La última zafra en Europa
El cultivo de la caña de azúcar que trajeron los árabes hace once siglos ha desaparecido. Con ella se pierde una cultura y se modifica el paisaje del mar de cañas que bordeaba la vega granadina y la costa malagueña
La pasada primavera, en las provincias de Málaga y Granada tuvo lugar la última zafra que se celebra en Europa. La Azucarera del Guadalfeo, la única fábrica molturadora de caña de azúcar que sobrevivía en el continente, puso fin a su aventura, y con ella desaparecerá un cultivo que trajeron los árabes hace once siglos y que llegó a extenderse por todo el Mediterráneo.
El cierre de la azucarera, anunciado desde hace años, fue el último episodio de una serie de acontecimientos que habían mermado una actividad que hasta no hace mucho tiempo ocupaba a millares de personas en la costa, pero que últimamente se circunscribía ya a determinados puntos de Málaga y Granada. Las continuas caídas del precio del azúcar, unidas a la especulación que hace mella en los municipios en que la caña tenía su asiento, hicieron que su cultivo se redujera paulatinamente, obligando a cerrar las muchas fábricas que hasta hace poco se disputaban su molturación anual. Hasta siete llegó a haber en Motril, la capital granadina del azúcar, por ejemplo, aunque la última en cerrar estuviera radicada en la vecina Salobreña.
Con el cierre de la Azucarera del Guadalfeo no desaparece sólo una actividad que ya no era rentable prácticamente para nadie (ningún vecino vivía ya de la caña, al decir de la propia gente de la comarca). Desaparece también toda una cultura con muchos siglos de antigüedad y desaparecerá un paisaje que caracterizó hasta hoy la fértil vega del Guadalfeo y la franja costera oriental de Málaga. El mar de cañas que se domina desde la alto de la atalaya de Salobreña (una localidad alzada sobre una roca frente a la desembocadura del río) o el que se puede ver al aterrizar alrededor del aeródromo malagueño pronto no serán ya más que fotografías en los museos y en la memoria de los lugareños. Como decía Encarna Escañuelas, archivera municipal de Motril y promotora del dedicado -en el antiguo ingenio de La Palma, en esa misma ciudad- a la época preindustrial del azúcar, posiblemente lo único verde que se verá en toda la comarca pronto serán los campos de golf que hagan.
Las reacciones de los vecinos ante el final de una actividad que ha marcado sus vidas desde siempre va de la incertidumbre a la indiferencia, pasando por la resignación. La incertidumbre la viven más quienes, como los trabajadores de Azucarera del Guadalfeo, ignoran qué será de ellos (mientras molían la caña de la que todos sabían era ya la última zafra, ninguno de ellos sabía cuál sería su destino al terminar), mientras que la resignación y la indiferencia se advierten más entre los vecinos que abandonaron ya el campo hace tiempo para dedicarse a la construcción o al turismo, las dos actividades más pujantes y rentables en la zona. Incluso los agricultores que todavía plantaban caña en sus propiedades aceptan el final de ésta sin demasiada melancolía. "¡Total, para lo que daba!", decía Jesús Briones, que comenzó a trabajar en ella con 11 años, mientras, con resignación, contemplaba el trabajo de los tractores en una de sus parcelas. Aunque enseguida añadiera, mirando a su alrededor: "Ahora, todo abandonado ".
Como Jesús Briones, muchos agricultores de la comarca del Guadalfeo, tanto en activo como jubilados, contemplan con recelo el futuro de la vega, que adivinan muy incierto -"la salinidad del suelo no permite otros cultivos", explicaba Antonio Rodríguez, encargado de la azucarera, y de familia de agricultores de Salobreña-, aunque la mayoría está más pendiente de las subidas del precio de sus terrenos ante la especulación que ya ha comenzado. Mientras se procedía a la zafra, el Ayuntamiento de Salobreña aprobaba su nuevo Plan General de Ordenación Urbana, que afecta a la cuarta parte de los terrenos y prevé la construcción en los próximos 15 años de 17.500 viviendas, así como de 16 hoteles y dos campos de golf. Y la propia fábrica azucarera -cuyas instalaciones decimonónicas, pura arqueología industrial, ocupan un lugar privilegiado junto al mar- va a dejar paso a un puerto deportivo. Que es la auténtica razón, al decir de los más escépticos, de que la azucarera cierre y de que la gente abandone el campo.
