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Me lo merezco

Javier Cercas

Con fulminante valentía, al día siguiente de la concesión del Premio Príncipe de Asturias a Pedro Almodóvar, Forges publicaba una viñeta en la que se veía al galardonado, joven, victorioso, feliz y sin miedo, montado en la cabeza de un toro de cuernos sanguinarios, fauces feroces y cola de diablo; junto a la viñeta se leía: "Almodóvar venciendo a la ancestral envidia ibérica". Como si quisiera evaluar la exactitud del diagnóstico de Forges, ese mismo día la edición digital de este periódico organizó una encuesta para que sus lectores valoraran el premio, y el resultado fue que, al mediodía, con 79 respuestas contabilizadas, el 63% de los participantes consideraba que se trataba de un premio justo, mientras que el 32% consideraba que no lo era. Ustedes dirán. Que Almodóvar es ahora mismo el artista español más reconocido en el mundo es un hecho incontestable, igual que lo es que se ha ganado ese reconocimiento a pulso, a base de trabajo, talento y coraje. Sus películas gustarán más o menos, pero lo anterior no admite discusión; tampoco la admite que ese hecho suscita envidias asesinas -en su profesión y fuera de ella-, aunque también entusiasmo y alegría y adhesiones y generosidad: después de todo, los principales valedores de Almodóvar en el premio han sido dos de los más reconocidos directores españoles -Gonzalo Suárez y José Luis Garci-. Pero es verdad: la envidia es entre nosotros una pasión ancestral; no estoy tan seguro, en cambio, de que sea sólo una pasión ibérica.

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Pedro Almodóvar, premio Príncipe de Asturias de las Artes

No hace mucho, David Trueba me contó una anécdota. En una ocasión se encontraron Fernando Fernán-Gómez y el gran actor sueco Erkland Josephson. En algún momento, Fernán-Gómez comentó: "No sé si sabrá usted que el pecado nacional español es la envidia". "¿De veras?", contestó Josephson. "Pues qué casualidad: en Suecia también consideramos que la envidia es nuestro pecado nacional". No hay que confundir la honestidad con el masoquismo: la envidia no es una pasión nacional -entre otras cosas, porque las naciones son una entelequia-, sino una pasión universal de la que nadie, salvo los sabios -los muy sabios- y los niños -los muy niños-, está exento; ni siquiera, por supuesto, los propios envidiados, por la razón evidente de que nadie tiene a todas horas cuanto quiere o cree merecer, y porque hay que poseer una fortaleza, una alegría y una generosidad heroicas para no sentirse amenazados por las alegrías y triunfos ajenos, y para alegrarse inflexiblemente de ellos. Todo esto lo saben muy bien los moralistas, que nunca han dejado de indagar sobre esa pasión enigmática y común. Casi todos ellos aceptarían, como La Rochefocauld, que la envidia es un furor que no puede sufrir el bien de los otros, que es más irreconciliable y destructiva que el odio (o que es simplemente una forma refinada del odio) y que, en todo caso, siempre es más letal para quien envidia que para quien es envidiado, porque nuestra envidia dura siempre más que la dicha de aquellos a quienes envidiamos. Esta realidad, tan sombría como inapelable, ha hecho que algunos, llevados por su ímpetu optimista, o tal vez por cierta forma saludable de cinismo, se hayan esforzado por buscar alguna virtud en la envidia, y así Voltaire fingió alguna vez creer que ella es un antídoto contra la pereza, porque "aguza el ingenio de cualquiera que vea a su vecino poderoso y feliz", lo que ha permitido extraer "del seno de la tierra todas las artes y los placeres". Pero Voltaire, ya digo, sólo fingía: él sabía muy bien que una cosa es la emulación, que es el acicate principal de los hombres, y otra la envidia, que es (por decirlo como un émulo de Voltaire: Ambrose Bierce) "la emulación reducida a su más mezquina expresión".

Así que mucho me temo que todos, en algún instante de horror, hemos sido un toro de cuernos sanguinarios, fauces feroces y cola de diablo. Nada de ello es misterioso. Lo misterioso (lo que siempre me pareció misterioso) es que casi todos nos vanagloriemos de nuestras pasiones, incluso de las más vergonzosas, salvo de la envidia, que es la única que jamás osamos confesar. Me pareció misterioso hasta que hace poco, leyendo a uno de los hombres más feroces y sanguinarios, más odiados y amados y envidiados de que hay noticia, me pareció resolver el enigma. "La envidia es una confesión de inferioridad", escribió Napoleón Bonaparte. Exacto: por eso nos horroriza sabernos envidiosos; por eso somos incapaces de reconocer nuestra envidia, o nos enferma sentirla; por eso no hay placer más alto ni virtud más limpia que la generosidad: porque no somos héroes -ni muy sabios ni muy niños-, pero por un momento la generosidad nos permite creer que somos jóvenes y felices y hemos vencido y no tenemos miedo, y que no somos inferiores a nadie, ni más torpes ni más tristes ni más desdichados. Y que la vida es buena. Y que nuestra alegría es la de los otros, porque la de los otros es también la nuestra. Y que un premio concedido a un chaval salido de un pueblo de La Mancha, forjado en el cutrerío del underground madrileño y convertido en un director de cine universal, que un premio concedido a Almodóvar y que pocos merecen más que Almodóvar, es un premio que nos conceden a todos. Incluidos a usted y a mí. De modo que enhorabuena y muchas gracias.

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