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Columna
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El gran peregrino

Kurt Vonnegut afirmó en más de una ocasión que "todo escritor debe destruir el mundo por lo menos una vez en su obra". Kurt Vonnegut también pensaba que los escritores eran "células especializadas del tipo evolutivo" y que "su función social era la misma de los canarios en las minas de carbón: morir advirtiendo a los demás que no queda mucho más oxígeno por respirar".

Kurt Vonnegut -sobreviviente al bombardeo a Dresde durante la Segunda Guerra Mundial, a un trabajo odioso en la General Electric, al encasillamiento inicial de ser considerado "apenas un escritor de ciencia-ficción" como su estrafalario Kilgore Trout, a las modas pasajeras que lo transformaron en autor fetiche de los campus durante los años setenta, a toneladas de tabaco, a algún intento de suicidio y a más de un accidente casero- se sentía satisfecho por los dones recibidos y el aprecio conseguido. Pero tampoco dudaba en llamar Fates worse than death (Destinos peores que la muerte) al libro en el que reunió sus ensayos y conferencias sobre narradores.

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Así, entre la amarga carcajada y la dulce mueca -entre esta contradictoria compulsión apocalíptica y la necesidad de salvar a la humanidad dando la alarma-, se movió, vivió y escribió uno de los escritores fundamentales del siglo XX. Alguien que soñaba para sí un final épico como la falsa muerte de Hemingway a bordo de aquella avioneta que cayó en el Kilimanjaro, pero quien tuvo que conformarse con despedirse por las complicaciones sufridas luego de rodar escalera abajo -como tantos de los comediantes que amaba y admiraba- hace unas semanas en su casa de Manhattan, en este año proclamado como Año Vonnegut por su Indianápolis natal. A Vonnegut, seguro, le debe de haber causado mucha gracia morirse en su propio año y hacer de los festejos algo verdaderamente inolvidable.

Considerado como "el humorista más grande de la literatura norteamericana desde Mark Twain", Vonnegut prefería verse a sí mismo como un humanista fabulador: "Los humanistas procuramos que nuestra conducta sea lo más decente, justa y honrosa que podamos, sin esperar recompensa ni castigo en otra vida... Yo quería que todo pareciese tener sentido, para que todos fuéramos felices, sí, en lugar de sentirnos heridos. Así que inventé mentiras que me sentaran bien y de este mundo triste conseguí hacer un Edén", apuntó en su último libro, Un hombre sin patria. Título y condición existencial que pueden aplicarse a su más célebre personaje en la más famosa de sus obras y a la que nada cuesta calificar como una de las más legítimas e indiscutibles de todas las Grandes Novelas Americanas. Allí, en Matadero cinco, un buen hombre llamado Billy Pilgrim (apellido cuya traducción al castellano equivale a Peregrino y cuya primera acepción en el diccionario es "persona que anda por tierras extrañas") se la pasa dando espasmódicos saltos por el tiempo y el espacio, viviendo alternativa y desordenadamente varios momentos de su vida y contemplándolo todo desde una confortable jaula en el planeta Tralfamadore. Desde tan lejos, Pilgrim nos ilumina: "La cosa más importante que he aprendido en Tralfamadore fue que cuando una persona muere tan sólo parece que muriera. En realidad, sigue muy viva en el pasado, así que es algo muy tonto el que la gente llore en su funeral. Todos los momentos, pasados, presentes y futuros, siempre han existido y siempre existirán... Los tralfamadorianos pueden ver cuán permanentes son esos momentos y pueden contemplarlos cada vez que así lo deseen".

Desaparecido Vonnegut rumbo a tierras extrañas, ahí están y permanecerán todos esos momentos: Matadero cinco, La pianola, Madre noche, Pájaro de celda, Desayuno de campeones, Galápagos... y -para usar una de sus muletillas- so it goes. Momentos que -según algunos críticos- se repiten demasiado. Pero la culpa no era ni es ni será de Vonnegut. La culpa es de los seres humanos que insisten, una y otra vez, en cometer las mismas idioteces sobre las que escribió -con una rara mezcla de amor y desprecio- este genio único y honesto.

Descanse -y siga viviendo- en paz.

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