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Columna
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Tumbas

Una de las frases más famosas de Larra, fue aquel epitafio desgarrado que escribió con intuición profética un siglo antes de la guerra civil: "Aquí yace media España, murió de la otra media". Todo el mundo sabe que un número incalculable de los españoles de la generación de nuestros abuelos está enterrado junto a las tapias de los cementerios o en cunetas y desmontes donde fueron fusilados por la represión brutal del franquismo sediento de sangre. Hasta nuestro poeta nacional yace en el fondo de un barranco desnudo donde lo echaron sus asesinos en compañía de un maestro de escuela y de un banderillero.

Cuando al final de la dictadura, la administración, tratando de lavarse las manos, inició los trámites para exhumar el cadáver de Federico García Lorca con el pretexto de que el poeta recibiera las debidas honras fúnebres, la familia se negó. Supongo que creían que el barranco de Víznar debía ser para siempre un lugar que recordase aquella infamia y pensaron que el nombre del poeta protegería del olvido también a los miles de muertos anónimos que habían compartido su mismo destino.

Durante la transición hubo otros intentos de violentar ese espacio, como el proyecto de construir un campo de fútbol, que afortunadamente fue abandonado. Hace apenas dos años volvió a reabrirse la polémica de la exhumación, con la misma respuesta negativa por parte de la familia, que considera aquella montaña granadina abierta por un tajo donde crece el tomillo y la bergamota, la verdadera tumba del poeta, frente a la pacotilla de mármol de los monumentos nacionales. Fue esta última una decisión discutible quizá y discutida, al provenir la iniciativa de personas que sinceramente querían honrar la memoria del autor del Romancero Gitano. Pero quienes la tomaron probablemente lo hicieron convencidos de que la muerte de Lorca y la represión fascista de Granada no debía desvincularse nunca para oprobio de sus asesinos.

Hay algo insólito en la quietud de las piedras, y es ese sosiego el que ha sido vulnerado recientemente en el cementerio civil de Valencia, en cuya fosa común reposaban conjuntamente republicanos, librepensadores y víctimas de las ejecuciones con gentes de otros países y otros credos. Esta ciudad, que fue una capital abierta y generosa, que acogió a refugiados de todas partes, ha vendido su alma a la especulación inmobiliaria. La fuerza ciega de las excavadoras es ahora la única ley y su lógica demoledora es igualmente capaz de llevarse por delante la escultura de una virgen gótica que el fémur de un maestro republicano.

Hay cementerios sombreados de árboles donde la memoria de los muertos se conjuga con la brisa limpia de los olivos. No sólo son lugares para el recogimiento, sino también, jardines públicos abiertos a los paseantes como el cementerio de Montparnasse en París o el de Highgate en Londres, lugares tranquilos que no reclaman para sí más pompas que el aleteo de los pájaros, como la sepultura de los abuelos de la escritora Fanny Rubio, anarquistas, cuyas tumbas estaban señalizadas en el cementerio de Valencia con un simple cerco de piedras y sobre ellas crecían helechos y rosas. Una pequeña placa, recordaba sus nombres: Paula y Tomás. Dos nombres nada más, para los abuelos de la otra media España de Larra.

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