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Reportaje:

El hombre de los manzanos

José Etxebarria ha recuperado especies autóctonas tras pasar de ser analfabeto a los 20 años a estudiar en la Universidad

Hasta 107 variedades de manzanos, 30 de perales, kiwis, kakis, ciruelos, cerezos, nogales, avellanos, nísperos, naranjos, limoneros,... Los miles de frutales que atiende José Etxebarria (Gatika, 1925) proceden de una inaudita pasión por la tierra que le ha permitido recuperar muchas variedades autóctonas casi perdidas y volver a elaborar sidra en Vizcaya, como hacía su abuelo, quien, por cierto, fue el que le enseñó a injertar. Pero nadie le ha regalado nada. "Yo me he educado en la universidad de la necesidad, desde aquellas primeras 75 pesetas con las que llegué a Pamplona para realizar el servicio militar", recuerda.

Corría 1945, cuando se trasladó a la capital navarra con dicha cantidad en el bolsillo, analfabeto y casi sin saber hablar castellano. "Allí me encontré con un navarro del barrio de la Rochapea de Pamplona, Alejandro Resano, quien, al ver que no sabía hablar castellano, me empezó a tomar el pelo. Yo me enfadé; él se dio cuenta, me pidió disculpas y empezamos a hablar. Me dijo que era barbero. Le contesté que quería aprender el oficio y con aquellas 75 pesetas compramos la herramienta. Él me enseñó el trabajo de barbero, a leer y a escribir y a hablar en castellano. Un hombre maravilloso; no le olvidaré mientras viva".

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Etxebarria se confiesa tímido, pero es indudable que tiene buena mano para las relaciones humanas. Durante aquel servicio militar se granjeó la confianza de sus mandos, que le enseñaron también el oficio de enfermero. Y ello sin olvidar su pasión por la agricultura. "Cuando tenía permiso, alquilaba una bici y recorría los alrededores del cuartel. Y me animaba a ayudar a los agricultores que me miraban al principio con caras raras, como diciendo 'quién será este que quiere trabajar sin cobrar'. Me tiraba el campo, como la cabra tira al monte".

Al volver a casa, Etxebarria, el mayor de nueve hermanos, se encuentra con que su padre había vendido el caballo y los bueyes, por lo que ya no tenía medios para trabajar en el campo. "Estando en Pamplona, ya me había propuesto estudiar perito agrícola, así que entré a trabajar en el Hospital de Basurto en el puesto de socorro para costearme los estudios", dice. Mas, como reza el tópico, la vida da muchas vueltas, sobre todo la de este fruticultor, que acabó estudiando ATS en Valladolid, quizá por esas nociones de enfermería que había adquirido en la mili.

Fueron 42 años, hasta jubilarse, los que pasó en el hospital. Al principio, cobraba un sueldo escaso. "Trabajaba por horas en la Tejera de Basurto, en el muelle o en las obras para completar los ingresos del hospital. Ganaba 182 pesetas al mes, que era lo que costaban unos zapatos". Destinaba el dinero a pagar los libros y los viajes a Valladolid, en cuya Universidad ingresó en 1953.

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Antes tenía que obtener el título de Bachiller y en aquel examen también salió a relucir el ingenio del de Gatika. "Me pidieron que rezara el Credo y no sabía hacerlo en castellano, así que me puse a recitarlo en euskera. El catedrático se enfureció y comenzó a ordenarme que callara, pero yo seguí hasta el final y, al terminar, le dije que mi madre me había enseñado así y que para el próximo año me lo aprendería en castellano. Y el tío me aprobó".

En sus viajes a Valladolid no dejaba de pensar como agricultor. "En Castilla descubrí el mundo del cereal, como en Navarra la huerta. También durante aquellos años pasé a Francia. En 1955, participé en la organización de la primera Vuelta a España, de enlace con la moto y conocí la España frutícola". Llegaba el momento que había deseado: la puesta en marcha de su propio caserío. Nada más casarse, con 34 años, le compró a su madre el caserío Txoñe. "Estaba en ruinas, y lo reconstruí yo mismo, al igual que mi casa actual", explica.

Seguía en Basurto, donde se encargaba de atender a los inmigrantes, sobre todo gallegos, que se asentaban en las faldas del Pagasarri, en barrios de chabolas construidos ilegalmente, por las noches, como Mazustegui o Uretamendi. "He visto escenas terribles. En Uretamendi, el padre y la madre aguantando la chabola durante un temporal para que no la llevara el viento, mientras dentro los niños lloraban y cuidaban al hermano enfermo al que yo iba a visitar", recuerda.

Poco a poco fue comprando terrenos para poner en marcha su verdadera pasión: recuperar las variedades de manzanos que injertaba con su abuelo. "Me daba pena perder tantas variedades de manzana, un patrimonio que formaba parte de nuestra historia". Tanto tesón ha recibido sus gratificaciones, no sólo la hermosa finca que domina desde su casa, sino también los más de 300 premios que ha obtenido en muestras y ferias y que le confirman como uno de los referentes de la fruticultura vasca.

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