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Reportaje:

Rambleros anónimos

Qualquiera que conozca las Ramblas tiene la certeza de que de las Ramblas sabe el todo y la nada. El todo es lo suyo, le pertenece, forma parte de sus vivencias, de sus recuerdos y de las imágenes y olores que los impregnan; ese todo es inmenso. La nada es exactamente lo mismo; está formada por aquello que cada uno ignora; es el todo de las Ramblas de los demás, infinitos todos que se entrecruzan en el espacio y el tiempo. Paseo público y sentimientos íntimos se yuxtaponen bajo los plátanos y entre las flores igual que se solaparon años, eras y modas. Y aunque has olvidado qué clase de edificio se alzaba en el lugar donde ahora campea un bloque de apartamentos llamado inteligente ?y que poco a poco va adquiriendo ese aspecto tronado que el entorno le exige?, sí sabes que lo que allí hubo fue tan tuyo como de los otros, y que sigue existiendo debajo del paisaje, en esa hondura de calcomanías superpuestas que forman el inconsciente colectivo de un paseo que ha sido, es y será de todos. ¿Se marcharon los trileros? ¿Podemos estar seguros? ¿No será que han adoptado otra apariencia? ¿Son las estatuas vivientes algo para ser contemplado o nos observan ellas? Cierto, el perfume de las paradas florales se parece demasiado al de los ambientadores caseros, y ya no puedo contemplar a los animales enjaulados con la inocencia con que, a mis veintitantos, me asomaba al balcón de la antigua Redacción de Fotogramas para escuchar los reclamos de los vendedores de peletería de la acera de abajo y admirar, enfrente, las filigranas de la fachada del teatro Poliorama? Sin embargo, aquellos ayeres conviven con mi hoy, los respiro. Y así llego a la conclusión de que, a pesar de lo mucho que han cambiado las Ramblas con el paso de los días ?de nuestros días?, en realidad no han cambiado en absoluto. Sólo se reorganizan para acoger a nuevos rambleros. Más otros, más nosotros.

Son una fiesta de la vida, un banquete gratuito de la mirada
Es la gente como ésta la que ha hecho las Ramblas como son

Expuesto lo anterior, resultaría completamente pedante y fuera de lugar intentar contar las Ramblas, de modo que voy a hacer lo único honesto. Contarles las mías.

Mi primer recuerdo lo constituye el alarido de un tren que me aterrorizaba. Era tan pequeña que aún tenía padre y éste me llevaba sobre sus hombros, y yo, en mi temor de que el ferrocarril ?un agónico mercancías cuyos vagones de madera crujían casi tan alto como resoplaba la locomotora; su trayectoria bordeaba el puerto? nos arrollara, me agarraba al cuello del hombre con desesperación y giraba la cabeza para no ver al monstruo. Y allá atrás, para mi consuelo, se hallaban los leones del monumento a Colón. Sabía que ellos me ayudarían. Y era cierto. Cuando volvía a mirar hacia el mar, ya el tren había desaparecido y su amenazador resuello se perdía en la distancia. Entonces mi padre me conducía a nuestro habitual destino, en el puerto: uno de los barcos cargados de sal llegados de Torrevieja, su patria chica, en los que tenía amigos o compinches y se echaba unos tragos al coleto empapados, ahora lo sé, de marinera nostalgia. Mientras ellos pegaban la hebra, yo me entretenía recogiendo del suelo pedacitos de cristal que me llevaba a la boca; sabían como el mar, como el aire de las Ramblas al amanecer, cuando, recién regado el andén central, limpia la cara, el paseo recupera la plenitud del aroma mediterráneo que le es peculiar, y que los aromas y sudores ajenos enmascaran durante las horas punta.

Hace muchos años que el tren dejó de atravesar los pies de las Ramblas, pero los leones de Colón siguen allí. Y continúan pareciéndome protectores, mucho más que los imperiosos y colosales de Trafalgar Square. En ese tramo del paseo han desaparecido los lectores del porvenir mediante papelito que elegía un pajarillo, los vendedores de molinillos de cartón que giraban con el viento y los retratistas que metían la cabeza debajo de un paño negro. Pero otra clase de mercadeo no menos expresivo les ha sustituido y tiene sus propias reglas. Como no me atrevo a elegir, les acumulo. Ésa es una de las lecciones magistrales que te dan las Ramblas: aceptar, asimilar. Hay otras.

