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50 años juntos

De Fofó, 'Un, dos, tres' y Massiel a 'Operación Triunfo' y 'Cuéntame'. Ayer, TVE cumplió 50 años. Toda una vida de imágenes metidas en una 'caja' invitada al salón de casa como un miembro más de la familia. Repasamos este medio siglo con cinco animadores muy telegénicos: Carbonell, Corbacho, Wyoming, Nico Abad y Paz Padilla

Carmen Pérez-Lanzac

"Hoy, 28 de octubre, domingo, día de Cristo Rey, a quien ha sido dado el poder de los Cielos y la Tierra, se inauguran los nuevos equipos y estudios de Televisión Española. Mañana, 29 de octubre, fecha del XXIII aniversario de la fundación de la Falange, darán comienzo, de manera regular y periódica, los programas diarios de televisión. Hemos elegido estas dos fechas para proclamar así los dos principios básicos, fundamentales, que han de presidir, sostener y encarnar todo el desarrollo futuro de la televisión en España: la ortodoxia y el rigor, desde el punto de vista religioso y moral, con obediencia a las normas que, en tal medida, dicte la Iglesia Católica, y la intención de servicio y el servicio mismo a los principios fundamentales y a los grandes ideales del Movimiento Nacional". Si Gabriel Arias-Salgado levantara cabeza… Al entonces ministro de Información y Turismo no le gustaría comprobar en qué se ha convertido aquella televisión que inauguró con este discurso. Eran algo más de las 18.15 horas del domingo 28 de octubre de 1956.

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El estreno, sin embargo, debió de batir récords de fiasco en audiencia: entonces la señal sólo abarcaba 70 kilómetros a la redonda del paseo de la Habana, en Madrid, para regocijo de unos 600 receptores. Pero su éxito se difundió rápido: un año más tarde ya había 25.000 televisores. Nadie quería perderse esa cosa de la que se decía que era como el cine, pero en casa y gratis, y que por fin llegaba a España, nada menos que con más de 20 años de retraso respecto a Inglaterra, la pionera. Además, al principio la tele era más bien escasa: tres horas diarias que no darían para satisfacer nuestro actual consumo diario medio por barba: 3 horas y 37 minutos.

Pero 50 años dan mucho de sí. La boda de Balduino y Fabiola, el hombre del tiempo, La familia Telerín, Massiel triunfando en Eurovisión, El Fugitivo, Hermida narrando la llegada del hombre a la Luna, la muerte de Franco, La cabina; Un, dos, tres; Informe semanal, El hombre y la Tierra, Heidi, Los payasos de la tele, La clave, Curro Jiménez, el intento de golpe de Estado de Tejero, Verano azul, Barrio Sésamo, La bola de cristal, La Edad de Oro, la muerte de Paquirri, Martes y 13, el Mundial de Fútbol del 82, El precio justo, ¿Quién sabe dónde?, Barcelona 92, Operación Triunfo…

Si se pusieran en fila las estanterías donde se almacenan los más de dos millones de cintas de su archivo, formarían una fila de 80 kilómetros, la distancia de Madrid a Toledo. Un total de 1.740.000 horas de grabación; suficiente para tener a un superhombre entretenido durante 198 años.

Desgraciadamente, no está todo. Además, las cintas de película son víctimas del síndrome del vinagre, que las corroe. Un equipo se encarga de digitalizar el material deteriorado y a veces se topan con joyas que nadie había visto, como un reportaje que Miguel de la Quadra Salcedo realizó en Santiago de Chile tres días después del golpe de Estado de Pinochet y que la dictadura se negó a emitir. Al año se salvan 40.000 cintas. A este ritmo, en el 60º aniversario se habrá recuperado la mayoría. Nuestra memoria audiovisual. Carmen Pérez-Lanzac

Ilusiones en blanco y negro (con muchos grises)

Por Pablo Carbonell

La televisión era en blanco y negro porque todo era en blanco y negro. El pensamiento era blanco o negro. Y ¿por qué? Paradójicamente porque había muchos grises. Je, je.

