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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Sadam, en capilla

Sadam Husein afirma en una carta divulgada ayer por sus abogados que ofrece su muerte como un sacrificio por Irak. Pese a su oportunismo, el dictador condenado a la horca por el asesinato de 148 chiíes en 1982, cuya apelación ha sido rechazada por el más alto tribunal iraquí, apunta una de las razones por las que sería un grave error cumplir la sentencia. La ejecución de Sadam, que algunos consideran inminente, no va a aliviar las heridas de un país en carne viva. Antes al contrario, puede avivar la violencia y hacer del déspota un mártir incluso para los suníes a los que fue relativamente indiferente mientras ejerció su brutal poder.

Irak, bajo un Gobierno de ocupación, decidió juzgar a Sadam por sí mismo. Con su negativa a recurrir a la justicia internacional de tribunales ad hoc -caso de Milosevic o Ruanda-, sus gobernantes querían demostrar, entre otras cosas, que tenían un sistema judicial operativo. El largo proceso, sin embargo, ha tenido muchos momentos de farsa. En su transcurso han sido asesinados tres abogados defensores y reemplazados otros tantos jueces. Relevantes organizaciones humanitarias han denunciado sus muchos defectos. No cabía esperar un proceso competente e imparcial de un tribunal sin experiencia. La justicia ha estado inveteradamente en Irak bajo control gubernamental y el proceso se ha desarrollado en un país ensangrentado por una guerra civil sectaria a la que ningún juez puede sustraerse.

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Pese a todas las limitaciones, el veredicto ha sido el que cabía esperar de un caso probado documentalmente y con evidencia irrefutable de testigos. Pero si la sentencia es justa, su aplicación sería una tremenda equivocación por parte del Gobierno del chií Nuri al Maliki. Y no sólo porque la pena capital, reintroducida por la nueva Constitución iraquí, es intrínsecamente perversa, incluso para monstruos como Sadam. Las autoridades iraquíes cobrarían fuerza moral en un momento crítico suspendiendo su aplicación, lo que además permitiría seguir enjuiciando al déspota por otros de los innumerables crímenes cometidos. La indiferencia popular con que la mayoría ha acogido la condena es una mala consejera para calibrar en el terreno práctico las consecuencias de ejecutarla. Explica, sobre todo, que en un país sometido a una atroz violencia y miseria, sobrevivir a la tragedia consume las energías de la mayoría.

Si el derrocamiento de Sadam no fue el esperado amanecer de la democracia en Irak, ni su posterior captura representó la pacificación del país árabe invadido por EE UU en 2003, su ajusticiamiento tampoco significará la reconciliación que predica el Gobierno de supuesta unidad nacional de Bagdad. Si Irak tiene alguna esperanza de apaciguamiento en los tiempos venideros, el cadalso no ayudará a conseguirlo, por mucho que a Washington le parezca un "hito importante".

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