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El espejo de Afganistán

Un Estado con cientos de etnias. Un convulso lugar poblado por gentes que no se dejan doblegar fácilmente. Y Chicken Street, una calle de apenas 800 metros, en la capital, Kabul, que es un vibrante reflejo de un país que lucha por dejar atrás un pasado de invasiones y guerras

Las pilas de vasijas de cobre y latón, finamente grabadas al estilo bujara, tintinean amenazantes tras el empujón de la corriente de aire fresco que entra al abrirse la puerta. La tienda de antigüedades de Gul Mohamed está tan atiborrada de cachivaches que casi es imposible fijar la mirada. Sables, cimitarras, trabucos y arcabuces con incrustaciones en plata dejan entrever realidades y leyendas de guerras y traiciones, de invasiones y golpes del interminable desfile de ejércitos e imperios que, desde los persas hasta los griegos, ingleses y soviéticos, quisieron controlar la encrucijada de cumbres altivas y gentes orgullosas que es Afganistán.

De un pequeño taburete de madera, situado en el centro del local, se levanta sin prisas un hombre de larga barba cana y pulcro turbante blanco. Gul Mohamed, que dice no saber su edad -"alrededor de los setenta"-, tiene los ojos de un color verde acuoso que sólo acierto a distinguir cuando me acostumbro a la penumbra reinante, atenuada por la luz que penetra por los escaparates de cristal del ocaso que se desploma sobre Chicken Street. Esta calleja diminuta resume, más que ninguna otra en Kabul, la intrincada y dramática historia afgana.

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En Kuchai Morgá (la calle del Pollo) -conocida entre los extranjeros como Chicken Street- se reflejan todos los acontecimientos que convulsionan Kabul, tal vez la única ciudad del mundo acostumbrada a cambiar de piel para sobrevivir. Sus disfraces de quita y pon son tan radicalmente opuestos que han dejado en los kabulíes un sedimento de hastío y desconfianza en el futuro, algo que los más optimistas ven como el caldo de cultivo de una paz que se resiste a llegar tras 30 años de guerras.

Mohamed abrió su establecimiento en los años sesenta, cuando el país estaba inmerso en un proceso de modernización del que no queda rastro. Entonces, Chicken Street era el eje del comercio afgano. En sus joyerías y tiendas de piedras preciosas y semipreciosas -como el abundante lapislázuli- se gestaban importantes transacciones financieras e intercambios entre los mercaderes que importaban bellísimas alfombras persas y piezas selectas de la producción nacional. Situada en la zona noble de la ciudad, lejos de los bullicios del bazar, en la calle del Pollo nadie recuerda la venta de aves, pero la existencia en la vecina calle de las Flores de tiendas de alimentación evoca los orígenes de la zona.

"Poco importa si somos felices o desgraciados, el tiempo pasa igual", comenta Gul Mohamed con cierto aire filosofal. Reconoce, sin embargo, que los periodos en que vivió mejor fueron justo al principio de su andadura como comerciante, bajo la monarquía moderada del rey Zahir y bajo la república socializante instaurada en 1973 por Daud, sobrino del monarca derrocado. "Nadie sabe lo que nos deparará el futuro. Sólo nos queda rezar para que haya paz", señala este pashtún, cuya imagen parece sacada directamente de las novelas de Rudyard Kipling, quien, pese a ser británico, no pudo resistirse a loar la despiadada pasión con que esta etnia se defendió del Ejército de Su Majestad en el siglo XIX. Alrededor del 40% de los 25 millones de habitantes de Afganistán son pashtunes, que pueblan el este y el sur, incluida la capital, aunque Kabul es la única ciudad claramente multiétnica de un Estado todavía en gestación. Aquí todos se sienten en casa: tayikos, hazaras, uzbecos, turcomanos, baluchis… Y así hasta el centenar de etnias y tribus que componen el rompecabezas afgano.

Chicken Street apenas mide 800 metros y está franqueada por tiendas de antigüedades, joyerías, peleterías, vestidos tradicionales, curiosidades y alfombras. En los setenta contaba también con un par de hostales, siempre atestados de hippies, nada interesados en los cachivaches, pero atraídos por el opio, la heroína y la marihuana que se adquirían con facilidad en las trastiendas de la concurrida calle o en cualquiera de sus esquinas. Kabul era la primera escala con sabor netamente oriental de muchos de los jóvenes occidentales que acudían a India y Nepal en busca de iluminación espiritual y se perdían en el tortuoso camino de la droga.

