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Memoria del paladar

La comida para el autor del texto es más que una obra de arte, resulta un placer sensual, un goce de la vida. En su nuevo libro, 'Comer y beber a mi manera', del que ofrecemos un extracto, habla de manjares, pero también de amigos, viajes y recuerdos

Manuel Vicent

El nuevo libro de Manuel Vicent, Comer y beber a mi manera (Alfaguara), es una reflexión en la que su autor repasa literariamente "lo que he comido a lo largo de mi vida". Como todo recuento personal, se puede afirmar que se trata de un libro autobiográfico en el que los recuerdos de platos, gentes y lugares ofrecen al lector una semblanza de quien los escribe. No es tanto un libro de gastronomía, por más que se ofrecen diferentes recetas, ni, probablemente, las consideraciones de un experto en exquisiteces culinarias, sino de alguien que disfruta con la buena mesa y la buena sobremesa.

La coca del faraón

La rebanada de pan con aceite es el alimento más primitivo y terrestre de nuestra cultura. En Denia suelo tomar uno de sus derivados, que he bautizado con el nombre de coca del faraón. Sus ingredientes son humildes y esenciales: harina de trigo amasada con aceite de oliva y sal, con una austerísima anchoa o sardina encima y puesta al horno de leña de monte, con espinos, zarzas y aliagas, que la dejan perfumada de fuego silvestre. Esta vianda tiene más de tres mil años de antigüedad. Está pintada en las paredes de las mastabas de Menfis y de otras tumbas en el Valle de los Reyes en tiempos de Ramsés II y también apareció petrificada dentro de una copa de oro del tesoro de Tutankamón. ¿Qué más se necesita para comerla con absoluta devoción? […]

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En El Pegolí de Denia

Éstos son los ancestros de las salazones de mi infancia, pero su espíritu sigue en pie. Hoy tomo las que me regala Pepe el del Pegolí. Hace poco me dio una barra de mojama de medio metro de longitud mientras compartía mesa en su restaurante con Manolo Gutiérrez Aragón. No he visto cara de placer más intenso que la de este cineasta cuando la partí con un cuchillo y le cedí la mitad. Gutiérrez Aragón suele ser muy comedido a la hora del almuerzo, pero de noche se entrega a los placeres de la mesa. Aquel día hizo una excepción. A las tres de la tarde en El Pegolí entró en una especie de espiral y arrasó con todo, ensaladas como fallas de Valencia, salazones, espárragos como misiles, gambas rojas, cigalas, arroz a banda y, para terminar, otra falla de frutas. Es el material de un menú único y obligatorio con el que Pepe el del Pegolí trata de vencer a sus clientes por derribo hasta verlos a las patas de la mesa. […]

Pistachos de Bagdad

Un fotógrafo de prensa me trajo de regalo unos frutos secos de Bagdad. Los compró cerca del hotel Palestine a un vendedor fundamentalista que defendía su puesto callejero de los ladrones disparando al aire con un Kaláshnikov colgado en bandolera sobre la chilaba. Eran nueces, almendras y pistachos. Venían envueltos en la hoja de un periódico local cuyos titulares, en caracteres árabes, imaginé que aludían a la explosión de un coche bomba con decenas de cadáveres destripados. Del fondo de ese cucurucho pringado de hipotética sangre los rescaté para trasladarlos a un recipiente de cristal, donde brillaban con una luz muy ascética.

