Farsa libia
La decisión de un tribunal de apelación libio de volver a condenar a muerte a cinco enfermeras búlgaras y un médico palestino, acusados de infectar deliberadamente el virus del sida a varios centenares de niños en un hospital de Bengasi hace ocho años, es un nuevo insulto a la inteligencia. Así lo refleja la instantánea condena internacional ante la remota posibilidad de que Trípoli se atreva a mandar a los seis profesionales sanitarios frente a un pelotón de ejecución.
La contumacia judicial, tras siete meses de revisión de la causa, ignora la abrumadora evidencia científica presentada ante el tribunal. Los testimonios de máximos expertos en sida concluyen que la infección de los casi 500 niños fue anterior a la presencia en el hospital pediátrico de los seis condenados, que llevan casi ocho años encarcelados, y con toda probabilidad se debió a las pésimas prácticas higiénicas del centro. La teoría del compló foráneo contra Libia para utilizar a sus niños como cobayas puede tener predicamento en un país sometido durante décadas a un intensivo lavado de cerebro -la sentencia ha sido acogida con júbilo popular-, pero no resiste el mínimo análisis.
Muammar el Gaddafi asombró al mundo hace tres años abjurando de su pasado patrocinio del terrorismo y anunciando su voluntad de rehabilitarse. Los pasos más llamativos fueron la renuncia a sus arsenales químicos y las indemnizaciones millonarias pagadas a las víctimas del atentado ejecutado por sus servicios secretos al hacer estallar un avión de pasajeros sobre Escocia. Al dictador libio le ha ido muy bien. Ha recuperado el diálogo con EE UU y han vuelto las inversiones masivas al petróleo y el gas del país norteafricano. El cumplimiento de las sentencias arruinaría irremisiblemente esa aproximación a Occidente tan trabajada.
La exigencia de justicia de los padres de los niños, de los que medio centenar han muerto ya, debe ser satisfecha. Y garantizado el mejor tratamiento posible para los que viven con la terrible incertidumbre. Pero no por los procedimientos de explotar la xenofobia o exigir a Sofia, como ha hecho Trípoli, indemnizaciones astronómicas que, además de inasumibles, equivaldrían a una impensable asunción de culpabilidad por Bulgaria. Lo que cabe esperar de esta sórdida farsa es un desenlace civilizado que aúne la reparación hacia las víctimas y el fin de los casi ocho años de pesadilla para los acusados. Gaddafi, sin cuyo conocimiento no se mueve un papel en Libia, puede y debe hacerlo.
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