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Memoria histórica y II República

Ángel García Fontanet

El pasado 14 de abril se cumplió el 75º aniversario de la proclamación de la II República como sucesora de un régimen dictatorial en vías de normalización que, a su vez, había derogado de hecho el sistema constitucional de 1876. Es preciso recordarlo, pues este dato se omite con frecuencia. La República, en realidad, no suprimió la Monarquía constitucional, pues ésta ya había sido destruida, sino que se limitó a provocar la salida del Rey, que por cierto ni siquiera abdicó, sino que, según señaló en su mensaje de despedida, únicamente suspendió sus funciones.

La Constitución de 1876, síntesis posibilista de las posturas opuestas de los moderados y liberales, hizo posible la convivencia de la gran mayoría de los españoles dentro de un clima de progreso y de libertades, mejorable, sin duda, pero en todo caso nada despreciable, como la posterior experiencia histórica puso de manifiesto.

La República no suprimió la Monarquía constitucional, pues ésta ya había sido destruida

La suspensión sine die de esa Constitución fue producto de diversas causas de signo distinto; pero, en definitiva, el que rompió las reglas de juego fue un conglomerado de fuerzas derechistas de signo autoritario, presididas por el general Primo de Rivera con la aquiescencia, como mínimo, del rey Alfonso XIII, entre otros fines para no hacer frente a las responsabilidades de los desastres de la guerra de Marruecos (Annual y expediente Picasso). Esta ruptura constituyó un grave error. La atribución de los males nacionales, en exclusiva, a la clase política, una ingenuidad. Esta fue la opinión de personajes absolutamente alejados de cualquier connotación revolucionaria, como Maura y Romanones, pronto compartida por otros; por ejemplo, Ortega y Gasset, Unamuno y Marañón.

Conviene dejar establecido que la República nació en una situación especial y heredó todos los problemas -agrario, social, militar, religioso, territorial, etcétera- incubados en el periodo anterior y cuya solución estaba pendiente; que no creó ninguno de esos problemas, cuya agudización se originó por la circunstancia de abordar su solución; que su implantación y existencia se produjo en un momento en el que Europa asistía a las crisis del liberalismo, la democracia y el capitalismo, y al crecimiento de las opciones totalitarías; que se vio rodeada de movimientos de uno u otro signo, irracionalistas, adoradores de la violencia, utópicos, proféticos y soñadores de reinos eternos que, como máximo, aceptaban la República demócrata-liberal y reformista como un trampolín para sus proyectos redentores de la humanidad, la raza o la patria.

La República intentó ordenar todos estos problemas con palabras y razones, y fue contestada con la metralla y la animadversión de los extremistas de uno u otro bando. Como es conocido, pereció a manos de los sublevados y del fascismo, pero también de las clases conservadoras europeas, especialmente la británica, y del capitalismo y el clericalismo internacional, sin que faltara la colaboración del infantilismo izquierdista. Su fracaso fue el de todos los españoles de buena voluntad. Sus errores tácticos o estratégicos y excesos (muchas veces verbales), producto, con frecuencia, de la inexperiencia o de la actitud de los adversarios, que tan pronto la acusaban de rigor represivo (Casas Viejas o la Ley de Defensa de la República) como de destructora del régimen tradicional (Estatuto de Cataluña, reforma agraria y separación Iglesia-Estado).

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Esos errores y excesos pronto quedaron empalidecidos por los que arrasaron a España durante la revolución, guerra y represión que siguieron al fracaso del golpe de Estado de julio de 1936.

La historia demostrará -lo ha hecho ya o lo está haciendo- que la República poca o ninguna responsabilidad tuvo en aquéllos. Hizo todo lo posible para evitarlos en los días inmediatos al 18 de julio, cuando todavía era factible intentarlo. Alguno de sus hombres más representativos, Azaña, Martínez Barrio..., constituyeron un Gobierno moderado con ofrecimiento de importantes puestos (el Ministerio de Guerra al general Mola) a los alzados para salvar la situación, pero sin éxito. Después se organizó la de Dios es Cristo.

Ahora, al cabo de mucho tiempo, el presidente del Gobierno manifiesta que estamos en deuda con la República en su intento de modernización de España y que en breve será presentado un proyecto de ley de reconocimiento y reparación de los que combatieron de buena fe en favor de sus ideales. Tiene más razón que un santo. Otra cosa es que se la den.

¿En qué dicen fundamentar su actitud los que se oponen a ese objetivo gubernamental? Argumentan que esa pretensión reabrirá las heridas del pasado y que es contraria al pacto de silencio y olvido alcanzado durante la transición.

No se trata (sería enojoso) de pasar cuentas ahora ni de hacer reproches (resultaría perturbador), tampoco de un retorno al pasado, y menos aún de una revancha. Estamos ante un resurgimiento de los valores morales y políticos de la República, hasta el punto de que muchos de ellos ya han adquirido valor normativo. Estos valores son los que, en buena medida, fundan la ley moral de la actual sociedad española. Sin embargo, sí es el momento de plantearse con honestidad algunas preguntas; por ejemplo, ¿es hora ya de que a las personas que fueron sancionadas en virtud de leyes de excepción y en procesos especiales celebrados en circunstancias extraordinarias se les conceda la oportunidad de revisarlos?, ¿ha llegado el momento de que las familias puedan recuperar los restos de quienes fueron víctimas de sucesos relacionados con la Guerra Civil para que reposen en lugares adecuados y con la dignidad merecida?

De la respuesta que se dé a estos interrogantes dependen muchas cosas. Entre ellas, el cierre definitivo de los efectos de la Guerra Civil, ¿o es que todavía, transcurridos 70 años después de haber sido pronunciadas aquellas hermosas palabras de "paz, piedad y perdón", no somos capaces de hacerlas nuestras?

No olvidar la Guerra Civil sería suicida. Olvidar a sus víctimas sería injusto. Son dos cuestiones distintas, aunque algunos las confundan o lo pretendan. Esto, no.

Ángel García Fontanet es presidente de la Fundación Pi i Sunyer.

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