Los pistachos eran morados con vetas verdes; las nueces tenían forma de cornezuelos y estaban adobadas con una clase de miel que había dejado en ellas unas motas rosadas; las almendras eran muy primitivas, de piel terrosa, con estrías apretadas, como serían las que metió Abraham en el zurrón antes de partir desde Ur hacia tierras de Canaán. Además de almendras, nueces y pistachos, en el frasco de cristal había un fruto seco que nunca había visto hasta entonces. Se trataba de una extraña semilla de color granate con la intensidad del rubí, e ignoro a qué sabía. Estos frutos secos habían resistido todos los bombardeos de Bagdad, todo el odio entre chiitas y suníes, todos los coches bomba en la puerta de las mezquitas y mercados. Puede que un misil de racimo hubiera aventado el tenderete donde se exhibían al sol y después su dueño los hubiese rescatado del polvo mezclados con sangre humana y de perro para ofrecérselos de nuevo a los clientes. Por delante de ellos habrían desfilado carros de combate, camiones con marines y otros puerco espines de acero, pero estos frutos secos habían llegado hasta mí cargados de espiritualidad. Antes de consumir los frutos secos de Bagdad acompañando un oporto me hice traducir por un árabe amigo la página de periódico en que venían envueltos. Contra lo que suponía, en ella no se aludía a ninguna crueldad de la guerra. Sólo era el fragmento de un cuento oriental: un hombre extraviado en el desierto bajo una luz cenagosa creía reconocer en cada duna la figura de su amante perdida, pero el relato se interrumpía con la página rasgada. Traté de terminarlo por mí mismo probando la semilla desconocida y sabía a hierro oxidado. […]

Endibias

En tiempos de la revista Hermano Lobo, entre 1972 y 1976, una noche a la semana, un grupo de humoristas nos reuníamos a cenar en el restaurante Casa Picardías de Madrid para planificar el número siguiente. Sentados a la mesa estaban Forges, Chumy Chúmez, Perich, Ops y Summers con Umbral, Cándido y José Luis Coll, entre otros.

-¿Qué van a tomar? -preguntaba el camarero.

-Yo quiero de primero una ensalada de endibias -dijo Forges una vez.

-¿Endibias? ¿Eso qué es? -preguntó Chumy.

-Endibias es eso que tú me tienes a mí -contestó Forges ante la carcajada de toda la mesa.

Llegadas de Holanda, las endibias acababan de entrar en todas las cartas de los restaurantes españoles, pero, al parecer, el genio de Chumy Chúmez lo ignoraba. El ligero amargor que llevan en su alma era una novedad para nuestro paladar. En seguida sus cogollos y sus hojas en forma de barquichuelo fueron cargados con salsa de queso de Roquefort y con otros aditamentos hasta hacerlos absolutamente sociables. […]

Paella de intelectual

La paella dubitativa la suele guisar un artista o un intelectual. Así se las he visto hacer a Berlanga, a Joan Fuster, a Manolo Vázquez Montalbán, al escultor Amadeo Gabino, a los pintores Eusebio Sempere y Paco Farreras, al cineasta García Sánchez. A la hora de decidir en el último momento si acrecientan, disminuyen, apagan o no apagan el fuego, una cuestión, al parecer, de mucha profundidad filosófica, los intelectuales y artistas gastrónomos se ponen las gafas, sacan con la cuchara de palo unos granos de arroz de distintas latitudes y los acercan a los ojos quemados por mil libros leídos y lienzos pintados, se quedan pensativos y, a continuación, actúan poseídos por la duda metódica. Tal vez ignoran que el punto del arroz es un ente metafísico, inalcanzable, que siempre está más allá. Entonces comienzan a poner excusas, que el agua no es de Valencia, que el fuego es de gas y no de leña de naranjo, como debe ser, que no han encontrado garrofó en el mercado, que las verduras son congeladas. Su duda se hace explícita cuando piden ayuda a otros para que prueben el caldo para cerciorarse de cómo está de sal. Son dificultades autoimpuestas ante el cataclismo que se avecina, pero la paella tiene la ventaja de que siempre se come tarde y con hambre, por eso el cocinero se cabrea mucho si ve que los invitados toman demasiados aperitivos. […]

Juan Mari Arzak, frente al premio Nobel

Sucedió en la Zona Rosa de la Ciudad de México, en el restaurante Tezca, una franquicia de Juan Mari Arzak que gobierna el joven cocinero donostiarra Bruno Oteiza. Coincidí allí en una agradable cena con la embajadora española Cristina Barrios, con Gabriel García Márquez, su mujer, Mercedes, y otros amigos. […]

Esa noche ocurrió algo que puso en evidencia que el ser humano le da muchísima más importancia al estómago que al cerebro, cosa que yo había sospechado desde tiempos muy remotos. García Márquez y Arzak estaban sentados uno junto al otro, pero el premio Nobel ocupaba el primer plano, cerca del pasillo de salida. Apenas hubo un cliente que antes de abandonar el restaurante no acudiera a nuestra mesa para saludar y felicitar al famoso cocinero. Y para darle un abrazo tenían que hacerlo sobre la espalda del premio Nobel e incluso con algún codazo en la nuca.

