La 6ª guerra de Oriente Próximo
Las acciones terroristas de Hamás en los territorios ocupados y de Hezbolá contra Israel, más la brutal e indiscriminada respuesta israelí, han efectuado la fusión entre dos conflictos en los que confluyen terrorismos y contraterrorismos muy diferentes, como Israel-Palestina e Irak. El incremento y extensión de la violencia apuntan además a que ésta es la sexta guerra de Oriente Próximo, tras los conflictos entre Israel y sus vecinos de 1947-1948, 1956, 1967, 1973 y 1982.
El 11-S creó una situación en la que la intangibilidad del enemigo -Al Qaeda- conducía a Washington a predicar que todos los terrorismos eran un solo terrorismo, de lo que se deducía la conveniencia de formar una alianza dirigida por el presidente Bush de todos los Estados que hubieran sufrido o temieran sufrir ese azote. Se trataba de recabar el máximo apoyo político a una guerra cuya naturaleza determinaría tan sólo la Casa Blanca. Y el interés del primer ministro israelí, Ariel Sharon, iba fuertemente en ese sentido para poder estigmatizar a la Autoridad Palestina (AP) de Yasir Arafat, de aliada y productora de terrorismo, así como afirmar con gran presencia de ánimo que no había interlocutor de paz, lo que le eximía de tener que evacuar los territorios ocupados.
El interés palestino consistía en dejar claro, en cambio, que la guerra de Hamás -contra la ocupación israelí- no tenía nada que ver con la de Al Qaeda, que se libraba contra Occidente, y era uno de los componentes islámicos de la guerra de Irak contra el ocupante norteamericano. Jerusalén ha tratado por todo ello de arrastrar a Washington hacia una identificación mayor entre la lucha contra Al Qaeda y contra Hamás, mientras que Arafat tenía que esforzarse por que una no contaminara a la otra.
Y ha sido, finalmente, el conflicto iraquí el que ha causado la fusión. El terrorismo palestino está persuadido de que la incapacidad de Washington para ganar la guerra del Creciente Fértil es un reflejo de la propia debilidad de Israel: en Líbano, de donde cree a pies juntillas que fue la lucha de Hezbolá la que expulsó militarmente al Estado sionista en 2000; y en Gaza, donde los seguidores de Hamás no dudan de que fueron sus atentados los que forzaron la retirada de la franja en 2005. Y la guerra de Irak, igualmente, se percibe por el Gobierno israelí como una razón más para actuar al amparo de la ocupación norteamericana.
La fusión se hace aún más clara con una paralela concatenación de acontecimientos. Las conversaciones de EE UU y la UE con Irán sobre el desarrollo de su programa nuclear no avanzan, y podría estar próximo el día en que se planteara en la ONU la posibilidad de sanciones contra Teherán. En esa situación, Hezbolá, de oficio o a petición de parte, le hace un gran favor a Irán, su potencia protectora, entrando en la refriega con el lanzamiento de cohetes sobre territorio israelí. No sólo recuerda con ello a Occidente cuál es el verdadero problema de Oriente Próximo, sino que muestra cómo cabe incendiar el paisaje por procuración.
La AP y Líbano están pagando un alto precio por ese equilibrismo de alto riesgo, con toda la destrucción de infraestructuras y pérdida de vidas. El terrorismo islamista está convencido de que cada muerte amplía su base de reconocimiento en el mundo árabe e islámico. Y asegura que eso se nota en Afganistán -conflicto de intensidad ya no tan baja-; en Somalia, donde emerge una fuerza islamista en el poder, y da aire a la guerrilla terrorista contra India en Cachemira.
Esa fusión es, sin embargo, una apuesta al borde del precipicio porque permite a Israel librar una guerra ya no encaminada a liberar a los soldados, sino a destruir los medios de vida de la sociedad palestina y a machacar a Líbano, culpable al parecer de no existir como Estado. Y, de otro lado, no es fácil distinguir cuáles son las contrapartidas que obtienen Hamás y Hezbolá con tan empecinada ofensiva. Su respuesta sería la de que su acción es estratégica y no táctica. Pero es que a Israel con ir ganando lo táctico parece que le basta.
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