La tele entró en casa y era como un mueble raro, un ser de otra galaxia, un cíclope encerrado en una caja. Los botones hacían croc croc y a veces se oía la radio marroquí en ella. En la casa entraba el televisor y desaparecía el carrito mueble-bar, que era la otra manera de exhibir poderío de los españoles de los sesenta. Adiós a la botella de ponche llena de polvo y ahora a ver lo que nos cuentan. Y mueve la antena, que no se ve. Y todo el mundo mirando esas manchas veloces atravesando la pantalla. Y cuanto más la mirabas, más nítido veías que se trataba de un partido de fútbol jugado en un campo donde cabían dos millones de puntitos persiguiendo dos millones de balones.

Y ahí estaba Kiko Ledgard, que siempre seducía a unas jovencitas en pantalón corto; y cada vez que le llegaba alguna con un sobre, al hombre le entraban unos sudores fabulosos y se le veía sonreír, y todos sonreíamos ante esas muestras de galanteo rumboroso. El piropo se convertía en deporte nacional y estar un poco salidillo era natural, estaba bien visto, porque sólo las cosas que estaban bien vistas salían en la tele en blanco y negro.

Y también salía un hombre muy delgado que presentaba un programa de guerra: Por tierra, mar y aire, y nos hablaban de los kamikazes y de la batalla tal y de la cual, y siempre se hundía algún portaaviones o llevaban a uno en camilla que tenía poca cara de bromas. Y nos quedábamos viendo cañones escupiendo proyectiles y no acabábamos de verle la erótica a eso.

Por las mañanas no había televisión. Había un dibujo geométrico que se llamaba Carta de ajuste. Yo no entendía muy bien para quién se emitía ese programa. Lo miraba y lo remiraba y me imaginaba que del mismo centro del dibujo venía un tren hacia mí o que eran postes de la luz que se alejaban. Me quedaba mirando aquella gama de grises ajedrezados y pensaba que el mundo estaba lleno de gente rara que prefería ver esa chorrada absurda en vez de que salieran dibujos animados o un tipo cayéndose vestido a una piscina. Para mí en aquel entonces un tipo vestido cayéndose a una piscina era el nivel más alto de risa que podía imaginar.

Y había una mujer que tenía un perro y viajaba en un globo, pero ni se veía el globo ni volaba ni nada, y aquello era de un cursi que estomagaba. Veías ese programa y te parecía que te habías bebido una garrafa de tisana con una reata de beatas haciendo macramé.

Y anunciaron que echarían King Kong, y se veía a un tipo con mucha cara de susto abriendo la puerta de un bar y decía: viene King Kong, y después, el día de emisión. Y en el colegio todo el mundo se relamía esperando ver King Kong, peliculón, peliculón. Y en casa nos poníamos todos frente a la pantalla y salían los dos rombos y oíamos la frase más terrible que adorna los años del pantalón corto y las postillas en las rodillas: a la cama. A la cama. Esa noche no dormías escuchando la película desde la cama. Imaginando. Viendo el celuloide pasar por debajo de las pupilas. Y del armario salía el brazo de King Kong con su forro de cuadritos y sus botones de cuerno… ¡Uh!

Los dos rombos eran nuestra amenaza. En la escuela algún profesor nos explicó que eso de los dos rombos no era que no lo pudiéramos ver, sino que nuestros padres nos tenían que explicar qué es lo que estaba pasando. Pero eso no colaba en casa. De todas maneras, no sé si prefería irme a la cama o ver a mi padre explicándome por qué un mono gigante se enamora de una señorita en minifalda.

La televisión nos hacía sentirnos importantes porque podíamos votar. Sí, cuando emitían Eurovisión en casa votábamos qué canción nos gustaba más, y mira por donde había unanimidad: salía Massiel. Y el mundo estaba de acuerdo con nosotros. Y bailar era mover las manos como si estuviéramos saliendo de un hoyo. Las palmas hacia abajo y contoneándonos. Aúpa. El traje era un cono de flores. Qué traje tan bonito. Un cono de flores. La, la, la, la…

En televisión veías a Nixon sudar la gota gorda y, cambiando de tema, a los payasos de la tele. ¡Bieeeeeeen! Y todos los niños afónicos de lo bien que estaban. Los payasos eran en blanco y negro y eran nuestros ídolos. Las abuelas rejuvenecían al lado de sus nietos y cantaban y se carcajeaban sin pudor mostrando las ventanas de la boca. Los payasos llenaban polideportivos y los mirabas de cerca y sentías un pudor especial. Estaban como pintados a brocha y, no sé todavía por qué, daba la impresión de que, en vez de mirarles la cara, les estabas viendo los genitales. Qué cosas tenía el color.