Sentado a la puerta de su tienda, cuya fachada parece tapizada por los vistosos colores de las ropas que cuelgan en hileras de perchas superpuestas, Said Ilmi Alabi, de 50 años, cuenta que en 1979, cuando los soviéticos invadieron Afganistán, él era contable del Ministerio de Planificación. "Yo no era comunista y detestaba vivir bajo la bota extranjera", rememora acariciándose la barba blanca y recortada. "Hice mi maleta y me fui a Peshawar [Pakistán] creyendo que sería por poco tiempo. Allí me tocó empezar de cero y, como muchos de mis compatriotas, opté por abrir una pequeña tienda de objetos afganos. No volví hasta 2002".

Durante la época soviética (1979-1989), en Chicken Street apenas se echó de menos a los turistas que se olvidaron de Afganistán. La guerra se desarrollaba en las montañas, donde los soldados de Dios hostigaban incansablemente a los invasores ateos. Éstos estaban demasiado ocupados en su intento de controlar militarmente el país como para interrumpir un comercio del que se beneficiaban. Kabul se mantuvo prácticamente intacta, por lo que la vida era relativamente tranquila y la economía, con el apoyo de Moscú, marchaba sin grandes dificultades. Además, en las familias de mercaderes no suelen haber muyahidin, los soldados rusos eran buenos compradores y las trastiendas se llenaron de caviar y vodka de contrabando.

Alabi considera que, "de momento", la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad en Afganistán (ISAF) es una ayuda, pero advierte: "Los afganos no tenemos miedo a luchar y siempre estamos dispuestos a levantarnos para liberar el país". La ISAF cuenta en la actualidad con más de 12.000 soldados de distintos países, entre ellos 700 españoles, pero la OTAN, que ostenta el mando de estas tropas y en respuesta a la petición de Estados Unidos, tiene previsto aumentarlas en otros 3.000 efectivos antes de que finalice el año. Para entonces, unos 15.000 soldados de los 18.500 que el Pentágono tiene en Afganistán empeñados en la lucha contra Al Qaeda y los restos del poder talibán se integrarán en la ISAF, que muy posiblemente quedará bajo mando de un general norteamericano de la OTAN.

En octubre de 2004, tres soldados islandeses de la ISAF resultaron heridos cuando un suicida hizo estallar la carga de explosivos que llevaba atada a su cintura en plena Chicken Street. Días después, otro soldado de la ISAF fue herido en un tiroteo que se produjo en la esquina de esa misma calle; avisos de lo que estaba por llegar. El aumento de la insurgencia talibán y el recurso al terrorismo suicida obligaron a la comunidad internacional presente en Afganistán a restringir los movimientos de su personal, tanto militar como civil, a lo que estrictamente exige su misión. Los soldados tienen prohibido salir de paseo o de compras, si bien los viernes, bajo estrictas medidas de seguridad, se permite a algunos vendedores montar un pequeño mercado de artesanía a las puertas de los cuarteles.

Los comerciantes de Chicken Street recibieron consternados la limitación de movimientos impuesta, no sólo al personal de la ISAF y de las Embajadas occidentales, también al de Naciones Unidas y de otras ONG, como el Comité Internacional de la Cruz Roja, que tienen centenares de cooperantes trabajando en Afganistán. Alabi, como muchos de sus colegas, cree que así no habrá un renacimiento ni de esta arteria vital ni de la economía afgana. "Kabul se ha dividido en dos ciudades: la europea, en la que hay agua, electricidad y abundante comida, y la afgana, en la que falta de todo. Es indignante que los extranjeros importen todo lo que comen y beben, ¡hasta el agua!, y todo lo que necesitan para su trabajo, aunque lo encontrarían mucho más barato en nuestros mercados", afirma en una explosión de rabia Alí Abás.

De 31 años, Abás dejó Kabul cuando los talibanes la ocuparon, en septiembre de 1996, y terminó sus estudios de ingeniería industrial en Pakistán. Volvió en 2002, y asegura que desde entonces no ha logrado un empleo fijo. Sobrevive con trabajos esporádicos de intérprete y traducciones de textos simples en inglés y árabe. "En la época soviética", continúa Abás, "había fábricas, cementeras, centrales térmicas… Cuatro años después de la invasión norteamericana no se ha reconstruido nada que nos permita valernos. No hay una sola industria, todo se trae de fuera, todo se importa, incluida la electricidad. No hay desarrollo. Si hemos estado 15 años sin luz, podríamos esperar otros dos e invertir el presupuesto para importar la electricidad en reconstruir presas arrasadas durante la guerra".

