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Columna
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Un bosque en la Vía Láctea

El espectáculo de la naturaleza no puede ser fijado en contornos, ni sus límites bordeados. Nada puede acabar de definir su talla. Y cuando se ha intentado, su carácter sublime ha quedado reducido a una simple belleza. El arte da forma limitando, es el espejo de agua en el océano increado de poetas y musas, la medida humana de lo colosal. Imaginemos un bosque proyectado en la vía láctea. ¿Cuál sería su trasunto en el reino de las formas sensibles?, ¿cuáles sus reglas?, ¿quién lo construye y con qué? ¿Puede esa belleza limitadora manifestarse como una "naturalización" al infinito?

Las puertas que Cristina Iglesias ha creado para el Museo del Prado participan de esa cualidad equívoca del marco: se trata de una escultura que se quiere apresar y no se logra, que está adentro y afuera. Sin embargo, adorna, limita, encaja. No es el fin ni el efecto de algo bello, sino pura accidentalidad, el tránsito hacia un mundo posible que promete emoción y goce. Una silva fosilizada que esboza un movimiento de retorno desde la noche de los tiempos, cuando no era más que un reflejo en el firmamento. Inhabitada, encantada, la fragosidad que permitirá el nuevo acceso al Prado se divide y se multiplica, prepara al visitante para el despojamiento, pues es necesario que, más allá del bosque, la pintura se piense de otro modo.

Las puertas participan de las mismas inquietudes formales que trabajos anteriores, se pueden ver en las paredes de hormigón conectadas por marquesinas de alabastro que ofrecen perspectivas menguantes a ambos lados de la estructura, dando una sensación de profundidad y atrayendo al espectador a adentrarse físicamente en la pieza (One Room, 1993); en sus "celosías", de entramados geométricos, que paralelamente oscurecen y revelan un espacio interior al que podemos acceder; en sus "habitaciones de bambú" y "habitaciones de eucalipto" (1994-97), o en sus planchas de cobre (Políptico, 1999) que formatean arquitecturas reversibles. En la fuente pública que hace pocos meses se inauguró frente al Museo de Bellas Artes de Amberes, la artista propone de nuevo una escala cósmica: un estanque se abisma ante nuestros ojos, consiguiendo la ilusión de una fina garganta en la que se puede ver el fondo y donde el agua desaparece y aparece gracias al mecanismo de un temporizador. Su suelo es un bajorrelieve de hormigón con formas vegetales -hojas, hongos, conchas, trepadoras-, un humus nutricio que provoca el reflejo del pórtico en el agua. Al igual que Fuente, las puertas es una escultura que orienta, presenta, propone las diferentes vistas, pero es profundamente libre porque en ella no existe un núcleo central y organizador. Y en ese juego se somete a sí misma a su regulación, prometiendo el placer privado de conocer. La transferencia ingenua y desnuda a la pintura.

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