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Prendas de la verdad

Aparte de que detesto a la gente que de repente te dice: "Mira, te voy a hablar francamente", y que se dispone a clavarte el puñal hasta la cruz, nunca me ha gustado que me engañen. Prefiero la verdad, amarga y que no tiene remedio. Por decirlo usando un ejemplo cinematográfico de solera: yo no soy como la Vienna de Johnny Guitar. Jamás le pediría a nadie: "Dime que me amas aunque sea mentira". Semejante triple salto mortal del sentimiento sólo puede permitírselo quien está seguro de que el otro le quiere. Pero en la duda, como sin duda pudo decir Grace Kelly, el negro, que siempre sienta bien. Aunque la pobre murió como si prefiriera el beis, que es el color de la tibieza y de los disimulos.

Pero no divaguemos. A lo que yo iba: no me interesa que los fabricantes de ropa me mientan para hacerme creer que mantengo la talla de hace cuatro años o cuatro kilos. Tengo amigas y amigos que no son de mi opinión, pues creen que, después de cuanto han sufrido intentando salir indemnes, yendo de mostrador en probador, durante la Era de la Anorexia (que no ha terminado, más quisiéramos: pero los malos se han vuelto astutos), ahora merecen un poco de jabón, un poco de hipocresía respecto a sus cinturas. La adulación siempre ha servido para vender. Pero los halagos de quien tiene que trabajar vendiendo y seguramente a comisión forman parte de la cuota de pequeñas falsedades cotidianas admisibles. Otra cosa es que el asunto se fabrique en los grandes despachos. Ya me imagino a esos creativos, o vomitivos, o comoquiera que se llamen, relamiéndose: "Vamos a lamerles el trasero a esas focas, que no sólo van a tragárselo, sino que nos lo agradecerán".

Lo tomes por donde lo tomes, siempre quieren sacar tajada de nosotros.

Como todas las personas con un metabolismo agradecido a los estímulos orales o víctima de las depresiones vitales, y con un físico adecuado a mis necesidades y apetitos (ya saben que la ilustración de Ágreda me hace feliz injusticia), he sufrido los alaridos de la moda y, creánme, los desplomamientos de la báscula. He sido víctima de todo tipo de gurús del adelgazamiento y me sé de memoria todas las dietas. La tonta de Bridget Jones no inventó nada. Sólo su tontuna.

Pero con el tiempo he aprendido que no hay nada más idiota ni que engorde más que preocuparse incesantemente por engordar, lo que crea, como todo el mundo sabe, ansiedad y gazuza.Y nunca me he mantenido más y mejor en un peso sensato, el que corresponde a mi edad y estatura, ahora que ya no voy persiguiendo hombres y que ellos tampoco me siguen el rastro, que desde que decidí no volverme a pesar.

Se dirán ustedes: vaya, ésta. No le gusta que le mientan, pero la pone a parir que le canten los kilogramos claros. Pues no. Tengo un sistema. Mi sistema, que recomiendo a todos.

Las balanzas han sido eliminadas de mi vida. Bueno, creo que en mi baño hay una, pero la uso para darme golpes en los pies cuando voy descalza. En realidad, lo que yo tengo es un par de pantalones antiguos, conocidos popularmente en mi casa como "la prenda del momento de la verdad". Cuando me los pongo y se me caen, sé que, o estoy enferma, o estoy gilipollas, y que he adelgazado más de lo que necesito, pues se me va esta cara de salud y optimismo que tanto me conviene. Y cuando veo que empiezo a llenarlos más de la cuenta, hago lo que hay que hacer: pasar a comer en plato de postre y privarme de hidratos comestibles, reduciendo los bebibles. Y punto.

De modo que si se me acerca un animoso dependiente y me muestra un pantalón de mi talla de hoy haciéndome creer que es la misma que nunca tuve, la carcajada que voy a soltar va a perforar los husos horarios de varios continentes. De lo que se trata es de saber que uno mismo no se engaña.

No me digas que mido una talla menos aunque sea mentira. Dime, bajando la voz, que los de la marca de ropa quieren dármela con queso, pero que tú, querido dependiente o amada vendedora, no estás para más fraudes que los inevitables de esta vida. Dame la talla que me conviene y deja que sepa la verdad.

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