El arte de explorar los límites
Los hermanos Lumière, cuando inventaron el cine, creyeron haber ideado algo sin futuro, sin otro valor que el de dejar testimonio o rastros de lugares y hechos. La idea misma de poder narrar gracias a las imágenes les parecía absurda. En EE UU, Edison veía el porvenir del cine en los proyectores, no en las películas. En los dos casos se trataba de ingenieros, de científicos, de inventores pero no de artistas. Luego las cosas han evolucionado tal y como el lector conoce: muchas películas y poco cine.
Lo más interesante que hoy se hace en el terreno del cine lo vemos en espectáculos de teatro o de ópera. No es una boutade sino una realidad que tiene que ver con la curiosidad infantil de los creadores, ese deseo de ir a ver qué hay detrás de la puerta prohibida. Durante el pasado Festival de Aviñón fue Stefan Kaegi, con su espectáculo MnemoPark, puesto en pie gracias a un tren eléctrico y a cámaras de vídeo doméstico, quien mejor logró contarnos y hacernos sentir algo nuevo, concretamente sobre la vida de antiguos trabajadores de la empresa de ferrocarriles y sobre Suiza; ahora, en el Théâtre du Châtelet, el milagro vuelve a producirse en plena representación de La Pietra del paragone, de Rossini. La puesta en escena ha sido imaginada por Pierrick Sorin, uno de esos escasos artistas contemporáneos que se merece los elogios que se le dedican.
Sorin lleva años trabajando con el vídeo y los hologramas, exponiendo en el Pompidou, la Tate Gallery, el Metropolitano de fotografía de Tokio o en el Guggenheim neoyorquino. Es siempre el protagonista de los dispositivos que inventa, entre patéticos y cómicos, siempre muy ingeniosos. En esta oportunidad le han pedido que imaginara algo para esta primera ópera de Rossini, una obra sobre las apariencias y el cómo los mecanismos de la representación sirven para descubrir lo que hay detrás. Mientras los personajes de La Pietra del paragone se embarcan en sus ardides para averiguar si les aman por lo que son o por sus millones, Sorin y Giorgio Barberio Corsetti -el italiano se ha ocupado sobre todo de dirigir a los cantantes en su dimensión de actores- piensan que la ópera fabricaba grandes éxitos y no estaba sacralizada, que los espectadores coreaban o silbaban, aplaudían o abucheaban, determinando la forma definitiva de la composición. "Ocho meses atrás nunca había puesto los pies en un teatro de ópera. Lo poco que había visto gracias a la televisión me había quitado las pocas ganas", dice Sorin.
Con la puesta en escena facilitada por las cámaras de vídeo, Sorin idea decorados gracias a la incrustación electrónica y deja que sea el espectador quien haga su montaje entre primeros planos, planos generales y contraplanos. "Las cámaras permanecen fijas, de manera que la escritura visual es más propia del cine de los orígenes o de la historieta que del cine contemporáneo, en el que hay movilidad de la cámara y una multiplicación de planos", explica el artista.
El resultado es una ópera de Rossini revisitada por Méliès, es decir, un texto sobre los trucos del amor doblado de otro sobre los trucos con humor. Y una exploración de los terrenos que ha abandonado el cine en su empeño por fabricar imágenes, por concebir el mundo en términos de videoclip o de anuncio publicitario. Ya que los cineastas oficiales se sienten cómodos con una industria que les pide uniformización, el cine lo inventan fuera del cine, donde aún hay gente que disfruta creándose nuevas reglas que transgredir.
Babelia
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