Sea por la razón que fuere (o por la combinación de todas, que parece lo más creíble), lo cierto es que esta primavera habrá acabado en la costa el cultivo de una planta que, desde su lugar de origen (la región del norte de la India), se expandió hacia Occidente con los ejércitos hasta llegar al Mediterráneo de la mano del islam. A las costas españolas debió de arribar en el siglo IX, aunque la primera constatación de ello la hace el geógrafo e historiador árabe Al Razí en el Calendario de Córdoba del año 961. Desde entonces hasta hoy, la evolución de la caña ha variado mucho, desde los tiempos en que ocupaba (entre los siglos XII y XIV) prácticamente toda la costa mediterránea hasta su reducción progresiva a partir de 1900, en función de la demanda mundial de azúcar y de los avatares de su cultivo y transformación. Se sabe que las primeras cañas que llegaron a América lo hicieron en el tercer viaje de Colón (en mayo de 1498) y que enseguida su cultivo se extendió por el nuevo continente, lo que repercutiría lógicamente en Europa. El descubrimiento de la remolacha en 1747, y de la obtención de azúcar a partir de ella, sería el segundo golpe para la caña, cuyo cultivo se había extendido hasta Grecia e incluso a islas como Sicilia o Creta. Reducida a las costas españolas, principalmente las andaluzas, cuyas condiciones climatológicas (temperaturas suaves en primavera y ausencia de heladas durante todo el año) son óptimas para su cultivo, la caña comenzó a perder importancia, pese a que viviría algún momento de recuperación coincidiendo con avatares históricos o políticos, como las guerras, y pese a que, en algunos sitios, como en el delta del Guadalfeo, siguiera siendo prácticamente un monocultivo. El empeño de algunos empresarios de la zona junto con la mecanización, a partir de principios del siglo XX, del proceso de molturación y de la obtención de los diversos productos de la caña hicieron que ésta haya subsistido, a pesar de la competencia de la remolacha, cuya producción iría en sentido inverso, y de las importaciones de azúcar de América.
Todo esto terminará este año. Con el cierre de la azucarera, cuyo funcionamiento se alimentaba por una máquina de vapor que trajo su fundador desde Escocia en los años veinte y cuyo destino es una incógnita, concluirá una historia que forma parte ya del paisaje y de la vida de toda la gente de aquellos pueblos. Estampas como las del acarreo de la caña a lomos de burros o de su molturación en viejos molinos decimonónicos que se exhiben en las propias oficinas de la fábrica, o imágenes como las de la vega llena de gente cortando caña a machete y apilándola para su traslado, pasarán a la memoria de las personas que nacieron y crecieron dedicadas a esa actividad. Como José Prados, agricultor jubilado de Salobreña, que contemplaba la vega desde el castillo y que opinaba que "la caña se termina porque nadie quiere trabajar", o como Joaquín Martín, el director de la azucarera y principal accionista de ella, para el que la caña desaparece porque ya no es competitiva. "Desde 1994 estamos nosotros solos. Todas las fábricas han ido cerrando. El azúcar vale cada vez menos y es imposible seguir con esto", decía mirando la fábrica que heredó de su familia, quien a su vez la adquirió hace tiempo a su fundador, el legendario conde de Agrela. Joaquín Martín, para quien el cierre de la azucarera "era la crónica de una muerte anunciada", el final le parecía triste, pero había que mirar hacia el futuro: "No se puede vivir de la nostalgia".
