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La mirada del Premio Nobel sobre Gentile Bellini
Columna
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La captura del conquistador

Existen tres artistas llamados Bellini. Al primero, Jacopo Bellini, se le conoce hoy, más que como pintor, por ser el hombre que trajo a los otros dos Bellinis más famosos al mundo. Su hijo mayor, Gentile Bellini, fue, en vida (1429-1507), el pintor más famoso de Venecia. Hoy es recordado sobre todo por su viaje a Oriente las obras de arte que le inspiró, en especial su retrato de Mehmet el Conquistador. Mientras que su hermano Giovanni está considerado por los historiadores del arte como uno de los grandes pintores de su tiempo: existe el consenso de que su manejo del color tuvo un enorme influjo en el arte del Renacimiento veneciano y, como consecuencia, cambió el rumbo del arte occidental. Cuando sir Ernst Gombrich habla de esa tradición en su conferencia sobre Arte y erudición, y destaca que "sin Bellini y Giorgione, no existiría Tiziano", a quien se refiere es a Giovanni, el hermano menor. Pero es al hermano mayor, Gentile, al que rindió homenaje la exposición de la National Gallery, Bellini y Oriente.

El retrato de Mehmet es el símbolo del sultán, como el del Che es la idea del revolucionario
Las influencias actúan en dos direcciones y son complejas y difíciles de desentrañar
La pintura islámica era un arte no abierto al público, sólo permitido para adornar las páginas de los libros
Lo que distingue la pintura islámica de la occidental es la mirada secreta y hacia abajo de 'El escriba sentado'
En la Turquía de mi infancia, nuestros libros de texto lamentaban el rechazo del Renacimiento
Los expertos occidentales prefieren no hablar de la fuerza indiscutible que tiene el arte del Renacimiento

Después de capturar Estambul en 1453, a los 21 años, el primer objetivo de Mehmet II fue centralizar el Estado otomano, pero al mismo tiempo continuó sus incursiones en Europa, que le ayudaron a consagrarse en el mundo como un soberano verdaderamente importante. El resultado de aquellas guerras, aquellas victorias y aquellos tratados de paz -cuyos nombres tienen que memorizar y recitar, uno por uno y con fervor nacionalista, todos los alumnos de bachillerato en Turquía- fue que grandes zonas de Bosnia, Albania y Grecia quedaron bajo el dominio otomano.

Con su poder afianzado por estas conquistas, Mehmet II logró que se firmara un tratado de paz entre otomanos y venecianos en 1479, después de casi 20 años de guerra, saqueos y piratería en las islas del Egeo y los puertos fortificados del Mediterráneo. Cuando los emisarios empezaron a viajar entre Venecia y Estambul para concretar el tratado, Mehmet II expresó el deseo de que Venecia le enviara a un "buen artista", y el senado veneciano (que estaba muy satisfecho con el tratado de paz, pese a que significaba renunciar a muchos de sus fuertes y a una gran parte de sus tierras) decidió enviar a Gentile Bellini, que por aquel entonces estaba dedicado a decorar con sus gigantescas pinturas las paredes del Gran Salón del Consejo en el Palacio del Dux.

El viaje a Oriente de Gentile Bellini y los 18 meses que pasó en Estambul como embajador cultural son el tema de la pequeña pero rica muestra que se expuso en la National Gallery. Aunque incluía muchos otros cuadros y dibujos de Bellini y su taller, además de medallas y otros objetos variados que revelan las influencias orientales y occidentales de su tiempo, el centro de la exposición era, por supuesto, el retrato al óleo de Mehmet el Conquistador. Este retrato ha sido origen de tantas copias, variaciones y adaptaciones, y las reproducciones de todas esas obras adornan tantos libros de texto, cubiertas, periódicos, carteles, billetes, sellos, carteles educativos e historietas gráficas, que no puede haber un turco que sepa leer y no lo haya visto cientos o incluso miles de veces.

Ningún otro sultán de la edad de oro del Imperio Otomano, ni siquiera Solimán el Magnífico, tiene un retrato como éste. Con su realismo, su sencillez de composición y el arco perfectamente matizado que le da un aire de sultán victorioso, no es sólo el retrato de Mehmet II, sino el símbolo del sultán otomano, igual que el famoso cartel de Che Guevara es la imagen del revolucionario. Al mismo tiempo, los minuciosos detalles -el labio superior que sobresale, los párpados caídos, las finas cejas femeninas y, sobre todo, la nariz delgada, larga y aguileña- hacen que sea el retrato de un individuo que no es muy distinto a los ciudadanos que se ven hoy en día en las calles abarrotadas de Estambul. El rasgo más famoso que le caracteriza es esa nariz otomana, la marca de fábrica de su dinastía, en una cultura en la que no había aristocracia de sangre.

