Cómo a mis 72 años sigo enganchado al tenis, el deporte más adictivo, frustrante y vital
Gerald Marzorati, antiguo editor de ‘The New York Times Magazine’, nos relata en primera persona su tardío y fascinante viaje al corazón del tenis

Para mi edad, juego al tenis bastante bien. Tengo 72 años, así que lo que acabo de decir podría parecer un disparate. Pero la aptitud es una cuestión de intención, de voluntad, de compromiso, ¿no? Para mí, el tenis no es solo ocio, no es solo un juego (aunque, por supuesto, es un juego). Es una parte esencial de cómo organizo mis días.
Para jugar mi mejor tenis, y hacerlo cuatro veces por semana, empiezo cada mañana con 20 minutos de estiramientos de yoga, hago ejercicios de fuerza y entrenamiento por intervalos, acudo a escuelas de tenis de alto rendimiento, sigo una dieta semivegetariana, me aseguro de no beber demasiado y dormir lo suficiente, controlo mi nivel de ¬VO2 máximo y, en la cola del supermercado, veo en mi teléfono vídeos de YouTube del revés cortado de Roger Federer. Me encuentro con muy pocos septuagenarios, por no hablar de septuagenarios que jueguen al tenis (hay muy pocos), que lleven una vida como la mía —la mayoría de los jugadores a los que me enfrento tienen entre 50 y sesenta y pocos años—. Cuando me presentan a alguien en una cena o en un cóctel y, dado que estamos en Nueva York, me preguntan a qué me dedico, contesto que soy editor jubilado de una revista o que escribo de vez en cuando sobre tenis, lo cual se acerca bastante a la verdad. Pero lo que pienso, y nunca digo, aunque sería la respuesta más honesta porque hace referencia a lo que es el principio rector de mis días, es: soy tenista.
Empecé a jugar al tenis con cincuenta y tantos años. Nuestros hijos eran ya adolescentes y no esperaban que su padre los ayudara a divertirse los sábados y los domingos. Mis tardes de fin de semana parecían vacías, sin ningún propósito. En el mundo obrero en el que crecí prácticamente nadie se interesaba por el tenis, pero sí lo veía por televisión cuando este deporte alcanzó su momento de máximo esplendor en Estados Unidos en la década de 1970, y me parecía un juego precioso por la geometría, la elegancia. Nunca fui un gran atleta: demasiado delgado y, para ser franco, demasiado miedoso físicamente. Era, básicamente, un ratón de biblioteca. La lectura era lo único que se me daba realmente bien. Y la mayor parte de mi vida la he dedicado a leer: estudié literatura y fui editor durante cuatro décadas. Es decir, he pasado casi todos mis días viviendo en mi cabeza.

