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Columna
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XXL

Jesús Ruiz Mantilla

Las armas de doble filo a veces nos atraen con la fuerza de un misterioso campo magnético. Más a todos aquellos que siempre nos ha gustado, por norma, llevar la contraria. Cuando era niño y adolescente no había cosa que me produjera más placer que discutir con mi familia y sacar de quicio a doña Sagrario, la directora del colegio, por el mero hecho de que después nos metiera una señora bronca llamándonos herejes y hechiceros. Mi familia ahí sigue, pero la pobre doña Sagrario murió dejando todo un frente abierto en mi vida que no acababa de llenarse.

Hasta que a Dios gracias llegó Elena Salgado y su sana cruzada por la salud de todos los españoles. He de reconocer que en algunas cosas se ha lucido, pero en otras se le ha ido un rato la mano. Como esta semana pasada. No había sentido la más mínima atracción fatal por aquella hamburguesa del burryking, que diría mi adorada Elvira Lindo, hasta que la torpe contracampaña de la agencia alimentaria llamó la atención al respecto. Casi 1.000 calorías dicen que encierra ese bocadillo con carne de vacuno, queso, bacón, pepinillos y aderezado con salsas, al asequible precio de menos de dos euros.

Así que el viernes por la noche entré, lo confieso, a uno de esos antros sodomitas que alientan en nuestro Madrid global el pecado posmoderno de la gordura y el sacrilegio sin remisión de la búsqueda del michelín, provocación máxima de nuestra era. Lo hice en parte gracias al anuncio de las autoridades sanitarias. El del burryking me había pasado totalmente inadvertido. Es tan soso que pensé que se trataba de una artimaña de grandes almacenes para despertarnos el hambre consumista -ése sí que tiene delito- de los reyes magos.

Me gustó, eso sí, que alguien por fin lanzara una ración de algo que fuera de mi talla. Un placer que, por cierto, no me dejan encontrar en las tiendas de ropa ya que el talante fascista de los modistas y los diseñadores que te miran por encima del hombro si usas más de una 40, impide que los gordos nos vistamos más que como jubilados. La brillante idea de nuestros guardianes de la salud ha producido un efecto tronchante, como cuando los curas arremeten contra el condón y nos ponemos todos a retozar o señalan con el dedo a algún artista blasfemo y se llenan los teatros. El local estaba a rebosar de jovencillos bastante estilizados, por cierto, que atendían la cola y que pedían de todo, hasta las ensaladas y los bocadillos de pollo que también ofrecen estas denostadas cadenas. Después de esperar un cuarto de hora largo, me atendieron dos chicas orondas a las que pedí el menú de 5,95: la famosa XXL, con patatas y coca light, para contrarrestar. "¿No me quedaré con hambre?", pregunté. "No creo", me contestaron entre sonrientes y desconcertadas.

Con hambre no me quedé, pero sí con ganas de comer. Quiero decir... Abrí la envoltura y levanté la tapa superior del pan para fisgar. Temí que en alguno de sus pisos entreverados de sustancias con grasas saturadas y plagadas de colesterol del malo se me apareciera Elena Salgado gritando: "¡Detente, detente, goooorrrrdo!". Pero no. El olor no producía efectos alucinógenos pese a parecerme una mezcla a plástico quemado y vinagre.

A eso precisamente me supo y por eso me quedé con ganas de comer, porque la ya famosa XXL, un deleite para el paladar, no es. Resulta lo más parecido a lo que mi amigo francés Christoph hubiese definido como "un atascaburras o revientacristianos". En fin, horrible. Mucho menos y por más que se empeñen los inquisidores de la vida sana en llevarlo a los altares de la transgresión, está al nivel de uno de los sabores más excelsos que se pueden reivindicar: el sabor de lo prohibido.

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El caso es que nos seguimos enfrentando a la bochornosa amenaza de quienes se obcecan en señalar todo lo que tenga que ver con la gordura: esa "epidemia", dicen los muy bestias, para que la gente se aparte y salga huyendo cuando nos vea por la calle. Nos están catapultando como auténticos antihéroes de la posmodernidad. Esa era en la que se ensalza y se purifica el aspecto cadavérico de las top models en los huesos por las pasarelas como iconos a imitar, y los modistas desafían la lucha contra la anorexia con la soberbia de aquellos sumos sacerdotes que no permiten la más mínima desviación contra la norma de su propia estética tan impuesta como irreal.

Que haya calma. La libertad consiste en la sabiduría de saber elegir y ya todos somos mayorcitos. Yo, por mi parte, mañana mismo me pongo a régimen, pero de chorradas.

Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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