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Hugo Chávez y Adam Smith

Las diferencias entre Hugo Chávez y Adam Smith son obvias. El presidente de Venezuela es una persona carismática y radical, dada a soltar arengas sobre la maldad del imperialismo, ya sea a las masas entusiastas de seguidores o ante el público, más escéptico, de la Asamblea General de Naciones Unidas. El economista político escocés era una persona prudente y reflexiva que hace 230 años escribió la obra más influyente de todos los tiempos sobre la economía política, La riqueza de las naciones.

Pero no son sus enormes diferencias lo que me interesa analizar aquí. Lo que parece significativo, y no deja de sorprenderme, es hasta qué punto, a juzgar por su política reciente (y las intenciones que anuncia para el futuro), Chávez se empeña en rechazar todas aquellas medidas de sentido común que, según el escocés, ayudan a hacer prósperas, estables y fuertes a las naciones.

No estoy sugiriendo con esto que el presidente venezolano sea consciente de la obra de Smith. Personalmente, lo veo poco probable. Sin embargo, es un hecho evidente que la política actual de Venezuela no puede haber tomado una dirección más opuesta a los consejos del gran economista.

¿Qué era lo que aconsejaba Smith? El escocés escribió en una época de turbulencias internacionales (La riqueza de las naciones apareció el mismo año en que se produjo la Declaración de la Independencia Americana, y la Revolución Francesa estaba a la vuelta de la esquina); en una época en la que ciertos imperios, como el español, se tambaleaban, y otros, como el británico, empezaban a encumbrarse; en una época en la que en París, en Londres, en Edimburgo y en Filadelfia, los intelectuales debatían sobre cuál era la relación adecuada entre el beneficio y el poder, sobre qué hacía poderosas a las naciones.

Para Smith, la solución de esta última cuestión era muy sencilla. Basta con que el sistema de gobierno evite dañar excesivamente la economía para que todo funcione. Los seres humanos son inventivos y productivos por naturaleza, además de estar siempre dispuestos a incrementar su botín, y si se les permite hacerlo, florecerá la nación en su conjunto. Por el contrario, si quienes tienen el poder actúan de forma poco sensata -ahogando las iniciativas, no tolerando la disidencia, imponiendo impuestos arbitrarios, confiscando los bienes privados, dañando a las empresas y enredándose en los asuntos de otras naciones-, el país en cuestión podría caer rápidamente en un estado de infelicidad, confusión y descrédito. Smith abominaba sobre todo de la falta de previsión de los gobiernos; los mercados libres necesitan la garantía de que lo que se invierte hoy no se va a desbaratar mañana.

Llegados a este punto, los lectores habrán empezado a percatarse de hasta qué punto este discurso tiene que ver con la política reciente de Chávez. Su sermón del pasado septiembre, aprovechando la tribuna pública que le ofrecía la Asamblea General de Naciones Unidas, fue sólo un gesto simbólico, aunque no por ello dejara de avergonzar a muchos políticos y diplomáticos latinoamericanos. Pero el mundo de los negocios -el mundo para el que escribía Smith- está menos interesado en la retórica demagógica que en las medidas políticas y económicas reales, especialmente aquéllas que incrementan la inseguridad. Y es ahí donde Chávez está metiendo a Venezuela en un hoyo cada vez más profundo.

Para empezar, Chávez parece decidido a despilfarrar la riqueza que le ha llovido del cielo a su país debido a los altos precios del petróleo y el gas. Existe una interesante teoría económica conforme a la cual aquellos países sin recursos nacionales (pensemos en Suiza o Singapur) tienen bastantes probabilidades de encontrarse entre los más prósperos porque se han visto forzados a depender del productor de riqueza más importante que haya existido jamás: el capital humano. Pero de todos modos, algunas naciones, como Noruega o Dubai, han empleado de forma inteligente los ingresos provenientes del petróleo, invirtiendo en el futuro de su pueblo. Chávez, por el contrario, se está dedicando a malgastar el capital del país comprando aviones de combate rusos, ayudando a regímenes antiamericanos de África y de América Latina y llevando una política de recompensas en el interior del país. Y todo esto depende de que los precios del petróleo se mantengan muy altos.

Para terminar, no debemos olvidar las arbitrarias intervenciones de Chávez en el mundo de los negocios, en el sistema tributario y en la propiedad privada. Aunque en Venezuela existe también esa enorme brecha entre ricos y pobres característica de Suramérica, no parece una buena idea confiscar las tierras y las empresas privadas a fin de llevar a la práctica programas populistas.

Es comprensible exigir que las multinacionales extranjeras paguen un canon por la explotación del petróleo y el gas, pero no lo es subir continuamente el porcentaje de la "tajada" que se queda el Estado y crear la sensación entre las empresas de que Venezuela no es un buen país para establecer negocios. Según The Financial Times, el fogoso presidente venezolano pretende ahora nacionalizar los grandes grupos petroleros del cinturón del Orinoco, hacerse con el control de la industria de las telecomunicaciones (en la cual han hecho grandes inversiones empresas españolas y estadounidenses), retirar los permisos de emisión de Radio Caracas Televisión, la cadena antigubernamental que representa a dicha industria, y echar mano de un montón de controles más en las importaciones y exportaciones, en los precios de las materias primas y en los tipos de interés.

Como era de esperar, todo esto ha conducido a la venta masiva de los bonos venezolanos por parte de los mercados financieros internacionales. Siempre queda lugar para debatir respecto a la proporción de la propiedad pública frente a la privada en la economía de un país (incluso Smith reconocía que las funciones del Estado deben de ser amplias e importantes). Pero no hay duda de que cuando un gobierno toma arbitrariamente medidas confiscatorias, se arriesga a que las consecuencias sean negativas.

En caso de conocerlas, Chávez, por supuesto, desestimaría las enseñanzas de Smith. Después de todo, acaba de calificar de "necio" al secretario general de la Organización de Estados Americanos sólo porque expresó su preocupación con respecto a las propuestas de nacionalización venezolanas. De modo que, tal vez, podríamos limitarnos a enviarle al presidente y a su gabinete, un gabinete últimamente más radicalizado, un texto sencillo: La gallina de los huevos de oro, la fábula clásica de Esopo. Hasta sus partidarios de los barrios pobres de Caracas lo entenderían.

Paul Kennedy es catedrático de Historia y director del International Security Studies de la Universidad de Yale.

Traducción de Pilar Vázquez.

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