En 2003, para celebrar el 550º aniversario de la conquista otomana, el Yapi Kredi Bank llevó el cuadro de Londres a Estambul y lo exhibió en Beyolu, uno de los barrios más concurridos de la ciudad; los escolares acudieron en autobuses y cientos de miles de personas hicieron cola para contemplar el retrato con la fascinación que sólo una leyenda puede suscitar.

La prohibición islámica de la pintura, los temores específicos sobre los retratos y la ignorancia sobre el desarrollo del arte del retrato en la Europa renacentista hicieron que los artistas otomanos no fueran capaces de pintar efigies de sultanes tan fieles a la realidad como ésta. Pero la cautela en relación con los rasgos distintivos de un ser humano no era exclusiva del mundo del arte. También los historiadores otomanos, que escribían sin cesar sobre los acontecimientos militares y políticos de su época, eran poco aficionados a pensar o escribir sobre las peculiaridades de sus sultanes, su carácter o su complejidad espiritual, pese a que no había ninguna prohibición religiosa que se lo impidiera.

Tras la fundación de la República de Turquía moderna en 1923, cuando comenzaba la corriente de occidentalización, el poeta nacionalista Yahya Kemal -que vivió muchos años en París, estaba muy familiarizado con el arte y la literatura de Francia y, al mismo tiempo, se sentía acosado por las dudas sobre sus propias raíces literarias y culturales- comentó en una ocasión compungido: "¡Si hubiéramos tenido pintura y prosa, seríamos otra nación!". Es posible que, al decir eso, aspirase a reivindicar las bellezas de una era perdida en la pintura y la literatura. Pero, incluso cuando éste no era estrictamente el caso -como cuando sí podía contemplar el retrato realista de Mehmet el Conquistador pintado por Bellini-, lo que le mortificaba era que la mano que había realizado el retrato no lo había hecho con una motivación nacionalista. Se advierte un profundo disgusto en estas palabras, la insatisfacción de un escritor musulmán ante los fallos de su cultura. Y está sucumbiendo además a la ilusión tan frecuente de que quizá sería posible adaptarse a los productos artísticos de una cultura y una civilización totalmente distinta con facilidad y sin perder el alma.

Había muchos ejemplos de esta ilusión infantil en Bellini y Oriente y el catálogo que acompañaba a la exposición. Uno es una acuarela procedente de un álbum del Palacio de Topkapi, atribuida a un artista otomano llamado Sinan Beg y, casi con certeza, inspirada por el retrato de Bellini. Según el catálogo, se llama Mehmed II oliendo una rosa; no es ni un retrato del Renacimiento veneciano ni la clásica miniatura persa-otomana, y eso resulta un poco inquietante para el espectador.

En un artículo sobre Seker Ahmet Pasha, otro artista turco que se inspiró en tradiciones artísticas orientales y occidentales -la miniatura otomana-persa y el paisaje europeo, especialmente el de Courbet-, John Berger hablaba de este mismo malestar. Y, aunque él lo atribuía a la dificultad de armonizar técnicas diferentes, como el uso de la perspectiva y el punto de fuga, también tenía la impresión de que el problema fundamental era, en realidad, la dificultad de armonizar distintas visiones del mundo. En ese retrato otomano inspirado por Bellini, lo que compensa la torpeza de la ejecución -y lo que también parece incomodar al sultán- es la rosa que está oliendo Mehmet II. Si nos damos cuenta de que está la rosa e incluso percibimos su olor no es por su colorido, sino por la prominente nariz otomana de Mehmet II. Cuando nos enteramos de que Sinan Beg, que pintó esta acuarela, era, en realidad, un artista franco que vivía entre los otomanos, y con toda probabilidad era italiano, volvemos a recordar que las influencias culturales actúan en dos direcciones y que son complejas y difíciles de desentrañar.

Otro cuadro atribuido a Bellini nos aleja de las disputas y las preocupaciones eruditas sobre la corrección política y nos habla con extraordinaria elegancia de la relación entre Oriente y Occidente en un sentido más humano. Esta acuarela maravillosamente sencilla, no más grande que una miniatura, muestra a un joven artista o escriba sentado con las piernas cruzadas. Como el papel en el que este joven con pendientes en las orejas deposita su pluma está vacío, no podemos saber si es un artista o un escriba. Pero, por la expresión de su rostro, su aire de concentración y la forma de sus labios, puedo ver que está dedicado en cuerpo y alma a su trabajo. Su concentración en una hoja de papel en blanco y su entrega de corazón me hacen respetarle. Tengo la sensación de que es alguien para quien la belleza y la perfección de su obra (sea un dibujo o un texto) son lo más importante de todo; es un artista que ha alcanzado la felicidad que sólo puede obtenerse cuando uno se vuelca por completo en su trabajo.