-Gracias, Juan Mari. En mi vida he degustado un pichón con cerezas como el de esta noche. No lo olvidaré nunca.

-Me alegro -decía Arzak.

-Enhorabuena, Juan Mari, por esa sopa de ostras con zumo de espinacas y perejil.

Entre los clientes agradecidos y el cocinero se encontraba un premio Nobel al que ninguno de los comensales que salía del restaurante con el estómago agradecido se dignó dirigirle ni siquiera una frase de admiración, pese a que la imagen de García Márquez en México es sobradamente conocida.

-¿Cómo has conseguido ese milagro del bogavante con los macarrones de cebollino? -le preguntaba uno.

-¡Divinos esos cogollitos! Volveremos muchas veces para ser felices.

Yo veía a García Márquez cada vez más hundido en una evidente depresión. Ni una palabra, ni una sonrisa, ni una mirada para él. Sin duda, pensaba como yo que era más agradecido inventar unos cogollitos gratinados que escribir Cien años de soledad. […]

Pasión por el queso

Quesos los prefiero todos, cada uno ligado a un estado de ánimo, acompañado con un vino exacto, tinto y con cuerpo, servido después del segundo plato y antes del postre. […] De los mil quesos posibles, el de cabra es el que me lleva a las montañas pentélicas de la Ática, a la Judea del Antiguo Testamento y al desierto de Mahoma. […]

Todos los caminos conducen a la mesa

Esta vez toda la ilusión del viaje consistía en llegar al café de Flore, en el bulevar Saint Germain de París, para comerme uno de los tres o cuatro huevos duros que allí en un cuenco en cada mesa se dejan a merced de los clientes, junto con un salero. Para llegar hasta esa meta gastronómica y poder compartirla con la memoria de Albert Camus y Jean Paul Sartre tuve que cruzar Francia desde la Provenza. Para abrir boca, primero fui al restaurante Le Moulin de Mougins, cerca de Cannes, situado en un paraje donde la sombra de Picasso aún reinaba desde su residencia de La Californie. Allí, con un granité de gingembre au vin d'épices en el plato, me rendí por primera vez ante la capacidad que tiene Francia para transformarlo todo en literatura. La cocina francesa es una creación verbal o escrita como pura ficción en las cartas de los restaurantes. La cocina francesa no existe más allá de la cocina de cada región, servida por camareros exquisitos y cabreados. En la carta que se entrega a las mujeres no consta el precio de los platos. Las mujeres a estos efectos no existen. Sólo son objetos de lujo. Otra ficción.

Camino de París pasé por Lyón, el reino de Paul Bocuse y de Alain Chapel. En el restaurante Troisgros, lleno de comensales de la alta burguesía cuya mandíbula había adquirido un tono violeta a causa del placer, me vi envuelto en la experiencia de la nueva cocina, plato grande, ración pequeña, comida para destentados. Y entre la tiranía del maître y el desprecio del somelier participé en la disputa escolástica que enfrenta al vino de Burdeos y al de Borgoña.

El restaurante del hotel Crillon, de París, aún permanecía bajo la dictadura del jefe de cocina Jean Paul Bonin. Entre candelabros, lámparas y alfombras persas había comensales sumamente refinados, aunque no tanto como sus perros de aguas, con los que compartían la misma cuchara a la hora de degustar a medias la petite soupe de homard en gratin crémeux. Entré en el comedor del Crillon como quien asiste a un espectáculo culinario, aunque en el hotel Negresco de Niza ya había visto a un caniche sentado en un taburete a la mesa, con una servilleta de hilo en el pescuezo, entre sus amos, atendido con gran deferencia por el maître.

