Memoria de dos hombres
Qué tranquilizador resultaría que la expresión memoria histórica no se refiriese al arrebato emocional que embarga a España, pero también a otros países, por el que se llega a este aberrante contrasentido: individuos que no han cometido crimen alguno han de pedir perdón a individuos que no han sido víctimas de ningún crimen, y viceversa. Que en lugar de entenderse como subrepticia pasarela para seguir proyectando la culpa o la inocencia de los antepasados sobre los descendientes se tratase de una evocación de hechos que invitan a la reflexión desinteresada pero no descomprometida, realizada desde ópticas diversas, aunque siempre dejando que las leyes se dediquen a lo que se han de dedicar las leyes, que los jueces impartan justicia y que la política sirva, como decía Tucídides, para evitar que el odio sea eterno. Que consistiera, por ejemplo, en analizar la tormentosa y a la vez conmovedora relación que se estableció entre dos hombres a los que el destino colocó frente a la más amarga de las tareas: administrar, no el triunfo de una causa justa, sino su trágico naufragio. Y administrarlo, además, desde la radical discrepancia.
Azaña encargó a Negrín formar Gobierno después de que Largo Caballero, "el Lenin español", hubiera demostrado más habilidad para la retórica que para la conducción de la guerra y, al mismo tiempo, para contener el movimiento revolucionario que había desbordado, desde dentro, la legalidad republicana. En un primer momento, el aprecio es mutuo: la conversión de las milicias en un ejército regular es un objetivo compartido, y Negrín realiza la titánica tarea de hacerlo avanzar sin menoscabar, por otro lado, las operaciones frente a los rebeldes. Pero una vez que la República ha conseguido más o menos imponerse a la revolución, comienzan las insalvables diferencias entre los dos hombres, que se mantendrán hasta el instante mismo de la derrota. Azaña, que da la guerra por perdida, piensa que la República debe aprovechar su renovada capacidad de resistir para promover una paz política y humanitaria; luego, ya sólo humanitaria. Negrín, por su parte, entiende que el objetivo debe ser el de disolver la guerra de España en el inminente conflicto europeo; es decir, razona desde el sobrentendido, que no desmiente el pesimismo de Azaña, de que la República no podrá ganar la guerra por sí misma. La paradoja del enfrentamiento en torno a este punto es que ambos tienen razón frente a quienes se presentan como tercera España y, al retirarse asqueados ante la carnicería, fungiendo de liberales, en realidad están abandonando a su suerte una legalidad atacada desde dos frentes, no desde uno: el de los sublevados y el de los revolucionarios. Pero, a la vez, ambos están equivocados. Azaña al suponer que los rebeldes aceptarían cualquier salida que no fuese la rendición incondicional, a la que harían seguir un brutal ajuste de cuentas. Negrín al imaginar que Hitler abriría otro frente europeo antes de haber cerrado el español.
Cuando los ejércitos alemanes avanzan imparables sobre el territorio francés, Azaña queda en una zona de peligro, junto a la costa atlántica. Negrín, el adversario con el que se había cruzado agrios reproches, se presenta inesperadamente en la casa que ocupa el antiguo presidente de la República y, advirtiéndole del riesgo, le ofrece una plaza en el avión que le llevará a Inglaterra. Azaña, ya muy enfermo, rechaza el ofrecimiento de Negrín, pero le dice: "Con haber venido, ya ha hecho usted más que muchos". Poco después, Azaña muere en Montauban. Es enterrado bajo la bandera de México. Negrín acabará sus días en París, tan incomprendido y solitario como lo fue Azaña.
Lástima que la expresión memoria histórica se refiera hoy a una extraña escaramuza política y no, por ejemplo, al esfuerzo de desentrañar las lecciones en verdad universales que laten bajo la forma en que dos hombres, por igual acertados y confundidos, enfrentaron la mayor tragedia colectiva que ha vivido España.
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