Cuando empecé a jugar al tenis, mi objetivo no era solo llenar mis tardes de fin de semana, sino salir de mi cabeza. Quería vivir más en mi cuerpo, a través de mi cuerpo. Creía que sufría lo que la filósofa y exbailarina Maxine Sheets-Johnstone ha llamado “cefalocentrismo”, esa implacable introspección de lectores y escritores. Quería moverme. Quería esforzarme y sudar. Me encantaba la concentración de la lectura y la escritura, y me sigue gustando, pero quería desarrollar un nuevo tipo de concentración en mis músculos y mi equilibrio, en mi velocidad y mi resistencia. ¿Qué podía llegar a saber de mí mismo, pero no solo de mí mismo, a través del movimiento del cuerpo? ¿Conseguirían las exigencias del tenis que mi mente se concentrara en lo que tenía entre manos —golpear una pelota de tenis por encima de la red, una y otra vez— y me inducirían a estar plenamente presente en algo más que palabras sobre una página?
Y aún había más: quería hacer algo estimulante. ¿Cuándo fue la última vez que hice eso? Quería enfrentarme a algo en lo que pudiera mejorar —no era mejor lector a los 55 que a los 35—. Y quería jugar al tenis como es debido, encontrar un entrenador con el que trabajar regularmente y aprender las técnicas correctas, dominar (o intentar dominar) las habilidades del juego, múltiples y complejas. El tenis es un deporte difícil, posiblemente el más difícil, que requiere rapidez y coordinación mano–ojo y fortaleza. Mi primer entrenador de tenis me lo explicó de esta manera: “Va a llevarte tres años llegar a ser un mierda”. Me reí. Tenía tiempo.
No facilitaba las cosas el hecho de que no fuera un niño de ocho años, sino un hombre en edad avanzada. A esas alturas, muchos aspectos de nuestro ser físico llevan años deteriorándose. Pero es a medida que te acercas a los 60 cuando adquieres conciencia de ese deterioro: la vista empeora, los pulmones y el corazón se debilitan, las articulaciones se agarrotan y duelen por la artritis y la bursitis. Y aprender a jugar al tenis me hacía todavía más consciente de ello. Tenía agujetas en músculos que no sabía ni dónde estaban. Puse a prueba mi concentración y mi paciencia (que nunca fue mi fuerte). Mientras practicaba con un entrenador, echaba un vistazo a la pista de al lado y veía a un joven alto y en forma que corría hacia una pelota y la golpeaba y… ¿qué pintaba yo aquí?
Lo que me impedía abandonar las clases era la sensación de que, incluso en mis peores días, estaba aprendiendo. También estaba mejorando, aunque fuera dando dos pasos hacia delante y uno hacia atrás. Resultó que me encantaba que me entrenaran. Tres veces por semana hacía ejercicios diseñados para adolescentes, sesiones que me agotaban. Insistí en que quería que me tomaran en serio a pesar de mi edad, y que, a cambio, yo me tomaría en serio el entrenamiento. Los días que no iba a clase, golpeaba pelotas contra la pared. No estaba preparado para jugar partidos —eso llevaría varios años—, pero en las clases de grupo empezaba a defenderme, a pesar de que la mayoría de los jugadores eran más jóvenes que yo. Estaba reforzando la memoria muscular, mi forma física mejoraba, me sentía más seguro de mí mismo y empezaba a desarrollar un poco de sentido de la pista. Me estaba convirtiendo en un jugador.

¿Cómo de bueno llegué a ser? He jugado varias veces contra los mejores jugadores de mi edad en Estados Unidos y, en los partidos individuales de los torneos nacionales, me arrollaron. Entre estos hombres, en los partidos de dobles en los torneos, pero también en los clubes de tenis en los que he jugado, yo era claramente el jugador con menos talento de la pista, pero me las apañaba para dar la talla: los dobles enmascaraban mis puntos débiles (un primer saque insuficiente, un revés poco fiable) y destacaban mis puntos fuertes (ser ágil y zurdo). Hay que decir que se trataba de rivales que jugaron en sus equipos universitarios o que, en algunos casos, pasaron uno o dos años en el circuito profesional. Varios de ellos siguen siendo entrenadores de tenis en escuelas o clubes, o sea, han tenido una raqueta en las manos toda su vida. Son jugadores asombrosos que a una edad avanzada todavía pueden golpear una pelota de tenis con fuerza y de forma limpia. Yo nunca iba a ser su igual.
Y nunca me propuse serlo. Nunca se trató de ganar a los mejores. Cuando juego, no es solo cuestión de ganar un partido rutinario en el club un domingo por la mañana, aunque me guste ganar; ¿a quién no? Cuando entro en una pista, doy gracias por mi relativa buena salud y por la ausencia de lesiones. También doy gracias por los centenares de hombres y mujeres que el tenis ha traído a mi vida, muchos de los cuales son ahora amigos, por mucho que nos peleemos a un lado y otro de la red. Cuando empieza el partido, mi esperanza no es que sea un gran partido, set o juego, sino que haya grandes puntos, puntos prolongados que pueden parecer una danza maravillosa, puntos en los que entro, aunque solo sea por un momento, en lo que los psicólogos llaman “estado de fluidez”. Es una sensación de absorción total, de atención dinámica, una mezcla intensa de concentración y acción. Persiguiendo bolas, manteniendo vivo un punto, nunca me siento más conectado con el momento. Y, a mis 72 años, lo que busco son más momentos así, en el tiempo que me quede.
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