Después tuve que circular por el alto laberinto gastronómico de París: La Tour d'Argent, donde Claude Terrail unificaba todas las tendencias e ideologías con un feuilleté léger de truffes noires de Vaucluse à l'huile vierge. A continuación había que experimentar el deseo de amar y ser amado comiendo en el restaurante Taillerant o degustar la cocina cartesiana en Chez Allard o ir a comer a Lasserre, donde lo hacía Malraux, o conocer la tecnología punta del momento en Lucas Carton. Por puro esnobismo fui a caer en Maxim's y allí me ofrecieron un pato vendado que olía a muerto, cuando este restaurante, a espaldas del Crillon, pertenecía ya a Pierre Cardin. Mala cosa.

Por fin pude comerme el huevo duro del café de Flore, y cruzando la calle entré en la famosa Brasserie Lipp, donde fui presentado al dueño, Roger Cazes. Políticos, periodistas, intelectuales con larga bufanda negra, bailarines de l'Opéra y artistas decadentes formaban la clientela. Por ese local habían pasado todos los importantes de este mundo, excepto los turistas, a los que el dueño vedaba el paso controlando personalmente la puerta. Y una vez admitido, bien por el nombre, bien por la pinta, allí dentro lo que más se valora es la situación de la mesa a la que eres asignado. Me comí media docena de ostras de Saint-Nazaire en primera fila viendo pasar a todos los finos de París. […]

Alcoholes

En Nueva York, después de cruzar a pie el puente de Brooklyn por su pasarela de madera, no está mal recalar en el River Café para tomar un dry martini y contemplar la línea del cielo de Manhattan reflejada dentro de la aceituna. Cuando lo hice la última vez ya habían desaparecido las Torres Gemelas, y el glamour del café, que Woody Allen puso de moda en sus películas, también había sido arruinado por los turistas. Pese a todo, sigue siendo un buen lugar para ver pasar las gabarras por el East River al atardecer mientras se incendia el cristal de los rascacielos tomando un dry martini lentamente en la terraza al borde del agua.

Una pinta de cerveza Guinness hay que beberla en el Davy Byrnes, en Duke Street de Dublín, el mismo pub donde se emborrachaba James Joyce con los bigotes llenos de espuma tostada. Los bares famosos donde he bebido rodando por el mundo en distintos viajes son ya muy turísticos, pero hoy uno debe hacerlo imaginando que en el planeta sólo quedas tú, el licor y el camarero que te atiende. Así lo sigo haciendo con el campari en la terraza del Rosati, en la plaza del Popolo de Roma, y una vez allí, entonces no está prohibido imaginar que mi asiento bajo los toldos lo hallo caliente porque se acaba de levantar Alberto Moravia. Me gustan los sabores amargos de las bebidas italianas de aperitivo.

Por supuesto, el daiquiri habría que tomarlo en el Floridita de La Habana, preparado por el barman Constante, a ser posible, sin pensar que también lo tomaba en ese lugar el ubicuo e inevitable Hemingway, cosa imposible aunque uno vuelva la espalda a la escultura que han erigido en su rincón acordonado con terciopelo.

Para un Jack Daniel's ven-dría bien el desaparecido Sardine Club de Chicago oyendo blues a medianoche. Para el vodka hay que ir al bar del hotel Europa de San Petersburgo; para el gin tonic, al bar del Palace de Madrid o a los salones del hotel Cathai de Shanghai, donde pararon los mejores artistas atraídos por el opio; para la cerveza Pilsen, al hotel Paris de Praga; para un oporto al belvedere, al hotel Villa Politi de Siracusa a media tarde, contemplando el foso de la latomía de Capuchinos que un día pintó Paul Klee y antes algunos prerrafaelitas; para el licor de moras podrá valer el balneario de Marienbad bajo la nieve, y el calvados elaborado con manzanas benedictinas necesita la galería del Gran Hotel de Cabourg, que es el Balbec de Marcel Proust, en la Normandía; y el Harry's Bar de París o de Venecia para cualquier alcohol que a uno se le ocurra. Siempre que no sea champán, un vino con bolitas que los franceses inventaron para que las mujeres pudieran beberlo en público sin que los hombres pensaran que eran alegres, pero no putas. […]

'Comer y beber a mi manera', de Manuel Vicent (Alfaguara), con ilustraciones de Alfredo Alcaín, se publica esta semana.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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