_
_
_
_

Feliz Navidad

Almudena Grandes

Las angulas, por ejemplo…

Mientras hace la compra más importante del año, habla consigo misma para matar el tiempo, que se ha ido acumulando de cola en cola desde hace más de dos horas. Recuerda otras navidades, cercanas y remotas, y no quiere pensar en las personas que se han ido, las que le faltan, las que le faltarán siempre hasta que a ella empiecen a echarla de menos en otras nochebuenas que nunca vivirá. Prefiere pensar en los objetos, en los alimentos, en la decoración o la música de otros tiempos, elementos de la memoria inerte, que también entristece, pero duele menos.

Las angulas, por ejemplo. Cuando ella era pequeña, en casa de sus abuelos solían poner angulas. No todos los años y siempre muy pocas, pero angulas de verdad. Los niños solían estar excluidos de su beneficio, pero su abuelo Manolo, el primer hombre importante de su vida, entraba en la cocina con un tenedor camuflado para robar unas pocas allí, otras pocas allá, y se encerraba con ella en un cuarto de baño, a ver, abre la boca y cierra los ojos, así… ¡Cómo le gustaban aquellas angulas clandestinas! Aquello sí que fue una buena historia de amor, piensa, mientras el pescadero canta el número 36. Pero ella lleva el 12, y las angulas que no ve, las que quizá tengan guardadas en la trastienda para ahorrarle a la clientela el escándalo de su precio, la devuelven al calor de su abuelo, a su pelo blanco, a su sonrisa irónica, a su forma de mirarla por encima de las bifocales, al amor parcial y absoluto, apasionado e incondicional, que una vez la convirtió en una niña única, la mejor, la más escogida, la más querida del mundo. Eso le pone triste, y deja de pensar en las angulas.

Más información
El paisaje de la normalidad
La reina Valentina

Tampoco quiere pensar en las ostras, y eso que va a comprar. Pero luego, con el follón que se va a armar en su cocina, cuando se dé cuenta de que le faltan tenedores y no sepa de dónde va a sacar las dos sillas que necesita para sentar a toda su familia, las ostras no le harán daño. Alguien las abrirá y ella ni siquiera se enterará de quién ha sido. Así no tendrá que recordar la belleza de su madre, el pelo negro, tirante, los ojos tan bien pintados como ella nunca ha sabido hacerlo, vestida de punta en blanco, pero con delantal y zapatillas, mientras peleaba con su caparazón como un esforzado caballero medieval. Su madre nunca decía tacos, excepto en Nochebuena, cuando intentaba abrir las ostras. Entonces sí. Entonces lo hacía, y con tanta gracia que todos se partían de risa. Aquel empeño la devolvía a su infancia de madrileña castiza y ponía en su voz, en sus insultos, un imposible acento de personaje de Arniches. Por eso no quiere mirar las ostras cerradas, no le gustan.

Su familia en Navidad siempre ha tirado la casa por la ventana. Ésa era la tradición, y ella la cumple. Le dan igual los consejos de las asociaciones de consumidores, que llevarán razón, ella no dice que no, pero chocan de frente con la tradicional insensatez derrochadora de sus padres, de sus abuelos, que ahorraban para gastar, para abandonarse al ritual de los banquetes sobredimensionados con una alegría que nunca tendrá precio. En su casa, el único que apreciaba el buen champán era y es su tío Javier, pero su padre siempre compraba dos o tres botellas francesas y carísimas. ¡Hala, a bebérselas! Y se las bebían, claro que sí, pues no faltaría más. Pero eso no, piensa ella, papá no. Papá no, porque hay ausencias que desgarran, y queman, y arrasan, y los ojos nunca se acostumbran a mirarlas por dentro, y no es cosa de ponerse a llorar en la cola de la pescadería, ahora que le va a tocar. Así que intenta pensar en otra cosa, cualquiera, la que sea. No está muy segura de ir a conseguirlo, pero entonces, como la campana que anuncia el fin del asalto para un boxeador que sólo alcanza ya a codiciar el suelo, suena el teléfono.

Es su hermana otra vez, la cuarta en lo que va de mañana. Que Alicia viene con su novio, ¡ah!, pues muy bien, y que tu hermano el ausente se lo ha pensado mejor y viene con todos los niños, ¡ah!, pues estupendo también, pero vamos a ser treinta y uno, ¿tantos?, sí, bueno, ya me arreglaré, ¿cómo?, no lo sé, y se echa a reír.

Ahora no le van a faltar dos sillas, sino siete, y seguramente cucharas además de tenedores, aunque por la comida no hay que preocuparse. Va a seguir sobrando, porque el derroche es lo que tiene… Pero, sobre todo, las incorporaciones de última hora neutralizan las amenazas de su memoria. Treinta y uno, piensa, treinta y uno… Y cuando por fin le llega el turno, incrementa las cantidades que lleva apuntadas en un cuaderno, y ni se acuerda de preguntar si hay angulas.

Feliz Navidad para las personas sensatas. Las insensatas ya tienen la suerte de tener problemas.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_