Hamid Nurí, de 35 años, no ha cerrado su tienda de alfombras desde que la abrió su padre hace 19 años. Nurí considera que la etapa más dura fue entre 1992 y 1996, durante el "desgobierno" de la alianza muyahidin. Las siete guerrillas islamistas pusieron fin al régimen de Mohamed Najibulá, que gobernaba el país desde septiembre de 1987 -un año y medio antes de que se fueran las tropas soviéticas-, y, de inmediato, las ansias de poder de los comandantes muyahidin y de sus dirigentes políticos condujeron a una guerra fratricida en el interior de Kabul que redujo la ciudad a escombros.

En Chicken Street cayeron varios misiles, que hicieron añicos los cristales de sus escaparates. Muchas tiendas cerraron. "Aquello fue un espanto. No se podía vivir. Aunque esté mal decirlo, la verdad es que los talibanes supusieron un respiro porque impusieron seguridad y orden. Eran molestos porque nos exigieron llevar barba y las mujeres fueron obligadas a ponerse el burka, pero acabaron con el caos y los desmanes de los muyahidin", señala.

Nurí ya no lleva barba, su mujer se ha liberado del burka y sus dos hijas van al colegio, pero el comerciante considera que en la actualidad los afganos "libran otra penosa guerra, ahora económica". El 70% de la población de Kabul está desempleada, y los privilegiados con sueldo apenas ganan el equivalente a 30 euros mensuales, o 40 si son funcionarios. Un euro se cambia por 56 afganíes, y si de cada empleado dependen 10 bocas, las cuentas no dan más que para comer pan: uno grande, suficiente para llenar un estómago, cuesta ocho afganíes, pero un kilo de carne vale 250.

Según el índice de desarrollo humano de Naciones Unidas, Afganistán ocupa el puesto 173º de los 178 países analizados. El Comité Internacional de la Cruz Roja, que desde que se instaló en el país en 1988 ha atendido a unos 50.000 amputados por las minas antipersonas o por accidentes, ha puesto en marcha un programa de minicréditos para "impulsar la rehabilitación tanto física como económica y social de los discapacitados afganos, que sufren con más rigor que el resto de la población la penuria del país", afirma Olivier Moekli, coordinador de comunicación del Comité en Afganistán.

Éste no sólo otorga los minicréditos, sino que también asesora y hace un seguimiento pormenorizado, de manera que los beneficiarios se sientan más protegidos que vigilados. En Kabul, estas ayudas, que en su mayoría no superan los 100 euros, se invierten sobre todo en la apertura de minúsculos comercios y talleres, que permiten a los discapacitados recuperar su dignidad y participar del inmenso bazar en que se ha convertido la capital, donde casi todos subsisten vendiendo cualquier cosa, desde caramelos y bufandas hasta recambios de teléfonos móviles. Los que menos tienen vocean a pie las mercancías que llevan colgadas al hombro. El escalón superior lo ocupan los que empujan un carrito con frutas, especias, ropas u otros productos. El siguiente lo componen una infinidad de tiendas diminutas. Muchas de ellas son contenedores. Los que suben de este peldaño son una minoría.

En Chicken Street, la furia vendedora está más controlada. Los comerciantes no admiten carritos intrusos ni vendedores extraños a pie. Las mercancías que a veces ocupan las estrechas aceras son de los mismos establecimientos. Quienes consiguen colarse a la búsqueda de occidentales caritativos son los más avispados del ejército de pedigüeños que deambula por Kabul. "¿Mañana sí?", pregunta en español un muchachito, que intuye la nacionalidad de quien le ha denegado la limosna. No tardan en aparecer un par de mujeres ocultas por el burka que muestran al pequeño costroso y de aspecto enfermizo que llevan en los brazos y van rodeadas por una caterva de chiquillos andrajosos, no mayores de cinco o seis años.

Las mendigas son con frecuencia viudas. La vida sigue siendo extremadamente dura para las mujeres afganas, muchas sometidas a estrictas y ancestrales tradiciones tribales y étnicas, como la pashtún, según la cual una mujer no debe salir a la calle más que dos veces: la primera, al ser entregada en matrimonio, y la segunda, muerta, para que la entierren.

El 79% de las mujeres y niñas que viven en las ciudades son analfabetas. En el campo, el índice se dispara hasta el 90%, y no tiene visos de mejorar. En el último año, la insurgencia ha quemado u obligado al cierre de 200 escuelas rurales a las que asistían niñas. El Programa de Desarrollo de Naciones Unidas advierte de que cada media hora muere una mujer afgana embarazada. A finales de marzo, Masuda Yalal, entonces ministra de Asuntos de la Mujer, me confesó que se había hecho feminista en el año y medio que llevaba al frente del ministerio. "Me llegan casos espantosos", afirmó. Yalal, que criticó a la comunidad internacional por olvidar las promesas a la mujer afgana, indicó que "el 90% de las esposas e hijas en las zonas rurales sufren violencia doméstica".