Los Chiripitifláuticos. Los hermanos mala sombra, los mejores malos, querido malos. Valentina, qué coraje, qué lista, qué dispuesta, qué valores. El Capitán Tan, cuánto había viajado el Capitán Tan. Detrás de sus gafas veías el mundo abierto, tumbado y dispuesto a ser explorado. Hace poco vi una foto del Capitán Tan. Por poco me caigo al suelo de susto. ¡El capitán Tan era un muchacho con un gorro de explorador! ¡Un muchacho con gafas, y yo creía que era un señor mayor! Me estoy haciendo viejo a una velocidad que no me esperaba.

Qué gracioso era Locomotoro. Y cómo se echaba para adelante sin caerse. En la playa, cuando soplaba el levante corríamos a ponernos cara al viento a ver quién se inclinaba más. ¿Cómo lo haría? Se lo pregunté a un realizador de aquella época, Mezo, hombre tranquilo, fumaba un puro en el estudio mientras grabábamos La bola de cristal. ¿Cómo lo hacía? ¿Sabes qué me dijo? "Eso es secreto y no se puede contar". Qué tipo. No me quiso romper la ilusión. Y es que eso es lo que tenía la tele en blanco y negro.

El 'zapping' de mi vida has sido tú

Por José Corbacho

Cuando recuerdo que uno de los peores momentos de mi infancia fue perderme el último capítulo de El Virginiano (si no sabes de qué serie hablo, es que eres más joven que yo), debo asumir que la televisión ha formado, forma y formará una parte importante de mi vida. Lo de menos fue estar encerrado en el cuarto de baño con tan sólo seis años. No me importaba que mi madre me hubiera castigado por tirar un bocadillo de queso por el patio de luces. Pero no ver el desenlace de mi serie favorita era como si hoy me obligaran a perderme el final de Perdidos o los cuartos de final del Mundial con la derrota de la selección española (de fútbol, of course).

Recuerdo que ese día lloré. Pero la verdad es que también lloré cuando Mary Ingells se quedó ciega en el incendio de La Casa de la Pradera, cuando Clara se levantó de su silla de ruedas ante una estupefacta Heidi o cuando Richard Channing se enteró de que era hijo de Angela Channing en Falcon Crest.

Hubo otros días en los que reí. Cuando Fofó decía: "¿Cómo están ustedes?". Yo gritaba: "Bieeeeeeeeeeen". Le debo muchos buenos momentos a Los payasos de la tele, con los que me identificaba a la hora de hacerle la puñeta al señor Chinarro, y gracias a ellos me salté clases, incluso cuando iba a segundo de BUP.

Y hubo días que también aluciné, como cuando mi hermana y yo le jodimos a mi madre media docena de cucharillas de café intentando emular a un tipo que se llamaba Uri Geller.

Me gustaba la tele, me gusta e intuyo que me gustará hasta que me muera. Con ella, al contrario que con tus padres, con tus hermanos, con tus amigos (incluso los mejores) o con tus parejas (incluso las peores) nunca discutes. Nunca te falla, siempre está ahí.

Y eso que cuando yo era niño no existía el zapping. Primero, porque mis padres decidían qué se veía. Segundo, porque la ausencia del mando a distancia te obligaba a levantarte para cambiar de canal. Y tercero, y definitivo, si lo hacías, sólo podías pasar de la Primera a la UHF (La 2 de mi época).

Pero llegó el mando a distancia, y mi vida se transformó. Incluso más que cuando un tipo con tricornio y cara de cabrón, de cuyo nombre no quiero acordarme, gritó un 23-F "¡Al suelo todo el mundo!" en el Congreso de los Diputados, o cuando murió Chanquete, en Verano azul.

¡El mando a distancia! ¡Qué gran invento! ¿Qué electrodoméstico te permite cambiar con un solo botón de un capítulo de Mujeres desesperadas al linchamiento de la Pantoja en el Tomate? Sería como si el microondas te permitiera pasar de un plato de Ferran Adrià a una lata de comida para perros.

Otros mundos. Otras vidas. Lo que siempre quise vivir cuando me dediqué a ser actor. Vidas maravillosas, como las que vivía de niño viendo los programas de Félix Rodríguez de la Fuente, o vidas de mierda, como cuando veo Gran Hermano. (Lo siento Mercedes, es lo que hay).

