, cuya plantilla podría ir en tren a la final, seis estaciones de Getafe a Chamartín. O en metro, 23 estaciones de estadio a estadio. Pero irán sobre ruedas, claro.
En eso no difieren de los vecinos. Más de la mitad de los getafenses van a trabajar en coche. El 87% de las familias tiene vehículo propio, muy por encima de la supermotorizada Comunidad de Madrid. Así que no es raro que el tráfico, el aparcamiento, sea uno de los puntos negros que los habitantes le ven a su ciudad. Eso y la vivienda. La sombra de la especulación, con varios escándalos recientes, y la espectacular subida de los pisos -3.166 euros de media el metro-, con incrementos del 41% y el 35% en 2002 y 2003, está detrás del éxodo de muchos jóvenes a municipios vecinos -el sur del sur- en busca de la casa que sus padres hallaron en Getafe.
Lo que ya no tienen los hijos de los pioneros es aquel complejo del sur. La frontera está, estima el sociólogo Carlos Lles, en los 50 años. "La composición social ha cambiado desde una ciudad de clase trabajadora a un mosaico de nuevas clases urbanas ocupadas en el sector servicios. Los mayores de 50 años tienen un nivel de estudios muy elemental, pero la mayoría de los jóvenes ha estudiado más allá de secundaria, y uno de cada cinco es universitario".
Como los hijos de Castro y de Torres. Como los parroquianos de La Antigua, el Cameron, o el Fender Club, locales predilectos de los chicos de la Carlos III. Jóvenes rebosantes de confianza en sí mismos como los que atestan Nassica o Parquesur, los gigantescos centros comerciales y de ocio donde pasan el fin de semana familias enteras. La única posibilidad de ver cine, por otra parte.
Gente como Laura, Irene y Silvia, las protagonistas de la Trilogía de Getafe (Anaya), de Lorenzo Silva. Hijo de un capitán de la base, Silva, de 40 años, premio Nadal 2000 por El alquimista impaciente, reside en esta ciudad, desde donde acudía a sus clases de derecho en la Complutense "en un autobús especial que pagaba el Ayuntamiento; una hora de ida y otra de vuelta". Getafense por elección: "Es cómoda, tranquila, bien dotada y a tiro de piedra de Madrid", no es de los de "viva mi pueblo", pero tampoco cree que "una persona es mejor o peor por vivir en determinado sitio". Para demostrar que Getafe "quizá no tenga nada de especial, pero eso no quiere decir que no tenga una historia, o muchas", escribió las de Laura, Irene y Silvia. Chicas de Getafe de ahora. Una ciudad a la que quizá "le falta un elemento que asuma la identidad de su gente". Algo que no es "el urbanismo de aluvión", ni una universidad que "tiende al ensimismamiento", ni siquiera "un club de fútbol que hoy está en Primera y mañana no".
"Un lugar de encuentro, un polo de oferta lúdica y cultural que atraiga y aglutine a la gente", sugiere. "Eso es la Ciudad de las Vanguardias", responde el alcalde. En una década se verá. De momento, si ganan la Copa, los getafenses se bañarán en La Cibelina, nombre popular de una fuente remotamente parecida a Cibeles. "Con suerte, se rompe ese engendro y la tienen que quitar", reta Torres.
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