En efecto, no se puede vivir de la nostalgia, pero los que se preguntaban de qué vivirían a partir de ahora eran los 26 trabajadores de la azucarera que, junto con los eventuales contratados para la zafra (entre 50 y 60, sin contar los transportistas), se quedarán definitivamente sin trabajo. Trabajadores como Manuel Escribano, el encargado de las calderas, que, con 31 años en la empresa, veía el futuro bastante negro -"debe de ser porque estoy aquí"-, o como Antonio Ruiz, de Almuñécar, quien, a sus 62 años, toda la vida en torno al azúcar, pensaba que para él todo ha terminado -"¿adónde voy a ir ya con mi edad?"-. Otros, como Alberto Medina, de La Caleta, el barrio de pescadores cuyas casitas se alzan sobre la fábrica, pensaban, por el contrario, que su destino estaba cantado: "Acabaremos todos de camareros".
De camareros o en la profesión que sea, lo que está claro es que para ellos el cierre de la azucarera supondrá un cambio en sus vidas. Un cambio que repercutirá también en las de sus familias y hasta en las de sus vecinos, acostumbrados a vivir toda la vida en torno a la caña. La imagen de los tractores apilándola en los camiones que luego la trasladaban hasta la azucarera; la de ésta echando humo sin cesar, día y noche, durante varios meses (los que duraba la temporada), o la del que se levantaba todas las tardes en la vega señalando los cultivos que al día siguiente iban a cortar (desde hace bastantes años, en vez de pelarla a mano se prendía fuego a la caña para que éste hiciera el trabajo), no volverán a repetirse en la zona, como tampoco se repetirán escenas que formaban parte de su identidad. Aunque no todo lo que desaparecerá con la caña y con el azúcar merece ser añorado. No lo merece, por ejemplo, el recuerdo de aquellas familias del interior de Granada y de toda Andalucía que llegaban antiguamente a la costa para trabajar como temporeros (participaban todos: niños, hombres y mujeres, por jornales de miseria), como tampoco lo merece hoy el de los extranjeros (ecuatorianos, rumanos, senegaleses ) que les sustituyeron luego y que han sido los últimos monderos de la zafra. Su desamparo económico unido a las condiciones en que vivían en dependencias de la azucarera o en antiguos aperos de labranza remitían más a la antigua época que a la verdadera vida del siglo XXI. Como decía Constantin, uno de los rumanos: "Abusan de nosotros porque lo necesitamos". Pero, sobre todo, desaparecerá un trabajo que, a pesar de los adelantos, seguía siendo muy duro, puesto que la mayoría de él se seguía haciendo a mano. La monda, principalmente, como se denomina a la corta popularmente, se seguía haciendo a machete, en jornadas maratonianas de ocho y diez horas, como cuando los esclavos la hacían en América. Y ello por unos hombres sin mucha preparación (salvo algún ecuatoriano o boliviano, nunca habían trabajado con la caña) que venían de la aceituna, y de la caña se iban al algodón. Y todo por unos sueldos que los españoles ya no aceptaban, como lo prueba el hecho de que no había uno solo entre todos ellos. "Esto no lo quiere nadie", reconocía Javier, administrativo de la azucarera, refiriéndose a sus vecinos. "Eso era antes, cuando había hambre", apostillaba el propio Joaquín Martín, el director de la azucarera, que conoció de niño otras épocas.
Al final, todo quedará reducido a una historia que los vecinos les contarán a sus hijos pasado el tiempo y a una serie de recuerdos dispersos por la comarca. Como la maquinaria que adorna ya las plazas de algunos pueblos, procedente de las antiguas azucareras, o como los museos que algunos quieren hacer en algunas de ellas, como en la del Pilar, en Motril. Encarnación Escañuelas, su promotora, viene luchando por ello, como antes luchó por el de la Palma y como continúa luchando por el establecimiento de una ruta del azúcar en la zona que sirva para conocer (y conservar a la vez) el enorme patrimonio que atesora. Otros, en cambio, como Francisco Montero, el único criador de ron de caña que sigue en pie y un personaje muy popular en toda la costa, sin oponerse a que eso se haga, se muestran menos nostálgicos o por lo menos más positivos. "La vida cambia y hay que cambiar con ella", dice a sus 78 años, todos pasados entre barricas haciendo ron.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.