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FAMILIA

Adiós a la educación

Javier Marías

No sé si los menos jóvenes recuerdan un tiempo en que se enseñaba y apreciaba algo que la lengua coloquial solía llamar educación, aunque también tenía otros nombres: cortesía, buenos modales, urbanidad, civilidad. No se trataba, por suerte, de reglas estiradas y presuntuosas relativas al empleo de los cubiertos o a la indumentaria adecuada a cada ocasión social (pocas cosas más zafias, de hecho, que los "manuales" que pretenden dictar tales normas), sino de una convención mucho más simple, menos engolada y más o menos aceptada por todo el mundo independientemente de su clase, fortuna u origen: algo tan básico que en realidad estaba al alcance de cualquiera, y en parte lo estaba porque llevaba siglos instalado y asentado en el conjunto de la sociedad. Pedir por favor y dar las gracias era de lo primero que se enseñaba a los niños, a todos, con las sempiternas preguntas admonitorias, "¿Cómo se pide?" y "¿Qué se dice?", que todos los padres de generaciones y generaciones han repetido a sus hijos pequeños hasta la saciedad, para que se acostumbraran. No digo que esto no esté aún vigente en muchos casos, es más, el noventa y nueve por ciento de las madres que hayan podido leer estas líneas habrá pensado: "¿Qué se cree este? Yo lo hago o lo he hecho así con todos mis críos".

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Puede ser. Y sin embargo, es obvio que en esta época esa clase de gentilezas -poco costosas, además- parecen muy prescindibles, una pérdida de tiempo e incluso algo no del todo bien visto por gran parte de la población mundial, aunque el desdén por ellas se acentúa en España más que en ningún otro país que yo conozca. No resulta fácil saber por qué la cortesía "cayó en desgracia" (¿se la asoció estúpidamente a una especie de servilismo?), siendo como era algo inocuo, que hacía la vida más grata y cuya ausencia, en cambio -al menos a quienes la hemos conocido casi omnipresente-, provoca irritación y ganas de llamarle la atención al grosero. Y si uno cede a esas ganas de vez en cuando, suele encontrarse con dos reacciones principalmente: a) estupor, como si estuviera hablando de una extravagancia incomprensible; b) indignación, como si esperar buenas maneras fuera una impertinencia y una ofensa. Lo más probable es que a uno le caiga una lluvia de insultos en su lugar, por lo que casi nadie se atreve ya a llamarle la atención a nadie. Es peor.

Ocurre en todos los ámbitos. Cuando me piden, por ejemplo, un artículo o una entrevista para una publicación, siempre me anuncian que me mandarán un ejemplar, pero casi nadie cumple, dejando bien claro que las amabilidades terminan en el momento en que se ha obtenido lo que se quería, y luego que me den dos duros. Cuando uno entra en una tienda, es muy frecuente que los dos o tres dependientes estén de charla entre sí y que uno les resulte invisible hasta que se inmiscuye, elevando de más la voz. Raro es desde luego el taxista que da los buenos días o noches y aún más raro el que agradece una generosa propina que los clientes aún no estamos obligados a dar, como en Nueva York. Tengo observado desde hace años que en las calles, al cruzarse la gente en un tramo no amplio (apenas los hay amplios en Madrid, todo lleno de chirimbolos, pivotes, contenedores y andamios), casi nadie hace el más mínimo gesto no ya de apartarse, sino de "estrecharse" un poco; si uno no se hace a un lado, recibirá probablemente un topetón, si es que no se verá arrollado. Esta es una costumbre, por cierto, de personas de toda edad, sobre todo de señoras talludas que avanzan por las aceras como si fueran el doble de anchas de lo muy anchas que son, o bien Rommel por el desierto, o bien princesas de cuento asiático, esto es, despóticas. No hablaré de nuevo -aunque tocaría- de las tremendas voces que se oyen todas las noches, procedan de las más finas gargantas o de los gaznates más brutales, chillan todos por igual.

Hace unas semanas, so pretexto de la victoria del Barcelona en la Copa de Europa (enhorabuena), centenares de descerebrados aprovecharon para arrasar Canaletas y las Ramblas, saquear comercios, pegarse con la policía y mearse en las fachadas: lo mismo que hacen los descerebrados de todas partes en cuanto se celebra un festejo de los que tanto gustan en España -masas a beber y hacer el chorras en la calle, no hay población que no tenga una semana de eso al año como mínimo, lo llaman "fiestas patronales" y lo financian los Ayuntamientos, asimismo descerebrados y maleducados-.

Una amiga barcelonesa y muy culé me preguntaba: "¿Qué se puede hacer con esta gente?" Mi respuesta no pudo ser más pesimista: a la larga, educar, pero ya es tarde para eso, ni siquiera hay interés por parte de los políticos en que vuelva a existir aquello antiguo, la educación; se la ha abandonado; y a la corta, aguantarse. Todo el mundo sabe que ser grosero y destrozar hoy sale gratis, y que a nadie se le cae el pelo por ello, por utilizar una expresión también antigua. La cortesía y la consideración son de otro tiempo, así lo quieren las autoridades. Sólo nos queda decirles adiós, y recordarlas.

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