Además de apreciar la belleza del pálido rostro del paje imberbe, advierto también la compasión que el artista sentía por él mientras dibujaba su retrato. Como mencionó por primera vez el historiador semi-oficial Kritovoulos de Imbros, y más tarde repitieron numerosos cronistas occidentales y cristianos, Mehmet el Conquistador valoraba a los jóvenes bellos y atractivos; corrió riesgos políticos por ellos y ordenó que pintaran sus retratos y, a partir de entonces, el aspecto fue un factor importante en la selección de pajes para al Palacio Otomano. El encanto del joven artista y su entrega a la belleza de lo que está trazando en el papel, junto con la sencillez del suelo y la pared que le sirven de fondo, son los elementos que dan al cuadro el aire de misterio que siento cada vez que lo contemplo.

No hay duda de que el misterio tiene mucho que ver con el hecho de que el papel que el joven mira con tanta atención está vacío. Si este hermoso artista puede pensar con tanta concentración en lo que aún no ha pintado, debe de querer decir que ya tiene la imagen en su cabeza. Por su forma de apretar la pluma sobre el papel, por su forma de sentarse, por su expresión, vemos que este artista sabe lo que va a pintar. Pero no hay nada en su entorno -ningún objeto, texto, esbozo, molde, ninguna figura humana, ninguna vista- que indique cuál puede ser el cuadro en el que piensa. Es como si este instante congelado de hace 525 años fuera a pasar enseguida y, en cuanto el escriba empiece a mover la pluma, su bello rostro vaya a iluminarse aún más de felicidad, como si estuviera observando el recorrido del lápiz de otro por el papel.

Hace un siglo, en 1905, este cuadro se encontraba aún en Estambul; hoy pertenece al Museo Isabella Stewart Gardner de Boston. Hace unos años, después de pasearme entre las grandes y opulentas obras de Tiziano y John Singer Sargent que alberga ese museo, encontré a mi joven pintor en una mesa situada en un rincón de una de las plantas superiores. Para verlo tuve que levantar la gruesa manta que tapaba el cristal para protegerlo de la luz, e inclinar la cabeza. Mientras observaba la pintura, me dio la impresión de que la distancia entre mis ojos y el cuadro era la misma que la que hay entre el artista y la hoja de papel. Vi que estaba contemplando el cuadrito de Bellini de la misma manera que un sultán podría haber contemplado, en un instante privado, una miniatura del pesado libro que tenía en la mano. Como el pintor del cuadro, yo también miraba hacia abajo.

Lo que distingue la pintura islámica de la occidental a partir del Renacimiento, en la misma medida que las prohibiciones religiosas e incluso, tal vez, más que ellas, es esa mirada secreta y hacia abajo que Bellini captura con tanta intensidad en este retrato. La pintura islámica era un arte no abierto al público, que sólo estaba permitido para adornar las páginas de los libros y, por tanto, en espacios pequeños; nunca se sugirió que pudieran colgarse los cuadros en las paredes, y nunca se colgaron. El escriba de las piernas cruzadas que contempla, abstraído, la hoja en blanco que va a ser su obra, tiene la misma postura que el rico y poderoso -seguramente un sultán o un príncipe- necesitaría adoptar para contemplar este cuadro.

Comparemos esta postura -esta mirada hacia abajo del pintor de piernas cruzadas que se inclina sobre una hoja de papel vacía- con la que podría adoptar un pintor occidental para mirar su cuadro: por ejemplo, Velázquez observando Las Meninas. Primero vemos las cosas que definen ambas pinturas como objetos: los bordes del papel o del lienzo, la pluma o el pincel del pintor y la concentración creativa en el rostro del artista. La mirada del artista oriental de Bellini no se dirige hacia su mundo o su entorno; está fija en la hoja vacía que tiene en el regazo, y podemos decir, al ver su expresión, que está pensando en el mundo que tiene en la cabeza. El arte del miniaturista persa-otomano consiste en conocer y recordar todo el gran arte que le ha precedido y reflejarlo en un estallido de inspiración poética. En cambio, Velázquez levanta la cabeza para ver el punto de fuga, el mundo reflejado en el espejo, el mundo propiamente dicho y la complejidad de lo que está pintando. Tampoco podemos ver su trabajo (aunque suponemos que lo que está pintando es la escena que vemos nosotros), pero podemos comprender, por la mirada cansada y dubitativa del pintor, que tiene la mente ocupada con los serios interrogantes que suscita la composición sin ataduras del cuadro. Mientras que el joven pintor de Bellini observa su hoja en blanco con la felicidad de un joven que recuerda, casi con inspiración metafísica, un poema que ha aprendido de memoria.

