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Reportaje:Entrega de los Premios Ortega y Gasset

Un niño de la guerra

Cebrián elogia a Manuel Vicent en la presentación del discurso del escritor

Juan Luis Cebrián

Manuel Vicent es, con toda propiedad, un niño de la guerra. Nacido en 1936, este año de celebraciones conmemora él su propia nueva década. Escritor en EL PAÍS desde hora temprana, nadie como Manolo para pronunciar la lección magistral de esta tarde. No se alarmen: Vicent es de la estirpe de los Gracián, capaz de impartir su doctrina sobre cualquier cosa en apenas media columna de un diario.

Podría hacer ahora un pormenorizado alegato de sus méritos, a comenzar por el segundo premio Alfaguara de novela, en 1966, con Pascua y naranjas (es, por cierto, el único escritor que ha cosechado por dos veces el galardón, tan unido ahora al Grupo PRISA), pero me parece tan innecesario que no cometeré la ingenuidad. Resulta obvio que Manuel Vicent se puede subir a cuantas tribunas quiera por mérito propio. Sí pretendo, en cambio, hacer hincapié en un determinado simbolismo de su presencia hoy aquí. Desde el nacimiento de EL PAÍS, nos propusimos que fuera un periódico bien escrito, cosa bien poco frecuente, por cierto, y que no siempre hemos conseguido. Arrimar la pasión de la literatura al papel narrativo del reporterismo fue uno de nuestros deseos iniciales, en medio de un panorama profesional subyugado por los retruécanos y las onomatopeyas de los turiferarios del antiguo régimen (esos de quienes Jorge Semprún dijo en su día que se les notaba el correaje bajo la camisa). Desde Carlos Dickens a Gabriel García Márquez, el periodismo ha sido un género literario, por mucho que algunos se empeñen en machacarlo con sus petulancias. EL PAÍS, que fue y es un periódico para la democracia, lo quiso ser también para la cultura. El arte lleva a cabo, desde la provocación y la disidencia, una función bien parecida a la que ejerce el periodismo desde el rigor informativo y el análisis crítico. La historia de nuestro periódico no podría escribirse sin reparar en la atención preferente que ha prestado a la creación artística y literaria. Un diario como el nuestro es, en sí mismo, un hecho cultural. Y para quienes temen que de esta definición se derive un producto tan respetable como soporífero habrá que recordar nuevamente aquella frase de Chesterton que siempre nos ha iluminado en la tarea cotidiana: lo divertido no es lo contrario de serio, es lo contrario de aburrido y de nada más.

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Divertido y serio a la vez, Manuel Vicent representa como nadie este compromiso nuestro con la cultura, por el que clamara nuestro primer presidente, José Ortega Spottorno. No en vano, ni por casualidad, él fue un editor de libros, como lo es y lo ha sido siempre nuestro presidente actual, Jesús de Polanco, que supo apostar por el proyecto cuando casi nadie creía en él, y depositó su confianza en un grupo de jóvenes casi imberbes. Como consecuencia de todo ello, EL PAÍS es hoy buque insignia de un gran grupo de industria cultural, mediática y de entretenimiento, fruto del éxito del diario y del esfuerzo colectivo de miles de personas. Fruto, sobre todo, del apoyo de nuestros lectores. Sin ellos, sin su aliento, sin su crítica, no hubiéramos llegado hasta aquí.

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