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Columna
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El puente, los puentes

Hay que hablar de ese puente, de este puente de todos los vascos que la Unesco termina de premiar, distinguir o nombrar con el título de Patrimonio de la Humanidad. Desde el pasado jueves, ya lo saben, el Puente de Bizkaia, nuestro Puente Colgante de Portugalete es, además de un ingenio ingenieril que permite a la gente y a sus vehículos cruzar de un lado a otro la ría de Bilbao, un monumento vivo, es decir, un monumento móvil, que no para, que funciona y trabaja y rinde beneficios económicos como un buen empleado rinde su plusvalía. Uno tiende a sonreírse cuando escucha cómo algunos periodistas embaulan nuestro querido puente de metal con las pirámides de Gizeh, la Acrópolis de Atenas o el lejano y famoso Taj Majal. Cerramos el baúl, sonreímos y callamos porque somos, antes que nada y después de todo, naturales del hoyo de Bilbao y pasajeros de su vieja cloaca navegable que ahora discurre limpia y habitada de peces increíbles hacia la mar de todos los naufragios. No hay otra.

Lo importante es que el puente sigue vivo. En la Guerra incivil intentaron volarlo por los aires y lo medio volaron, junto con sus hermanos chicos del Nervión que volaron del todo, pero fue reparado y otra vez puesto en marcha después de que Areilza, el conde de Motrico, que además de fascista era ingeniero y alcalde Bilbao (más ingeniero que fascista y más fascista, entonces, que alcalde de la Villa de don Diego), organizase la reconstrucción de los puentes volados y caídos. Los puentes, se miren como se miren, por encima o debajo o por los flancos, son algo imprescindible, justos y necesarios como el agua que atraviesa sus ojos con fe ciega. Nuestro Puente Colgante de Portugalete es, además de lo que es, de lo que lleva siendo un siglo largo, un monumento, un patrimonio de la humanidad que debe preservarse, pero también un símbolo que hemos de aprovechar. A veces, como suele decir Félix de Azúa, hay que ser generoso para aceptar un regalo.

Deberíamos aceptar el regalo que nos hace la Unesco y entender que el regalo es también, y quizás ante todo, un presente simbólico. Deberíamos dejarnos caer, por una vez, en las simas del símbolo y en el hondón de las alegorías. Nuestros abuelos fueron fervientes cultivadores de los símbolos y las alegorías, tan ingenuas, tan tópicas, tan todo. En la estación de Amberes (lo cuenta W. G. Sebald en su novela Austerlitz) te sientes literalmente oprimido por las alegorías. En la Estación de Norte de Bilbao le aplastaba al viajero una inmensa vidriera alegórica que ahora están restaurando. El trabajo, la industria, los deportes, el campo... El que llegaba a la estación de Abando sentía por momentos el deseo de huir de aquel infierno de remeros exhaustos, pelotaris exhaustos y mineros a punto de expirar por culpa de un esfuerzo sobrehumano, más propio de titanes que de seres humanos. Así era.

La alegoría, en fin, es un género incauto. Es una ingenuidad que puede acabar mal, de acuerdo. Los símbolos a veces -demasiadas, lo sé-, los carga el diablo, no vamos a negarlo. Pero hemos de aceptar que el símbolo del puente nos es tan necesario como el agua en los tiempos de sequía que corren. El puente y sus metáforas y su campo y afluentes semánticos. Se trata de acercarnos los unos a los otros y a las otras a través de los puentes. Se trata de cruzar de un lado a otro y ver lo que sucede en la otra orilla. Se trata de tenderlos (me refiero a los puentes) siempre que la distancia nos aleje de modo peligroso e insalvable. ¿Es insalvable la distancia que separa hoy por hoy al PP y al PSE?

Déjenme ser ingenuo y pensar en el Puente Colgante e instalarme en el grado cero de la simbología. El desgraciado video del PP sobre el asesinato de Miguel Ángel Blanco (agitación y propaganda digna de la peor izquierda) amenaza con fracturar del todo las relaciones entre los dos partidos, justo cuando la comunicación entre ambos sería más necesaria, tanto como el silencio (o la ausencia de ruido) que desde Gesto por la Paz demandaban la semana pasada. Necesitamos puentes, pero no los tendemos, antes bien, los volamos para satisfacción de los dinamiteros de ETA que antes volaron nuestra convivencia. A enemigo que huye, puente de plata, aunque lo más probable es que éste (esa serpiente ciega y descabezada) se conforme con un puente de hierro o de madera que el PP no debería quemar o sabotear.

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