La televisión me transportaba. Yo era Koji Kabuto e iba dentro de Mazinger Z (Koji Corbacho no suena tan mal), yo buscaba a mi madre de los Apeninos a los Andes como Marco, yo era TJ y me subía al tejado cuando lo decía el teniente en Los hombres de Harrelson, yo era Starsky (con la chaqueta de lana igualita a la de la serie que me hizo mi madre), yo era JR, yo era Benny Hill, yo era Don Cicuta, yo era Esteso… Y todavía me sigue transportando: soy bizcochito en Ally Mac Beal, soy Rosa López, soy Nate en A dos metros bajo tierra, soy Bart Simpson, soy Boris Izaguirre, soy Tony Soprano…

Todo ello, sólo dándole a un botón. Sólo moviendo un dedo. Un esfuerzo mínimo para un gran premio o un enorme castigo. Y también, un solo botón te separa de la felicidad absoluta. Se llama off y se usa para apagar la televisión. Pruébenlo. A veces es muy necesario.

Disfruta el mando mientras lo tienes. Porque cuando vives con tus padres o cuando vives con tus hijos, ya puedes ir olvidándote de él. Por ejemplo, ahora mi mando lo tiene mi hijo. Él zapea y, a cambio, me ayuda a desarrollar una habilidad que ya no recordaba. La habilidad de poder ver 200 veces seguidas la película Cars o el último episodio de Los Lunnis.

Supongo que por todo esto, y algo más que seguramente olvido, o quiero olvidar, me encanta la televisión. Me inspira y me influye. Y eso que tengo un objeción que hacerle… Esa objeción se llama: la tele-realidad, o los realitys, que diría una prima mía que vive en Connecticut. Porque, señores, para realidad ya tengo la mía. No necesito la realidad de gente encerrada en una casa; de famosos bailando, patinando o sobreviviendo en una isla; de gente contando sus miserias en un plató de televisón, de sorpresas patéticas, de reporteros persiguiendo a famosos hasta agobiarlos, de famosos pegando a reporteros, de hermanos calvos peleándose, de muertos a los que resucitan para cubrirlos de porquería, de ex concursantes que saben algo de todo, de los informativos de sucesos, de…

Es una objeción algo grande, lo reconozco. Y personal. Habrá gente que piense lo contrario, tal vez tú, pero esta vez me ha tocado a mí escribir y a ti leer. Aunque te doy gracias por llegar hasta aquí. Porque si te suena algún programa de los que he citado o también estuviste enamorado de María Luisa Seco, sabrás de qué te hablo. ¡Salud y zapping!

Tarzán, Mazinger Zeta y nuestro amigo Félix

Por Paz Padilla

Cuando la tele entró en mi casa, mis padres, mis seis hermanos y yo aprendimos electricidad para arreglar ese armatoste súper arcaico que fallaba todo el rato. Si no funcionaba, recurríamos a los golpetazos, y no sé cómo le dábamos que se arreglaba, oye. Al principio era en blanco y negro, pero mi hermano Luis, al que llamamos McGuiber, lo arregló pronto: pegó con celo en la pantalla tres papeles transparentes de color: uno rojo, otro azul y otro verde, y dijo: "Ea, ahora es en color". Y nosotros: "Luis, si lo vemos igual". Y él: "Ustedes no entendéis nada". Así que nos tiramos meses con aquellos papeles puestos. El mando a distancia tardó en hacer su aparición. ¿Para qué? Nosotros nos bastábamos con el palo de la escoba, la antena de la radio o con la niña chica, que era yo hasta que nació mi último hermano. También recuerdo los rombos. Mi padre, que era muy bruto, nos mandaba a la cama en el acto, hubiera un rombo, dos o tres. Yo creo que era una excusa para quitarnos de en medio y descansar.

Uno de los primeros programas que me enganchó fue Tarzán. Mi hermano mayor se metía conmigo y me decía que Tarzán estaba en un manicomio, pero yo me pasaba el día dando gritos o imaginándome que era Jane, tan bien puesta y sin una mancha en plena selva. La serie Fama también me perdía. Me encantaban Leroy y Coco. Un día tuve un accidente. Estaba imitando a Coco y dando una voltereta caí en una tuna con higos chumbos. Cogí púas hasta en los dedos de los pies. Ese día descubrí que la tele no es tan educativa.

