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El maldito lío de la bandera

Rosa Montero

La extraña relación que tenemos los españoles con la bandera es uno de los síntomas más claros de que algo marcha mal con nuestra identidad. Es como la fiebre, un indicio seguro de enfermedad. Y no es que yo sea una acérrima partidaria de las enseñas nacionales, antes al contrario. De hecho, creo que las banderas deben de ser los trapos que más se han teñido de sangre a lo largo de la Historia. Mirados en conjunto, son unos pedazos de tela bastante nefastos para el ser humano. Pero el caso es que las personas necesitamos símbolos para manejar el mundo, y una viejísima tradición ha unido los retales de colores con el sentimiento de pertenencia a un grupo. Si se piensa bien, es un recurso de identificación bastante natural: también los rebaños de turistas suelen seguir al guía al reclamo del paraguas amarillo que éste levanta para hacerse ver. Las banderas nacionales son como los paraguas de colores de los guías turísticos, pero en sofisticado. Aunque en realidad tampoco es que sean muy sofisticadas: en cuanto que rascas un poquito el trapo, se levanta la bestia ancestral en todos nosotros. De manera que, cuanta menos importancia se les dé a las banderas, a mí me parece que la cosa funciona mejor.

No cabe duda de que, en España, una buena parte de la ciudadanía muestra una falta de aprecio singular por la enseña patria. Debemos de ser uno de los países del planeta que menos cariño tienen a su divisa nacional. Ahora bien, esto, que podría ser entendido como un ejemplo de civilizado relativismo, resulta que en realidad es el resultado del primitivismo más cabezón. Porque no nos identificamos con nuestra bandera, pero sí con tropecientas banderas de colectividades cada vez más pequeñas, la comunidad, la región, el pueblo, el barrio, el club de fútbol, banderas y más banderas que agitamos frenética y apasionadamente para defender nuestra tribu. Eso somos los españoles, tribales y amantes de la horda elemental, como dijo Gerald Brenan en su estupendo libro El laberinto español. No nos cabe el Estado en la cabeza porque, social y culturalmente, todavía nos ata demasiado la atracción de nuestra pequeña manada. De los trogloditas que viven en la misma cueva.

Esta mala relación con la bandera española viene de antiguo, pero, como es comprensible, se agudizó con la larga dictadura de Franco y con el uso hipertrofiado y ridículamente pomposo que el franquismo hizo de la enseña del aguilucho. Pero aquella bandera acabó cuando acabó el régimen, y la bandera actual es la representación de un Estado democrático que nos abarca a todos. Otros países han atravesado por etapas dictatoriales y luego no han tenido problemas para identificarse con su enseña, pero nosotros seguimos mirando la nuestra con desdén y recelo, y cargándola de un contenido partidista que en realidad no tiene. Y así, resulta increíble que, tras treinta años de democracia, se sigan produciendo esas estúpidas rencillas sobre supuestas manipulaciones de la bandera. Y esto sucede no sólo porque unos se identifiquen demasiado con la tela roja y amarilla, sino porque los otros no consiguen identificarse. Verán, a nadie se le ocurriría hablar de manipulación de la bandera si todos la usáramos de forma más natural. Si llevarla impresa en una camiseta no significara nada ideológico, sino simplemente que eres un hortera. Por favor, más desacralización, menos emoción y un poquito más de banalidad.

Yo viví mis primeros veinte años en el franquismo y, como es natural, salí de la dictadura sintiendo un considerable repelús hacia la bandera roja y gualda, por más que enseguida le quitaran el pajarraco. Entonces llegó el golpe del 23-F, y la dolorosísima angustia de pensar que nuestra recién estrenada libertad podía volver a ser estrangulada por las armas. Todo el resto de aquel año 1981 estuvo lleno de miedo y de rumores de sables, y pocos días antes del 6 de diciembre, flamante y novísima fiesta de la Constitución, se desarticuló otro grupúsculo conspirador. Entonces aquel 6 de diciembre, por primera y última vez en mi vida, compré una bandera española, un pedazo de tela roja y amarilla, y la colgué de la ventana de mi casa, en apoyo de la legalidad y la libertad. Siguen sin gustarme las banderas, pero desde entonces le perdí el recelo a la nuestra y la vi como lo que es: un ingrediente esencial en la representación de un Estado democrático que casualmente resulta que es el mío.

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