En mi país, El escriba sentado que se atribuye a Bellini es muy conocido, aunque no sea tan famoso como su retrato de Mehmet el Conquistador. Se cree que el personaje de las piernas cruzadas es Cem Sultan, cruelmente maltratado por su hermano mayor y cuyo triste destino se narró en numerosas novelas exóticas y melodramáticas. En los libros de texto de mi niñez -escritos por fervorosos nacionalistas que querían occidentalizar la joven República- se decía que Cem Sultan estuvo abierto al arte y a Occidente y fue un príncipe liberal y lleno de juventud, mientras que su hermano mayor, Bayezid II, que acabó envenenando a Cem, fue un fanático que dio la espalda al mundo occidental.

Tras la muerte de Mehmet el Conquistador, este retrato del artista atribuido a Bellini fue enviado, primero, al Palacio de Aqqoyunlu en Tebriz, y luego al Palacio de Safavid, en lo que hoy es Irán. Antes de regresar al Palacio Otomano, como botín de guerra o como regalo, este extraordinario cuadrito fue muy copiado, en esta ocasión por artistas persas. Algunos -al menos, esos espíritus románticos que sueñan con artistas orientales y occidentales trabajando en los mismos cuadros- creen que una de esas copias, actualmente en el Museo Freer de Washington DC, es obra de Bihzad.

Cuando se observa esta última adaptación de cerca se advierte que, donde Bellini decidió colocar elegantemente una hoja de papel en blanco, el pintor safavida ha situado un retrato. Con ello nos recuerda qué poco sabían los artistas musulmanes sobre el arte occidental del retrato, en especial sobre el concepto del autorretrato, y hasta qué punto les agobiaban las dudas sobre su inexperiencia técnica en ese campo. El profesor de Harvard David Roxburgh descubrió que, 80 años después de su realización, el pequeño retrato de Bellini fue a parar a un álbum safavida junto con otros retratos, incluidos varios de la dinastía Ming. Una frase del prefacio sugiere que hasta los mejores artistas safavidas se creían incompetentes en este aspecto: "La costumbre del retrato floreció en las tierras de Cathay (China) y los francos (Europa)".

Pero ello no quiere decir que los artistas persas no fueran capaces de comprender la fuerza irresistible de los retratos. En la historia de Husrev y Sirin, el relato islámico clásico que más miniaturas ha inspirado, la bella Sirin se enamora del guapo Husrev sólo con ver su retrato. Lo irónico es que los artistas persas encargados de ilustrar esta escena eran unos inexpertos en la técnica del retrato, en comparación con los artistas del Renacimiento veneciano. Y en los manuscritos iluminados de los persas, esta escena necesita tener un cuadro dentro del cuadro -igual que los retratos retocados de Bellini y Bihzad-, pero, casi siempre, más que un retrato en sí representan la idea de un retrato.

A partir del Renacimiento, Occidente empezó a sentirse superior a Oriente, no en el campo de batalla, sino en el arte. Cien años después del viaje a Oriente de Bellini, Vasari contaba que incluso los sultanes otomanos, obligados por su religión a mirar la pintura con malos ojos, contemplaban con admiración el arte mostrado por Bellini en sus retratos de Estambul y los elogiaban de forma extravagante. Al escribir sobre Filippo Lippi, Vasari dice que, cuando unos piratas orientales capturaron al pintor, su nuevo dueño le ordenó que le hiciera un retrato; y le impresionó tanto su realismo que dejó a Lippi en libertad. En nuestros días, los expertos occidentales, tal vez porque les inquietan las consecuencias de las desmesuradas proezas militares de Occidente, prefieren no hablar de la fuerza indiscutible que tiene el arte del Renacimiento y destacan los delicados retratos de Bellini para recordarnos que los orientales también tienen su humanidad.

Tras la muerte de Mehmet el Conquistador, su hijo Bayezid II, que no compartía el modo de vida de su padre ni su pasión por el retrato, ordenó vender la obra de Bellini en el bazar. En la Turquía de mi infancia, nuestros libros de texto lamentaban este rechazo del Renacimiento, lo consideraban un error y una ocasión perdida, y sugerían que, si hubiéramos continuado en la dirección emprendida hace 500 años, quizá habríamos podido producir otro tipo de arte y habernos convertido en "una nación diferente". Quizá. Siempre que contemplo el pintor de las piernas cruzadas de Bellini, pienso que ese otro camino tal vez habría beneficiado, sobre todo, a los miniaturistas. Porque les habría permitido pintar mucho mejor sentados ante una mesa, y les habría evitado acabar con piernas y articulaciones doloridas.

© 2006, Orhan Pamuk.

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