Si no te rindes, puedes
Hay un chico surafricano que se llama Oscar Pistorius, tiene 20 años y está a punto de correr 400 metros en 45,50 segundos. Con esa marca se clasificaría para participar en los próximos Juegos Olímpicos, que son los de Pekín. El problema es que Pistorius tiene las piernas cortadas por debajo de las rodillas y corre con prótesis. Esto, que obviamente le coloca en desventaja, incrementa el mérito de su hazaña. Su asombroso esfuerzo de superación, tan en consonancia con el espíritu olímpico, debería ser reconocido, pero resulta que, según los anquilosados reglamentos de los JJ OO, se trata de un obstáculo insalvable. No le dejarán participar porque las normas prohíben cualquier ayuda técnica. Como si las prótesis le permitieran correr más rápido que los demás. Cuando lo cierto es que Pistorius ha conseguido una movilidad mejor que la mía, y que la tuya (salvo en el improbable caso de que seas un deportista de élite), a pesar de su mutilación y sus muñones.
Pistorius es un chico guapo y fuerte de ojos verdes cuyo cuerpo termina bajo las rodillas. Le amputaron las piernas a los 13 meses de edad para atajar una malformación degenerativa de huesos que, sin ese tratamiento radical, hubiera acabado con su esqueleto. Aprendió a caminar con sus prótesis y es un auténtico atleta. Los expertos consideran que la ortopedia rebaja su efectividad en un 10%, pero los administradores de los JJ OO no quieren atender a cifras ni a razones. Es una injusticia y, supongo, una terrible frustración para Oscar. Sin embargo no es de eso, de esa necia arbitrariedad olímpica, de lo que quería hablar en este artículo. Lo que me ha conmovido de la noticia es la historia ejemplar de la pelea de ese muchacho contra las circunstancias. He aquí un cojo total, un absoluto inválido con las dos piernas cortadas que consigue ser físicamente más eficiente que la inmensa mayoría de los seres de este planeta. La voluntad, en efecto, mueve montañas. O dicho de otro modo: si no te rindes, puedes.
Y la mayoría de los humanos no se rinde fácilmente. De hecho, la capacidad de adaptación y el impulso de supervivencia están tan profundamente inscritos en cada una de nuestras células que algunos individuos llegan a extremos increíbles. Como ese tetrapléjico que fue interceptado hace unas semanas por la Guardia Civil mientras circulaba por una autopista en su cama de ruedas, que él dirigía con la boca, a la trepidante velocidad de 10 kilómetros por hora. O como Stephen Hawking, que debería haber muerto hace muchos años pero que sigue ahí, con el universo en la cabeza y flotando en la gravedad cero de un vuelo de la NASA, tan radiantemente feliz como un niño flotando en el líquido amniótico. Se trata de dos tipos geniales, sin lugar a dudas, cada uno en su estilo; pero sus casos son tan excesivos, y el ciego amor a la vida que les galvaniza es tan asombroso, que resulta difícil identificarse con ellos. A decir verdad, son como marcianos.
Pero Pistorius, nuestro atleta sin piernas, no es ningún alienígena. Al contrario, su vida es muy normal. Sí, está mutilado desde que era un bebé, pero ¿quién no sobrelleva alguna mutilación, visible o invisible, física o simbólica? El mismo Pistorius es muy consciente de ello: "No me considero un discapacitado, puedo hacer las mismas cosas que una persona con piernas, mira como corro. Además, todo el mundo tiene alguna discapacidad", le dijo a Joseba Elola para EL PAÍS. Sí, todos estamos llenos de agujeros. Vivir es ir perdiendo cosas, y sucede que a menudo nos fortalecemos gracias a nuestras carencias.
Ya sé que esto que acabo de escribir suena a tópico voluntarista y compasivo, a una de esas frases almibaradas y petardas que vienen en los libros de autoayuda, pero no hay más que mirar alrededor para darse cuenta de hasta qué punto es cierto. El ser humano es un animal complejo y contradictorio, genéticamente programado para crecerse en la dificultad, para resistir y perseverar. Se diría, sin embargo, que no manejamos tan bien la tranquilidad, y que, desasosegados por una constante insatisfacción, jamás nos creemos llegados a la plenitud. ¿Cuántos hombres y mujeres aparentemente perfectos, sanos, bellos, ricos, sin problemas apreciables, terminan convirtiendo sus vidas en un infierno de drogas, de autodestrucción y de violencia? Y, mientras tanto, los Pistorius del mundo, que son muchos, aprenden a valorar lo que tienen porque saben muy bien lo que les falta, y así se van construyendo día tras día una existencia intensa, fructífera y razonablemente feliz.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.