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La normalidad del asesino en serie

Rosa Montero

He aquí una de las frases más repetidas de la Historia: “Nadie se lo podía imaginar, porque era un hombre (o una mujer) muy normal”. Descubren que el dependiente de una tintorería es un pedófilo terrible y nadie se lo podía imaginar porque era un chico normalísimo. Detienen a un ama de casa regordeta que ha envenenado a medio vecindario, y todo el mundo se queda patidifuso, porque parecía una señora como cualquier otra. Comprueban que un septuagenario tiene el jardín abarrotado de cadáveres, y el barrio entero se hace cruces porque era un abuelete simpatiquísimo. De cuando en cuando, en muy raras ocasiones, el violador o la asesina en serie son personajes de vida marginal y comportamiento extraño. Pero esto es verdaderamente inusual. Lo habitual es que los violentos nos hayan parecido tan normales hasta el momento mismo en que descubrimos su barbarie. Son los niños pijos y vulgares los que queman vivos a los mendigos.

De modo que la frase es una tontería y no refleja la verdad, pero no cesamos de repetirla porque es como un conjuro contra lo espantoso. O, para ser más exactos, contra lo siniestro, que, según Freud, es el horror que palpita y se arrastra bajo la tersa apariencia de la cotidianidad. Si, frente a cualquier exceso brutal y cualquier tragedia sangrienta, repetimos y repetimos el mantra de que eso “no es normal”, entonces no podrá ocurrirnos a nosotros. Ni como víctimas ni como verdugos. O eso queremos creer. Pero la vida se encarga de demostrarnos lo contrario todos los días. Los humanos somos caóticos, paradójicos, indefinibles, un auténtico enigma incluso para nosotros mismos. ¿No ha perdido usted nunca el control en su vida? ¿Y no ha sentido miedo de perderlo? “Nada de lo humano me es ajeno”, decía el escritor romano Terencio. Es cierto: dentro de nosotros llevamos un monstruo y un ángel, un canalla y un héroe. Pensaba en esto mientras leía el tristísimo y escalofriante suceso del hombre que, antes de suicidarse, mató a hachazos a su familia, a su madre, a su esposa, a su hijo, e hirió gravemente a sus dos hijas. El mismo hombre que antes había sido un individuo abnegado y ejemplar. Cuánto infierno cabe en una sola vida, en una sola cabeza. Si, hace cinco años, le hubieran dicho al asesino lo que iba a terminar haciendo, es probable que le hubiera parecido un total disparate.

Claro que no hace falta llegar a estos extremos, a estos casos terribles que por fortuna no son demasiado habituales, para convencernos de que lo que llamamos normalidad no es más que una finísima película que nos recubre, tan quebradiza y leve que desde luego no nos protege ni nos libra de nuestras infinitas incongruencias. Un país entero de alemanes normalísimos votó y secundó la criminal locura de Hitler. Y miles de abertzales, tan normales y sentimentales que lloran (con razón) ante la caza de focas, apoyan los brutales asesinatos de ETA.

Luego están los disparates individuales que uno puede cometer en un momento determinado, esa especie de exabruptos de la personalidad que te pueden arruinar la vida entera. Por ejemplo, hace pocas semanas salió una pequeña nota en los periódicos diciendo que el actor Ryan O’Neal había sido arrestado y acusado de disparar con una pistola contra su hijo. Pobre O’Neal: su caso se ha hecho público sólo porque él es famoso, pero sin duda el suceso no es más que la punta de un gran iceberg. ¿Qué te puede pasar en la vida para que un día llegues a disparar a tu hijo? ¿O tal vez el hijo le atacara? Cuántos excesos, cuántas enormidades pueden caber dentro de cada biografía.

Pero la noticia más curiosa (y más chistosa, aunque en realidad es una tragedia) es el estrambótico caso de esa astronauta de la NASA acusada de intento de homicidio. Se llama Lisa, tiene 43 años y participó en el viaje del Discovery de julio 2006. Pues bien, se supone que Lisa agredió y trató de secuestrar a una mujer porque se enteró de que salía con el hombre (otro astronauta) del que ella estaba enamorada. ¿Pero no decían que los tripulantes espaciales tenían que superar las más duras pruebas psicológicas, y que sólo volaban los más serenos, los más equilibrados, los más normales? Basta con un ataque crítico de celos para deshacer el andamiaje de toda una existencia y hacer emerger a otra persona.

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