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Hundidos en una ciénaga

Javier Marías

Es curioso que quienes viven en ascuas, a la permanente caza de manifestaciones de “lenguaje machista” o “sexista”, o de palabras supuestamente denigratorias para cualquier colectivo o grupo, jamás muestren la menor preocupación ni protesten por los atentados continuos que se cometen contra el español, no sólo en la televisión y en la prensa, sino en los mismísimos libros. Eso prueba que sus inquietudes lingüísticas son enteramente falsas, o aún es más, que en realidad van aliados con quienes maltratan el castellano, dedicados todos a afearlo, a hacerlo más impreciso, a deformarlo, a empobrecerlo, a descafeinarlo, a privarlo de vocablos, a jibarizarlo, a empequeñecerlo, a desustanciarlo y a convertirlo en un magma confuso o en una ciénaga en la que los hablantes chapotean sin ningún sentido para acabar ahogándose invariablemente.

Ya hablé hace semanas de los vigilantes reiterativos del “todos y todas”, y hoy mismo he visto a un político vasco ?y no era Ibarretxe? incluirse ridículamente en un femenino esquizofrénico, al decir: “Y así nosotros, y así nosotras ?” (ha dado la impresión el hombre de no tener nada claro su sexo).

Pero también están ?ay, con este diario en lugar prominente, si no a la cabeza? los que nos instan a no utilizar nunca términos en sí mismos inocuos pero que ellos han tildado de “peyorativos” o discriminatorios”: decir de alguien que es “negro” no difiere apenas de decir de otro que es “rubio”, algo meramente descriptivo; proscribir “lisiado” o “tullido” nos obligaría a prescindir asimismo de “tuerto”, “manco”, “ciclán” o “cojo” (claro que ya se intenta que no hablemos de “ciegos”, pese al patrón tan ilustre que tienen, nada menos que Homero); condenar “gordo” al ostracismo equivale a desterrar “flaco”, “alto” o “bajo”, y así hasta el infinito. Hay quienes defienden estas erradicaciones con el argumento idiota de que cada colectivo tiene derecho a decidir cómo quiere llamarse. Y en efecto así es, pero no sólo cada colectivo, sino cada individuo: a lo que en cambio no lo tienen ni unos ni otros es a decidir cómo los demás hemos de llamarlos, esto es, a imponérnoslo. Los ciegos pueden considerarse “invidentes”, faltaría más, pero no obligarme a comulgar con el eufemismo, del mismo modo que mañana los aragoneses pueden acordar que se van a llamar “aragonicas” o “aragonaires”, y yo soy libre de no secundar su capricho; o si los ovetenses optaran de pronto por “oviedicas” o por “oviedoiros”: a mí qué me cuentan.

Lo llamativo, ya digo, es que todos estos policías lingüísticos no dediquen ni un esfuerzo a señalar los disparates que se leen y oyen a diario. Y no me refiero a los espontáneos, que siempre han existido: hace unos meses oí en televisión a una señora referirse así a un vástago muerto por drogas: “Mi pobre hijo, que Dios me lo tenga en conserva”. Sino a aquellos en los que incurren sin tregua personas con influencia: políticos, periodistas, traductores, escritores, responsables de informativos. A una de estas últimas, muy conspicua, le oí soltar el otro día que en tal sitio “no había nevado desde hace treinta años”, olvidando, como ya todo el mundo y El País el primero, que ese verbo hacer no es invariable y que, si ahora ya nevaba, la periodista tendría que haber dicho hacía. Otro informador, que se ocupaba de la crisis del Real Madrid, explicó que “Algunos jugadores no han pensado en el fútbol, ocupados en ganar dinero a ex-puertas, en actividades externas”, tomando la expresión “a espuertas” por algo así como “extramuros”. En una traducción me encuentro con que “aquello la sacaba de tino”, misterioso sustitutivo de “sacar de quicio” o “de sus casillas”. En otra, la frase que la Virgen lleva dos mil años respondiéndole al ángel de la Anunciación (“Hágase en mí según tu palabra”) se ha convertido milagrosamente en “Que así sea a mí de acuerdo contigo”. Claro que para ese traductor las enfermedades ya no “se contraen”, sino que “se adquieren”, y cuando las padecemos “nos encontramos en detrimento”.

También he visto tornarse “los cantos de sirena” en “los sonidos de las sirenas” (quizá para modernizar), o alegrarse de que en una pelea “el agua no llegase al río”, un río seco, se supone. Por no hablar de la fea costumbre actual de que todo el mundo “haga aguas” continuamente: el Barça, los matrimonios, los partidos políticos y las empresas; es de esperar que sean siempre aguas menores y no mayores, sobre todo si se trata de once jugadores en un estadio.

Pero una de las cosas más graves es la rápida desaparición de los verbos específicos de cada cosa: hoy (quizá es un influjo parcial del catalán) todo “se hace”: los crímenes y los delitos ya no se cometen, los golpes no se dan, las denuncias no se ponen, los sueños no se tienen, las frases no se pronuncian, las quejas no se elevan ni se presentan, las calumnias no se difunden ni se propagan, las guerras no se declaran ni libran, los perjuicios no se ocasionan ni causan, no se incurre en las contradicciones y ni siquiera se echan los polvos. No. Según he oído con mis oídos, en España hoy todas esas cosas “se hacen”. Si esto no es un empobrecimiento trágico, que resucite Lázaro Carreter y lo vea. Y si no está dispuesto ?se deprimiría?, que venga Manuel Seco y lo diga.

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