Mientras fui niña chica me pareció

que las Ramblas surgían de la cintura de Barcelona ?para mí, la plaza de Cataluña? como un delantal de mujer dotado de enormes bolsillos repletos de sorpresas; y también plagado de lamparones, con recosidos varios diseminados en la tela vistosa, e hilachas tornasoladas que colgaban de sus bajos. Era una prenda de un colorido extraordinario que contrastaba con el gris ceniciento de la época; con el tiempo entendí que el color de las Ramblas era también una lección moral. Nos estaba diciendo que ni el franquismo más necio y estulto podía extinguir cierta clase de alegría. La alegría de los pobres y de los vencidos que podía obtenerse gratis, sólo paseando, sólo caminando, sólo olfateando, sólo mirando. El abrigo que nos cubría podía llevar varias temporadas resistiendo, a base de lo que las madres de entonces llamaban "dar la vuelta" ?lo descosían y lo volvían a coser con la tela del revés, menos desgastada?, pero por una peseta, una peseta por persona, nos podíamos sentar al sol del invierno en las acogedoras sillas de tijera ?su madera desgastada, deslavada por la intemperie: humildes como nosotros?, cercanas a la fuente de Canaletas, extender las piernas y calentar los sabañones con los ojos prendidos en el más cordial de los espectáculos: los otros. Beber de la fuente también era gratis. Si antes habías comido pan y chocolate, el agua sabía a gloria.

Los bolsillos del delantal contenían asuntos prodigiosos. Farolas y pájaros ?modestos gorriones y sucias palomas libres, y periquitos, canarios y caderneras, y alguna ave exótica, en jaulas?, flores que no sólo expelían aromas, sino que tenían rostro ?margaritas sonrientes, algo simples; rosas empingorotadas, de cuello largo; avergonzadas violetas que se apiñaban en manojillos para no destacar; serenas ramas de almendros y de cerezos?; en una fachada, nada menos que un dragón chino; en un escaparate, un señor vestido de ir a cazar ?eso que tanto veíamos practicar al generalísimo cuando íbamos al cine y nos teníamos que tragar el NoDo?, con escopeta y zurrón; en otras vitrinas, formaciones de paraguas; en algunas, juegos de peines y cepillos de alpaca que no podían faltar entre los artilugios de una recién casada, así como cajas de polvos Myrurgia para el cutis. Había en los bolsillos un surtido de hombres-anuncio y también las típicas torretas en forma de cilindro para pegar carteles. Había grandes almacenes populares ?el añorado Sepu? con una terraza jardín neoclásica dotada en uno de sus extremos con una especie de enorme hornacina en la que cada año se aparecía un Rey Mago ?a mí siempre me tocó el castaño; ni el rubio ni el negro? que nos hacía el honor de admitir nuestras cartas. Y había cines. Desde Can Pistoles ?el muy entrañable Capitol, especializado en acción? y el Atlántico, que era de estreno, o sea, imposible, hasta el Principal Palacio, el Latino y el Mar, ya cerca del puerto. Paraíso de los programas dobles.

Surgían de los bordes del de-

lantal, en ramales, las malas calles de aquellas nuestras infancias. ¿Qué habría sido de nosotros, vecinos de habitáculos tan oscuros como los tiempos, de no haber contado con las Ramblas, que bombeaban aire y esperanza a los ventrículos izquierdo y derecho de ese gran corazón sureño de la ciudad, hoy conocido como Ciutat Vella? En torno a la plaza Real ?limpiabotas bajo las arcadas que daban al paseo? y hacia la catedral de Santa María del Mar, en torno a lo que entonces era el mercado del Borne, se extendía en insanas callejuelas la masa humana que ocupaba los alrededores de la Barcelona fundacional, romana. Al otro lado del paseo, entre la calle de Pelayo y el antiguo cuartel de las Atarazanas, nos encontrábamos los habitantes del entonces llamado Barrio Chino. Las Ramblas carecerían de sentido sin semejante compañías. Malas calles, he dicho, con todo el cariño y respeto. Pues buenas calles eran, entonces, aquellas que no osábamos pisar y en donde vivían los respetables estraperlistas y negociantes y constructores y propietarios de inmuebles para pobres.

