Preguntas sin respuesta
Hay películas que parecen incomprensiblemente heridas por la voluntad de construir con ellas un discurso con pocas respuestas, una suerte de hermética caja en la que mueren los ecos de las preguntas que el espectador constantemente les va haciendo. Es el caso: ambientada en la alta montaña alpina, Malabar Princess habla de cualquier cosa menos de una princesa india. Habla de pérdidas; habla, en un tono a veces bordeando la necrofilia, de muerte e imposibles resurrecciones; de accidentes en los picos inaccesibles de un glaciar; de ausencias.
Todo visto desde la óptica de un niño que ha perdido a su madre y que tiene por compinche a un abuelo (el simpático Villeret: tal vez demasiado simpático para un personaje que no necesita de bromas), amén de una relación distante y difícil con su padre; y, ciertamente, muy poco hostil con el resto de su entorno. El porqué de que sigamos su curso sin rechistar (y, de paso, reconozcamos la maestría de su responsable, Gilles Legrand, en el asunto) tiene mucho que ver justamente con ese propio hermetismo: sabemos que, más tarde o más temprano, la película revelará sus secretos.
MALABAR PRINCESS
Dirección: Gilles Legrand. Intérpretes: Jacques Villeret, Claude Brasseur, Jules Angelo Bigarnet, Michèle Laroque. Género: drama, Francia, 2004. Duración: 94 minutos.
Por eso funciona: porque mantiene en vilo al espectador, porque las peripecias de un niño, ciertamente bastante antipático, terminan por hacerse creíbles, y hasta justificables. Y porque ni siquiera le faltan algunos toques de surrealidad, que reposan agazapados entre los pliegues de una peripecia de aprendizaje, un filme con niño que no se hace pesado, ni pedante, ni inverosímil... casi una proeza, vaya.
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