Un rossiniano imbatible
Juan Diego Flórez se ha consolidado como el mejor Almaviva, pero encuentra dificultades para diversificar su repertorio
Juan Diego Flórez es, junto a Rolando Villazón, uno de los dos grandes lanzamientos tenoriles de la década. Su nombre basta para hacer cartel. Su voz, excepcionalmente timbrada, flexible, maleable, es una carta de presentación sin parangón, que, manejada con musicalidad muy natural y maestría adquirida, garantiza el entusiasmo de la sala. Tiene un caudal aún limitado y a veces parece que no llega a colmar un gran teatro, pero el tenor peruano compensa esa carencia con una eficacia deslumbrante en el ataque de los saltos de octava rossinianos, técnica que domina.
Diego Flórez se ha servido de esas armas, y de un físico de galán que le refuerza en escena, para consolidarse, desde su debut en el Festival de Pesaro, en 1996, como el tenor ideal de El viaje a Reims o La italiana en Argel. Es, sin duda, uno de los mejores condes de Almaviva de la historia y, por tanto, un gran tenor, al que hay que añadir, sin embargo, el adjetivo de "rossiniano", porque su presencia en otros repertorios es escasa.
Hasta aquí, las incursiones de Juan Diego Flórez en el mundo de Bellini han sido desiguales; alentadoras en La sonámbula, poco convincentes en I puritani, donde no logra el legato ni la amplitud de voz necesaria para expresar en todo su valor el canto del músico de Catania. Sus carencias son más notorias cuando aborda a Donizetti, salvo en L'elisir d'amore, y Verdi le queda decididamente muy lejos, si se exceptúa esa maravilla que es el Fenton de Falstaff.
Sin duda, todo es una cuestión de desarrollo técnico, de maduración de la voz y el estilo, que el tenor peruano está empeñado en conseguir. Lo necesita para seguir en el centro de la atención del gran público, ya que un tenor de primerísima fila no sólo puede vivir de Rossini. Y le deberíamos agradecer todos los aficionados el esfuerzo, porque en el panorama de la ópera escasean los tenores.
Curiosamente, nunca han faltado los rossinianos, y ello viene a demostrar que el genio de Pesaro creó una magnífica escuela de la que, sin embargo, resulta difícil salir. William Mateuzzi o Raúl Giménez son extraordinarios intérpretes que han optado por quedarse en ese mundo y hacer de su carrera una respetabilísima especialidad, más opaca a los reflectores masivos. Otros, como Francisco Araiza, dieron un increíble salto desde Rossini al Verdi más dramático y han cultivado luego el rol de baritenor en repertorios minoritarios.
Juan Diego Flórez tiene las condiciones personales y artísticas para afrontar otros planteamientos. Le tocará luchar con la tendencia actual de las discográficas y los empresarios a lanzar carreras meteóricas que concluyen inexorablemente antes de que el cantante haya podido madurar. Es una pelea difícil. Y aunque al hablar de ópera sea siempre peligroso mirar al pasado, cabe recordar que, sin salirse un milímetro de la línea lírico-ligera que cultivó siempre, Alfredo Kraus, el tenor que Diego Flórez señala como referencia, había desarrollado capacidades extraordinarias para los 34 años que hoy cuenta el peruano.
Babelia
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