De cintura para arriba ?el paseo de Gracia, la rambla de Cataluña, el Ensanche; no digamos ya la Diagonal, Bonanova, Pedralbes?, Barcelona era de otros. Y las Ramblas eran nuestras. No en exclusiva ?bajaba mucho señorito en busca de juerga?, pero nuestras.

Y siguieron siéndolo durante mi adolescencia y juventud. Un lugar en el que sentarse a platicar hasta el amanecer sobre los libros leídos, los autores descubiertos, las películas de culto, las músicas. Las Ramblas eran el lugar al que se acudía con el atrezo hippy para rular y rular y seguir rulando sin otro propósito que los encuentros, los contactos, las afinidades, en unos años en que la juventud de medio mundo se movía hacia el otro medio y el planeta parecía dar vueltas por la energía de nuestras pisadas. Esas Ramblas tuvieron su reparto de hostias por deferencia de los guardias de la porra, los grises grises del tiempo gris; tuvieron su componente de negritud ?exiliados Black Panters que recalaban en pensiones cercanas y de los que las mozas nos beneficiamos ampliamente?, de hijos de las flores y de hijos de las mil leches. En su apogeo, fueron la libertad sexual, la feliz promiscuidad, los bailongos en el Jazz Colon. Esos años culminaron en los mejores tiempos de Ocaña. Un Ocaña aún desconocido como artista, que no como personaje, que vendía pachulí y recorría el paseo con su tribu, que se detenía en mi mesa de la terraza del Café de la Ópera porque sabía que me volvían loca sus tanguillos de Cádiz: "Aunque pongan en tu puerta / cañones de artillería / que aunque pongan en tu puerta / tengo que pasar por ella / aunque me cueste la vida". Cuando Ocaña murió no sólo pereció él en el incendio de su traje de papel de Dama de las Camelias. Murió aquella era de desparpajo y discusiones enfervorecidas; los ochenta estaban a punto de añadir su propia calcomanía.

De los ochenta en adelante, ya no las sé narrar, las Ramblas. Y, sin embargo, no puedo dejarlas porque, a pesar de lo mucho que ha cambiado ?a mejor? el mercado de la Boquería, todavía puedo esperar en el mismo lugar que cuando era niña a que me envuelvan los mejores lomos de bacalao del mundo. La jovencita que entonces ayudaba a su madre es hoy una dama mayor que da lecciones también, como el paseo. De supervivencia y de supervivientes.

Pues de eso iba, en definitiva, el contenido último y más preciado de los bolsillos de aquel viejo delantal que no ha dejado de acompañarnos a lo largo del tiempo. De personas. De expertos en el arte del aprovechamiento de los materiales de derribo. Creo firmemente que es la gente la que ha hecho las Ramblas como son, como creo, también, que las Ramblas inspiran y atraen a quienes desean albergar en su seno. Por eso, aunque ya no las vivo como las viví ?sólo las respiro con el recuerdo de los mejores momentos que les debo: no es poco?, al contemplar las fotografías que ilustran este reportaje me he dicho que ahí están. Los vecinos. Los rambleros. Los supervivientes, graciosos, firmes, protagonistas de su propia épica, por precaria que pueda parecernos. No hay nada más eterno que la precariedad de la gente que puebla las Ramblas. Yo conozco esas cejas perfiladas, esos atuendos irreverentes, ese gesto desafiante, conozco la gabardina que parece una bata de estar por casa ?y se está por casa, de verdad, en las Ramblas? y conozco la sonrisa ilusionada de los niños; y ese chaval encaramado a la espalda de su padre, en la bici, me recuerda a la pequeña que temía ser arrollada por el tren. Cierto, conocí a buenas personas, como las presentes, que arrimaban el hombro como ellos tienen pinta de hacer. Parejas de enamorados, excéntricos y señores normales, pero muy festivos.

Festiva es el adjetivo que me faltaba añadir. Las Ramblas son una fiesta de la vida, un banquete gratuito para la mirada, un mundo a explorar que cada cual construye a su manera. De Canaletas a los leones, no hay tramo igual ni vida comparable. Es un todo y una nada. Un nosotros sin fin.

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