Nazia tiene 24 años y estudia tercer curso de literatura en la Universidad de Kabul, el lugar donde más se ha notado el cambio de régimen propiciado por la invasión norteamericana. "Nunca más un Gobierno talibán ni muyahidin", dice esta hija de un policía, que no se cubre la cabeza y sueña con ser funcionaria o trabajar en una oficina. En la universidad, las clases son mixtas, aunque unos y otras reconocen que no hablan con los compañeros del otro sexo.

El catedrático de economía Hasibulá Mowahed recuerda que la Universidad de Kabul estuvo cerrada en 1992 y 1993, cuando la capital se sumió en el caos por los combates de las guerrillas islamistas. "Algún día, la historia reconocerá lo nefastos que fueron para el país Masud y toda la calaña de muyahidin que apoyó EE UU", señala bajando la voz y apuntando al retrato del mítico comandante colgado en la pared del aula. Asesinado el 9 de septiembre de 2001, supuestamente por orden de Osama Bin Laden, en Kabul hay casi tantos retratos del máximo líder guerrillero de la Alianza del Norte como en Pyongyang de Kim Il Sung.

Según Mowahed, durante la época talibán, la universidad permaneció abierta, pero, además de la expulsión de profesoras y alumnas, la enseñanza sufrió un grave revés por la falta de material, profesorado y estudiantes. La Facultad de Económicas apenas tenía 80 alumnos. Ahora, la cifra ronda los 900. El profesor, de 37 años, acusa a "los servicios de espionaje de Pakistán, Estados Unidos y Reino Unido" de haber creado el régimen talibán, y sostiene que la ISAF debe permanecer "hasta que se desarrolle la sociedad civil destruida tras la caída del Gobierno de Najibulá".

Kabul ha absorbido a un buen número de los más de cuatro millones de afganos que, desde 2002, han regresado paulatinamente al país desde los campos de refugiados en Irán y Pakistán, pero la capital, en ruinas, está desbordada. El presidente, Hamid Karzai, que ha escapado a varios intentos de asesinato, está absorto en la defensa nacional y en su propia seguridad, mientras aumenta la frustración por la falta de trabajo y de condiciones mínimas.

El 90% del presupuesto nacional procede de la ayuda internacional, que desde 2001 ha desembolsado unos 8.000 millones de euros en apoyo a la reconstrucción de Afganistán. Una parte sustancial de la enorme suma desaparece en los sueldos de los expatriados y en las costosas importaciones que suponen los intentos de proporcionarles unas condiciones de vida y trabajo similares a las de sus países de origen. Muchos afganos ven en todo esto el fiasco del apoyo internacional.

Para la mayoría pashtún, la situación es dolorosa. La Alianza del Norte, en la que se apoyó el Pentágono para derrocar al régimen talibán, integrada sobre todo por las minorías tayika y uzbeka, disfruta en el Afganistán democrático de privilegios que les han permitido adueñarse de muchos puestos de trabajo en la Administración, mientras que los pashtunes, vistos por los estadounidenses como simpatizantes de los talibanes, han sido relegados. El desempleo y el malestar de muchos jóvenes pashtunes son peligrosos en un país donde el terrorismo urbano, hasta ahora casi inexistente, ha hecho explotar en apenas seis meses más de 60 coches bomba.

La situación tampoco se presenta muy esperanzadora en el campo, donde habita casi el 80% de la población. Entre dos fuegos -rebeldes y narcotráfico-, muchos campesinos se colocan al sol que más calienta, el de los bien pagados cultivos de droga, lo que vuelve a encerrar Afganistán en el círculo vicioso de la mafia, el tráfico de armas y la insurgencia.

En Chicken Street, de momento, las únicas armas que se venden son cimitarras y arcabuces. Las mafias, mucho más poderosas, tampoco se muestran interesadas en esta calle. Como Said Mogadan, de 39 años, se desplazan en grandes todoterreno. Se unió a las filas de la Alianza del Norte cuando tenía 23, está construyendo a 13 kilómetros de Kabul una ciudad nueva de 300 edificios. "Cada uno", cuenta, "con cuatro a ocho viviendas de entre 90 y 180 metros cuadrados cada una. Todas con agua corriente, electricidad y otras comodidades". A diferencia del resto de las ciudades afganas, con excepción del centro de Kabul, sus calles estarán asfaltadas.

"Todo con mi dinero. Encargué el proyecto a urbanistas italianos y arquitectos iraníes", afirma en el enorme salón de su casa, decorado con horrendas molduras de escayola dorada. La nueva clase social afgana sin tiempo para detenerse en Kuchai Morgá.

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