Incierto noviembre
Antes de que los meses se contaran por el número de bajas norteamericanas en Irak -entrando así en una macabra rutina cuyo otro polo sería que los muertos iraquíes no se cuentan por meses, sino de una sola tacada: sobresaltan, pero no lastiman- podíamos asegurar que noviembre era un mes sin expectativas que, sin embargo, en ocasiones cumplía con creces. Por ejemplo, hubo una muerte anunciada, pero postergada, cierto 20-N (adiós a Franco), y otra, inesperada (adiós a John F. Kennedy), que cambió el rumbo de Estados Unidos, cierto 22-N.
En general, noviembre es un mes-viernes, un mes tierra de nadie, en el que nada empieza ni acaba, quizá debido precisamente a que su forma de inicio consiste en un homenaje a lo que ya no es ni está, a todos los santos y a todos los muertos.
No hay principio ni final de curso en noviembre. Ni promesas increíbles que hacerse, como dejar de fumar, dejar de rascarse la nariz en público, dejar de perseguir al hombre de tu vida -quien, tratándose de este mes, quizá resulte el hombre de alguna de tus muertes-, ponerse a dieta, ponerse crema hidratante o ponerse borde con mayor frecuencia, siempre que la ocasión lo merezca.
Si noviembre fuera un rancho -como decía Rita Hayworth en Gilda hablando de sí misma-, habría que llamarlo tierra de nadie.
Estas sesudas a la par que irrelevantes reflexiones me sobrevienen antes de entrar en un noviembre beirutí -escribo el 31 de octubre, no lo olviden- con previsibles trastornos climáticos alternos consistentes en: a) grandes tormentas acompañadas de aparatosos rayos y truenos, con un fresquillo y unas humedades algo molestas, pero no mortales; b) días soleados que calientan como una primavera de esperanza. En ambos casos sobrevuelan aviones cargados de gente que se va. Desde mi apartamento en Hamra, que da a la parte posterior del decrépito hotel Wiener donde Arafat solía albergar a sus huéspedes en los buenos tiempos en que no sólo estaba vivo, sino que mandaba bastante en Beirut, antes de su expulsión por Israel en el 82 Desde mi apartamento, decía, los veo volar tan bajo que podría leer el menú de clase business a poco que me esforzara. Está muy bien este observatorio, porque ya desde la lejanía los puedo distinguir y como vea que tienen pinta de pájaros militares tomo asiento y espero tapándome las orejas, no sea que se trate de una nueva incursión israelí en plan acojone con rotura o espachurramiento de la barrera del sonido.
Pero ahora mismo tengo que levantarme porque los aviones que no veo (los hacen maniobrar en la línea de costa: la gente de la Corniche debe de tener los pelos de punta), pero suenan cada dos minutos, estremecedores, son propiamente israelíes y vuelan en picado y verdaderamente aterran porque tienen un ritmo diabólico: cada vez más cerca y más fuerte. Hablo a gritos por teléfono con un amigo de aquí: "¿Hay Halloween en Beirut?", le pregunto, como si tal cosa. Y él contesta: "¿Estás oyendo los aviones?". "Son israelíes, ¿verdad?". Hemos seguido hablando de Halloween para que ninguno de los dos notara el miedo en la voz del otro y me ha dicho que, aunque no lo puede asegurar porque él no suele celebrarlo, el Halloween de aquí es muy festivo y la gente se pone disfraces llenos de imaginación. Con lo cual digo adiós a la posibilidad, supongamos, de que llamen a la puerta de mi casa unos cuantos niños con caretas de Ariel Sharon antes del soponcio, o de Ehud Olmert antes de que el estilista y el odiable Lieberman, su nuevo viceministro de asuntos estratégicos (una de las estrategias, estos vuelos de hoy, quizá), le dejaran el cráneo sin filete Anasagasti.
Será, por consiguiente, un noviembre distinto a los otros noviembres, éste de Beirut, cualquiera que sea la cifra de muertos norteamericanos en Irak. Cuán diferente o no será ya lo saben ustedes a la hora de leerme, por lo cual crean que les envidio con toda seriedad, como periodista, como mujer y como ocupante de este apartamento.
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