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Crónica:DIETARIO VOLUBLE
Crónica
Texto informativo con interpretación

No sabemos lo que seremos

Enrique Vila-Matas

1Lo primero que leo al despertarme es una frase que dice que la ciencia es infalible, pero los sabios se equivocan siempre. Es una premonición del día científico que me espera. Al salir a la calle, a primera hora de la mañana, encuentro el semanario L'Independent del barrio de Grácia, que trae en primera página la noticia de que los laboratorios Almirall harán una residencia para científicos especializados en I+D en lo alto de la calle del Escorial, esquina con Camèlies. La residencia tendrá seis pisos. Desde el primer momento veo como una buena noticia que irrumpa la ciencia en el barrio. Para mi aburrido arrabal la perspectiva me parece magnífica. ¿Acaso la ciencia no consiste en pasar de un asombro a otro?

Me viene a la memoria de pronto que miles de investigadores españoles irrumpieron con firmeza, el año pasado, en el debate sobre el futuro de la investigación y el desarrollo (I+D) en España presentando a la vicepresidenta del Gobierno un informe que contenía todo tipo de fórmulas para el desarrollo científico en España. Y me pregunto si habrá cuajado el informe. Al poco rato, me saca de dudas un artículo de Pere Puigdomènech en estas mismas páginas: "Tal como están yendo las cosas en los últimos años, se produce un sentimiento de que se está desaprovechando una ocasión de oro para construir un sistema sólido de ciencia y tecnología en nuestro país que, todos parecen estar de acuerdo, es uno de los pilares esenciales para el futuro de una sociedad avanzada como la nuestra".

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¿Qué hacía a primeros de este mes Benedicto XVI, hombre con fe católica de ojos abiertos, en el Museo de las Artes y las Ciencias de Valencia? ¿El porvenir es de las ciencias o de la familia tradicional? ¿En qué quedamos? Este Papa, en cualquier caso, tiene una forma muy inteligente y curiosa de distinguirse del anterior: a pesar de ser nada menos que Papa, es discreto, cultiva las formas elegantes y rehúye el protagonismo. A veces, a pesar de su intelectualismo, tiene la maravillosa simplonería de Juan XXIII, esa sencillez cristiana que llevó al cardenal Roncalli a escribir una sola frase en su diario el día en que fue elegido sucesor de Pío XII: "Hoy me han hecho Papa".

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Me pregunto qué habrá sido de Joan Stock, aquella jubilada británica que hace seis años fue la primera persona del mundo a la que le diagnosticaron una alergia a las ondas electromagnéticas emitidas por los microchips. Como las ciencias avanzan que es una barbaridad, los médicos que la trataban llegaron a la conclusión de que las ondas afectaban a las terminaciones nerviosas del cerebro de la jubilada. La historia, basada en un hecho real, daba -sigue dando supongo- para el arranque de un cuento o de una novela. Debido a lo que le sucedía a la pobre Joan, los Stock viven en una casa aislada cerca de Bristol en la que sólo hay electrodomésticos de los años setenta. Joan no puede ver la televisión ni viajar en medios de transporte modernos. Seguramente la señora Stock es uno de los seres más felices de la tierra. Pero quién sabe. Tal vez es una señora muy rara. Claro que, ¿para quién puede ser rara si no tiene vecinas?

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Sabemos lo que somos, pero no lo que seremos. Creo que lo decía mister Shakespeare.

5 "La ciencia no tiene objeto más que dentro de sí misma. La astronomía no resolverá nunca una cuestión estética o moral. Por la teoría de Copérnico, el hombre no va a ser mejor ni peor ni a tener más medios de vida ni a resolver un problema sentimental", escribía Pío Baroja en 1945. Era el mismo escritor y médico que en el 39, en pleno final de la Guerra Civil, había dicho que la ciencia maravillaba: no confortaba, no abrigaba, podía tener frutos amargos, y desabridos, pero le dejaba a él absorto y seducido. Ya en 1910, este literato de fuste (tan injustamente tenido por algunos como rancio inmovilista y retrógrado) decía que en la esfera religiosa, en la esfera moral, en la social, todo puede ser mentira: "Nuestras verdades filosóficas y éticas pueden ser imaginaciones de una humanidad de cerebro enloquecido. La única verdad, la única seguridad, es la de la ciencia, y a ésa tenemos que ir con una fe de ojos abiertos".

Todavía hoy me asombra este Baroja científico, lúcido creyente en algo que en la actualidad posiblemente aún le maravillaría más. Me pregunto qué pensaría ahora su fe de ojos abiertos acerca de los turbadores últimos avances de la ciencia.

Muchas veces, en París, voy a la Rue Vaugirard y hago como que busco ese hotel Bretonne que una tarde de frío invierno busqué de verdad hasta que comprendí que había desaparecido: ese hotel de cuarto con cama empotrada en la pared y precaria mesa con tapete en la que en 1910 comenzó el exiliado Baroja a escribir El árbol de la ciencia, posiblemente su mejor novela. Sé que ya no está el hotel, que ya no lo encontraré, pero mi fe ciega en la ciencia me conduce a ir de nuevo a la Rue Vaugirard y pasar por delante del humilde albergue barojiano y saludar a ese inmueble donde estuvo el hotel y que hoy es una casa de viviendas particulares. Es mi parisina forma de pensar en Baroja, de evocar su curiosa combinación de boina y ciencia.

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Tras un paseo neurótico por los alrededores del Museo de la Ciencia de Barcelona, me digo que nada de Jules Verne y de otros escritores considerados científicos. El verdadero científico es Franz Kafka. Nunca se encadena a ninguna verdad y, sin embargo, todo son verdades. Es inagotable. Se estrellan contra él todos quienes, al querer interpretarlo por un lado u otro, reducen la infinitud de su obra. Sólo le faltó decir que el verdadero saber consiste en medir la extensión de la ignorancia.

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