Mazinger Zeta era mi ídolo. Yo me imaginaba que él vivía en el año 2000 y que para entonces los coches volarían y que en lugar de comer nos tomaríamos una pastillita. Y aquí estamos, comiendo tortilla de papas de toda la vida. Otro ídolo de carne y hueso era Félix Rodríguez de la Fuente, con su genial El hombre y la Tierra. Cuando murió, en el colegio estuvimos tres días de luto e hicimos un homenaje en el que cantamos y soltamos palomas blancas. Fue un trauma. Me encantaba la canción que le dedicaron Enrique y Ana, otros que me marcaron, tanto que me pelé igual que ella. "Quiero el pelao de Enriqueyana", le solté al peluquero. Lo que me lleva a Torrebruno, con su canción mítica: "Tigres, tigres, leones, leones, todos quieren ser los campeones". Me parecía súper gracioso, tan rígido y tan puesto. Y en las fiestas familiares todavía cantamos uno de los temas de La bola de cristal: "Pero mira cómo brilla la bola de cristal. Electroduendes, sí, sí, con el maese sonoro y el maese capataz, con la bruja truca truca, truca de verdad". También quiero recordar a Popeye, que nos decía que había que comer espinacas; sí, hombre… Y no voy a decir que Olivia es fea, porque se parece mucho a mí, pero yo la habría mandado a la porra con Brutus.

Otro personaje mítico fue Uri Geller, el mago que doblaba cucharillas, y que, según me contó José María Iñigo más tarde, tenía poderes de verdad y estuvo contratado en la NASA. No hace mucho volví a verlo y está igual, como si lo hubieran metido en la nevera. Al igual que Mayra Gómez Kemp, que está igual, habla igual y sigue siendo igual.

Por aquella época me daban mucha envidia los chicos de Verano azul porque veraneaban fuera. Yo pasaba las vacaciones en Zahara de los Atunes, el pueblo de mis abuelos, y me sentía más como Pancho. De fuera venían madrileños, catalanes, y los novios nos duraban 15 días. No olvidaré el momento en que Julia está pintando el barco y le anuncian que Chanquete ha muerto. Claro que, por otra parte, se han asegurado bien de que no me olvide, porque han repuesto la serie más veces que las piezas de mi coche. A Martes y Trece hay que agradecerles esas noches de fin de año que nos hicieron pasar. Yo salía de marcha y me decía: voy a beber poco porque mañana lo repiten y quiero estar despierta. Cuando se separaron fue como si nos hubiesen quitado algo. Y he sido y soy seguidora de Informe semanal. Imposible olvidar a aquella niña colombiana, Omayra, que prácticamente murió ante las cámaras. Valoro y respeto mucho a los reporteros que no tienen vida propia, porque en el momento que vives una experiencia como esa, tienes que cambiar.

De los iconos recientes de TVE me viene a la cabeza Ramón García. ¿Cuántos años ha estado en La Primera? Era encender la tele, y ahí estaba. Ha dado, con su capa, todas las campanadas habidas y por haber. Es un supermán español. ¿Y Paco Lobatón? Cada vez que veo la foto del carné de identidad de alguien, le digo: a ti te está buscando Lobatón. Era asidua a ¿Quién sabe dónde?, y a veces pensaba que alguno se había quitado de en medio adrede. También me parecen míticas las imágenes de la infanta Elena llorando al ver a su hermano llevando la bandera en la apertura de los Juegos de Barcelona. Luego se casó en Sevilla el mismo día que mi hermana; que mi madre tenía un disgusto muy grande, y le decía: "Hija, ¿qué necesidad tienes de casarte precisamente ese día?".

'Historias para no dormir', aún me dura el susto

Por El Gran Wyoming

Siempre he tenido la sensación de que ir a la cama era matar un día (ir a la cama solo, naturalmente). Debe ser una cuestión personal puesto que suelo acabar el último en las cenas, reuniones de amigos… Con el paso de los años he comprobado que en el otro extremo, en la infancia, ocurre lo mismo: No hay quien acueste a los niños. Su tendencia natural es aguantar lo máximo posible en estado de vigilia, aunque para conseguirlo tengan que pelear día tras día, rapiñando un segundo irrenunciable que se va incrementando a su hora de ir a la cama. Tal vez sea una condición innata en el ser humano, que tiene asociado el sueño a una pequeña muerte, ya que, en la medida que perdemos la conciencia durante el sueño, damos ese tiempo por no vivido.

