Guerra en Somalia
Una nueva guerra en toda regla está en marcha en el cuerno de África, con la presencia de tropas y blindados etíopes en Somalia para ayudar al Gobierno reconocido e intentar evitar que caiga en manos del islamismo fundamentalista. Pese a las invocaciones a la negociación de las organizaciones internacionales, el espectro de un conflicto regional con decisivas implicaciones religiosas cobra fuerza con el llamamiento de los integristas somalíes a los musulmanes del mundo para que se alisten a la yihad y lleven su lucha hasta la misma Addis Abeba. El hecho de que Washington apoye al Gobierno secular somalí y a Etiopía amplía el eco de este toque a rebato.
La mísera Somalia, azotada sin pausa por conflictos civiles, golpes de Estado y tiranías -además de sequías bíblicas-, es campo de batalla de encontrados intereses regionales. Los somalíes no han conocido tregua desde que en 1991 se desplomara la dictadura de Siad Barre, sostenida durante 30 años por la URSS. El último vuelco de su ensangrentada historia arranca en junio pasado, cuando las milicias islamistas que pretenden imponer la sharia conquistaron Mogadiscio, la capital, después de meses de combates. Desde entonces, han ampliado su control a otras zonas del país musulmán gracias al apoyo popular y a la escasa resistencia de los caudillos locales y de un Gobierno reconocido internacionalmente, pero carente por completo de poderes y territorio y ahora acorralado en la ciudad de Baidoa.
Bin Laden predicó en su día un tercer frente yihadista en el cuerno de África, tras Irak y Afganistán. La gravedad de que un país roto y sin vestigio de autoridad central en esta encrucijada estratégica caiga en manos de admiradores de Al Qaeda se acrecienta con la intervención exterior en marcha. En Somalia, hasta una decena de Gobiernos han roto el embargo de armas decretado por la ONU. La presencia militar de Etiopía, para quien el triunfo del islamismo radical en su patio trasero es impensable, y a quien los somalíes ven como un imperio colonialista cristiano, ha desencadenado la de su archienemigo histórico Eritrea, que apoya con armas y entrena a las milicias integristas. Las implicaciones de esta superposición sólo pueden ser funestas
en una zona explosiva, donde se siguen arrastrando reivindicaciones étnicas y territoriales que han causado varias guerras. La última enfrentó a Etiopía y Eritrea entre 1998 y 2000.
Sólo una enérgica acción internacional puede detener la catástrofe, pero tal posibilidad parece remota. Estados Unidos, que todavía recuerda su desastrosa experiencia en el país africano en 1993, pretende, contra la opinión de la Unión Europea, el envío de cascos azules. El Consejo de Seguridad aprobó hace un mes una resolución, a iniciativa de Washington y con apoyo etíope, para despachar tropas de pacificación a Somalia. Pero nadie ha hablado de cómo, quiénes y cuántos serían o qué harían en este infierno desértico de guerra del fin del mundo.
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