Perdón sin olvido
Legislar sobre la historia y judicializarla limita la libertad de expresión, y puede dificultar la convivencia interna y externa. No sólo porque la verdad jurídica no tiene por qué coincidir con la verdad histórica, sino porque puede llevar a situaciones absurdas. El Holocausto judío existió. Y antes que él, en 1915, el genocidio armenio. Pero prohibir negar este último (como pretende la Asamblea Nacional francesa) o prohibir afirmarlo (como hace el artículo 301 del Código Penal turco, modernizado, que previene contra todo "atentado contra la identidad turca") cercena la libertad de expresión, de opinión o de cátedra en nombre de esos valores que se dice defender.
Bernard Lewis, el conservador islamólogo americano, ya fue condenado en Francia en 1993 a una multa de un franco por negar el genocidio armenio. El Estado turco intentó juzgar al hoy Nobel Orhan Pamuk por afirmarlo. El escritor y mal historiador David Irving fue condenado en Austria hace unos meses a tres años de cárcel por haber puesto en duda el Holocausto judío, y sigue purgando su pena. En Europa hay 10 países (Alemania, Austria, Bélgica, Eslovaquia, Francia, Lituania, Polonia, Rumania, República Checa y Suiza), además de Israel, que tienen leyes que prohíben negar la existencia del Holocausto.
Por ese camino, se puede llegar a legislar sobre toda la historia, obligando a, o prohibiendo, reconocer lo que la conquista española de América hizo con los indígenas, la despoblación india por la fuerza de las armas y otros instrumentos con la creación y expansión de Estados Unidos (¿fueron genocidios?); o como afirman algún neo-historiógrafo, considerar que los orígenes de nuestros problemas con Al Qaeda se remontan al desembarco de Tariq en la Península en 711. No es así, pero no cabe judicializar tal opinión.
Turquía no puede esconder su pasado si quiere entrar en la UE (aunque los diputados franceses sí pretenden dejar claro que no entrará). Pero Francia tampoco debe esconder el suyo y tener una memoria legal selectiva. Pues otra aberración jurídico-histórica, dictada por la búsqueda de votos de la extrema derecha, es la ley francesa de 2005 sobre lo bueno de la colonización que, por ejemplo, en su artículo 4 estipula que "los programas escolares reconocen en particular el papel positivo de la presencia francesa en ultramar, especialmente en el norte de África, y dedican a la historia y a los sacrificios de los combatientes del Ejército francés originarios de esos territorios el lugar eminente al que tiene derecho". Ahí quedan los horrores de la guerra de Argelia para los escolares.
"Ni el mañana -ni el ayer- está escrito". Lo más importante de este pensamiento del poeta se refiere a que el pasado no es una cosa cerrada de una vez por todas, sino también variable. Naturalmente no se trata de que el Holocausto sea variable; pero sí se puede apreciar que no fue el primer genocidio de la historia. Y no es lo mismo que se diga que Ahmadineyad negara el Holocausto, a que, como parece la traducción correcta, el presidente iraní señalara que si es verdad ese horror, los palestinos no tienen por qué pagar por él.
Muchos países han puesto en pie las llamadas Comisiones de la Verdad (y Reconciliación por ejemplo en Suráfrica) para aclarar no su historia lejana sino sus horrores recientes (lo que la transición española evitó por necesidad -el equilibrio de las fuerzas- y por sabiduría), pero la mayoría de ellas no han tenido consecuencias jurídicas, que han ido por otros derroteros. En este sentido, los pueblos se han de reconciliar con su historia y aprender a conocerla, en lo bueno y en lo malo. Hannah Arendt, tan citada estos días en su centenario, diferenciaba entre el perdón, necesario en las sociedades divididas, del olvido del mal del que queremos desprendernos. Sin la memoria de ese mal, el mal persistiría, pero sin el perdón no se podría reanudar una vida política normal. Perdonar es así una forma de reconciliación interna (y externa) desprendiéndonos del pasado a través de su recuerdo. Aunque hoy, en muchos países y regiones, tanto mirar al pasado esconde, en realidad, una crisis de futuro. aortega@elpais.es
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