A lo que vamos. Hubo en el año 65, o sea que contaba yo con 10 años, una serie que llevaba por título Historias para no dormir. Eran capítulos de una hora, más o menos, donde se contaban historias de terror, y la muerte siempre estaba presente, cuando no era protagonista. Como a todos los niños, me encantaban los cuentos de miedo, y como ponían la serie a las diez de la noche, más o menos, había que inventarse una historia para no dormir si querías ver Historias para no dormir. Al día siguiente, en el cole, los que habíamos visto el capítulo de turno nos convertíamos en portavoces autorizados de historias que, por la edad, se contaban y escuchaban como si hubieran partido del Telediario. En aquellos tiempos, la televisión tenía un aura de oficialidad que convertía lo que se emitía en cierto, sobre todo para la infancia, que no admitía distinciones dentro de la parrilla de programación entre la ficción y la realidad. Además, como a esas edades, estamos hablando de diez años, el cerebro no está colonizado por lo que perturba el sueño en el futuro inmediato, el sexo, sólo el terror nos conmovía hasta el éxtasis; el terror y su aliado: el miedo a la muerte. De eso iban los capítulos de Historias para no dormir: Zarpas que tenían poderes maléficos, seres siniestros capaces de todo, cosas raras que mataban; pero, de entre todas las desgracias posibles, una destacaba por su crueldad: la catalepsia. La catalepsia era el peor mal que podía padecer el ser humano porque no dependía de la intervención exterior. No había ningún ser maligno que te lo propiciara mediante un encanto, tampoco intervenía la mala suerte, sino que la desgracia que le aquejaba a uno, y que le llevaba a la más horrible de las muertes imaginables, requería de la colaboración de los seres queridos, de tus propios padres, ya que la catalepsia, tal y como la contaban en la serie, era un mal que producía ataques en los cuales uno se quedaba como muerto sin estarlo, por lo que le daban por muerto. Si padecías catalepsia, estabas perdido, a no ser que a tu vera hubiera alguien que estuviera al tanto del mal y evitara que fueras enterrado vivo. La catalepsia, según se concluía en el debate posterior, era una enfermedad más corriente de lo que se suponía, y, lo que era peor, cuando afectaba a los niños era especialmente grave, pues rara vez se salía del primer ataque al no haber precedente ni referencia salvadora. Si no te había pasado nunca, ¿cómo te podían proteger? ¿Cuántos niños podían haber sido enterrados vivos por esa causa? Eso, "nunca lo sabremos", concluíamos estremecidos ante la implacable certeza de que todos éramos catalépticos potenciales. A partir de ese momento, las únicas aportaciones de interés eran aquellas que describían casos de catalépticos exhumados años después de su entierro y que tenían como característica común aparecer con las uñas desgastadas de tanto rascar el techo del ataúd en su afán de salir al exterior. Hubo un capítulo de Historias para no dormir en el que, rizando el rizo de la maldad, alguien que padecía catalepsia se hacía construir un ataúd con una tapa muy fina y dejaba instrucciones precisas sobre cómo ser enterrado; concretamente, a unos centímetros de la superficie para, en caso de resucitar al cabo de un par de días, poder salir del hoyo sin más que sacudirse el polvo. Pero en la maldad inherente a la trama de los cuentos de la serie, cuando por fin el cataléptico palmaba, o lo que podía ser peor que la propia muerte, parecía que palmaba y era enterrado, el malo cumplía con las instrucciones, pero ponía el ataúd del revés, o sea, tapa abajo, con lo cual el cataléptico cuando, efectivamente, resucitaba y se ponía a escarbar, no hacía otra cosa que ir hundiéndose más y más en un escalofriante viaje hacia el centro de la Tierra, causándose su propia muerte.

Por si fuera poca desgracia ir al cole, además, a uno le quedaba la duda de si sería enterrado vivo antes de ser mayor y poder decidir qué quería hacer con su vida y, lo que era más importante, a qué hora se quería acostar.

Por suerte me salvé de la catalepsia y si alguna vez he caído en un estado parecido ha sido por circunstancias que no vienen al caso.

La serie era de Chicho Ibáñez Serrador y fue una conmoción. A mí todavía me dura y no hay quien me acueste.

