La lectora y la autora
Esta mañana, la última de domingo de la feria de este año, la escritora ha llegado al Retiro muy cansada. A ella le gusta el barullo de las casetas y la megafonía, el río de desconocidos salpicado de amigos de otras ciudades con los que se encuentra todos los años, el ritual rosario de citas en el chiringuito de siempre, donde las mesas se alargan, y se alargan, y se alargan, y se adornan con bromas, y con chismes, y zutanita, que no ha firmado nada, y menganito, que se ha hartado, y fulanito, que no sé si os habréis dado cuenta, pero se está quedando calvo… La escritora es madrileña y le gusta la feria, quizá porque siempre, desde siempre, ha acudido al reclamo de los libros en el parque, una tradición tan castiza para los nativos de Madrid como el mercadillo de la plaza Mayor en Navidad o la pradera del santo el 15 de mayo. Desde 1933, la Feria del Libro –que, como tantos otros hitos del progreso de la civilización en este país, fue una iniciativa republicana– ha sido capaz de cambiar sin traicionarse, de crecer sin renunciar a su esencia, que no son los libros, ni los autores, ni los editores, ni los libreros, ni los cócteles, ni las presentaciones, sino todos esos lectores que siguen echándose a la calle en primavera. A la escritora le gusta precisamente por eso, y sin embargo, hoy se alegra de que se acabe ya la feria de este año porque está muy cansada. Tres fines de semana seguidos, con sus viernes, y sus sábados, y sus domingos, y su polvo, y sus tormentas, y sus colas en todos los restaurantes, son mucha sarna hasta para quien tiene el gusto de disfrutarla.
La lectora también ha venido hoy. Vino ayer, y el sábado pasado, y el viernes y el domingo anteriores. Y está ahí, en el centro del paseo, a la sombra de una carpa, haciendo como que no hace nada mientras mira de lejos a algunos escritores, la madrileña cansada entre otros. Si alguien le preguntara ahora mismo por las razones de su comportamiento, diría que sólo le mueve la curiosidad, o ni eso, que apenas se ha parado a descansar un momento de la interminable caminata que supone recorrer las casetas de punta a punta. Pero no es verdad. Lo cierto es que le gustaría acercarse, mirar, escuchar quizá, y hablar si se atreviera. Y es también cierto que, de alguna forma, conoce ya a los escritores a quienes vigila, y los conoce bien, porque los ha leído. A menudo, los lectores no son conscientes del grado y la naturaleza de la intimidad que llegan a establecer con sus escritores favoritos a través de sus libros. Ella sí, pero por eso no se atreve a acercarse.
La lectora cree que nadie la ve, pero se equivoca. La escritora ya la conoce. La vio ayer, y el sábado pasado, y cree que también el domingo anterior, aunque no está segura. Nunca la ha visto llegar, pero en algún momento, cuando levanta la cabeza del libro que acaba de dedicar y mira hacia delante, la ve allí, a la sombra de esta carpa, o de la de más allá, o plantada en el centro si le ha tocado firmar en una caseta del sector más estrecho. Su presencia le inspira simpatía, una extraña clase de pudor y algo más, una nostalgia difícil de definir, como si se contemplara a sí misma, hace tantos años, en la mirada huidiza de unos ojos que no aguantan su mirada. Entonces, ella también la aparta deprisa, como si mirar a esa chica joven y desgarbada, que no se pinta, ni lleva piercings, ni camisetas con escote, fuera lo mismo que agredirla, invadir un espacio al que no ha sido invitada. Y le gustaría conocerla, escucharla, hablar con ella aunque fuera un instante, pero no sabe cómo hacerlo, no sabe cómo convencerla de que no la decepcionará. Porque hay pocas cosas peores para un escritor que descubrir que no le gustan sus lectores, y a la escritora le gusta mucho esta chica, y sabe bien que existen pocas cosas mejores para un escritor que estar orgulloso de la gente que lee sus libros. Ella, en general, ha tenido esa suerte.
La escritora mira a la lectora fijamente, sin sonreír, porque no pretende sobornarla. La lectora piensa que la feria se acaba ya, que no habrá otras oportunidades hasta que pase un año entero. Quizá ha llegado el momento, quizá… ¿Y si se ríe de mí, si le parezco una tonta, una ingenua, si luego no soy capaz de decir nada interesante, si es una borde, si me despacha con un "afectuosamente" y una firma a secas? Sus miradas se cruzan durante un instante. Mejor me voy, piensa la lectora, un segundo antes de ponerse en marcha. Se va, adivina la escritora, y su partida, de repente, le pesa más que el cansancio.
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