Aquí cabe todo: de Malta a la Luna

Por Nico Abad

Mensaje en mi móvil: "Foto colectiva de los 50 años de TVE en el Villamagna. Si buenamente puedes, nos encantaría que te pasaras. Ignacio Salas". Allí fui. Estaba la vieja guardia: Hermida, Amestoy, Concha Cuetos, pero, sobre todo, Miguel de la Quadra Salcedo. El hombre que no lleva calcetines y que batió el record de lanzamiento de jabalina, no convalidado porque no la lanzó como oficialmente se esperaba. Y tengo que contar lo del 12 a 1 de España a Malta. En mi casa no me dejaban ver la tele entre semana (los melodramas de Estrenos TV, el domingo, tampoco), y yo veía que se acercaba aquel partido y estuve haciendo campaña durante días y días. Mientras mi madre rebozaba la pescadilla a las nueve de la noche, yo le contaba que para que la Selección se clasificara tenía que meter 11 goles a Malta y que aquello iba a ser un milagro pero que era posible. Y, joder, lo daban por televisión. Di la plasta tanto como fue preciso para conseguir el objetivo. Aquellos goles de Santillana en el primer tiempo, y los de Rincón en el segundo, y el de Maceda, y el de Señor…, llorando en el salón a lágrima viva, abrazando a mi padre. Joder, qué noche gloriosa. Jose Ángel de la Casa hizo su primer y último gallito en televisión. El 21 de diciembre del 83. De los veranos, por supuesto recuerdo Verano azul y todo eso; pero, sobre todo, el Tour de Francia pre-Induráin. Sólo se retransmitía el final de etapa y no durante todo el Tour, sólo si algún español estaba haciendo algo. No se me olvida esa etapa del 84 en la que Ángel Arroyo y Perico Delgado se lanzaron como posesos para atacar en la bajada de un puerto. La realización dio plano del pelotón descendiendo en fila india y cuando volvieron a Perico y Arroyo, sólo estaba Arroyo. Entonces recuerdo planos de carretera sin ciclistas, como buscando a Perico, hasta que pasados los minutos apareció el segoviano pedaleando muy lento. Luego nos enteramos de que se había estampado contra una valla en el descenso. Eran los tiempos en los que la tele no lo daba todo, y dejaba cierta información para luego. Ya lo último que cuento de deportes: una imagen que vale tanto como los años que esperamos (algunos, claro) para verla: el gol de Mijatovic en Amsterdam para conseguir la séptima Copa de Europa. Recuerdo ver aquel partido casi sin pestañear. Me daba igual todo. Me daba igual quién y cómo jugase. Sólo quería ver un gol en la portería de la Juventus y llegó en el minuto a las diez y seis minutos de la noche. Salí a la ventana a gritar. Ese balón traspasando la línea de gol para mí fue como Armstrong pisando la Luna. Una especie de milagro televisado. Sólo que esta vez yo me lo creía, no como mi abuela, que nunca se creyó lo de la Luna.

Por supuesto, yo veía el circo de TVE los sábados por la tarde. Flipaba con las historietas y con las canciones. Miliki era mi favorito, por cierto. No es relevante, pero queda dicho.

Aquello de no ver la tele entre semana en mi casa tenía una excepción. Los viernes podía ver el Un, dos, tres. Yo aquello lo veía por la emoción de estar sentado el viernes ante la tele, pero sólo me interesaba Bigote Arrocet. Era un crack. Aquel "piticlín, piticlín" me ponía en guardia para chistes inmensos. ¡Grande Bigote!

Ya muy reciente, me encantaba El show de Flo, con ese Íñigo recuperando cosas en blanco y negro. Entrevistas suyas, entrevistas de Mercedes Milá. Las veo ahora y alucino con la manera de preguntar que tenían antes, tan directa, tan sin cortarse. ¿Cuándo se volverá a preguntar así en esta tele tan llena de precauciones? Lo más grande que he visto en TVE el curso pasado fue la entrevista de Quintero a Enrique Iglesias, haciéndole las mismas preguntas que le había hecho al padre en una entrevista anterior, con las respuestas montadas en paralelo. Una exhibición impagable.

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Sobre la firma

Carmen Pérez-Lanzac
Redactora. Coordina las entrevistas y las prepublicaciones del suplemento 'Ideas', EL PAÍS. Antes ha cubierto temas sociales y entrevistado a personalidades de la cultura. Es licenciada en Ciencias Económicas por la Universidad Complutense de Madrid y Máster de Periodismo de El País. German Marshall Fellow.

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