Morir bien no siempre es barato
Con sufrimiento he visto.
Ya no recuerdo el mar. /
El último surco recorro;
luego el desierto vendrá.
Salvador Espriu
El triste episodio de las sedaciones terminales en el Hospital de Leganés en el primer semestre de 2005 pareció despertar a la opinión pública española sobre el tema de la muerte; por unos días, los políticos se removieron inquietos en sus asientos y, tras prestar nerviosa atención a los lejanos ecos de la vieja campana hospitalaria, analizaron, brevemente, el voto olvidado de los cementerios envueltos en niebla.
¿Qué ha pasado con nuestra opinión pública al cabo de un año? ¿Permanece todavía vigilante o se ha sumergido otra vez en el cómodo sopor del centro comercial más cercano? ¿Serán tal vez necesarios nuevos y reiterados toques de atención para que despierte a la realidad de la vida ciudadana, como los que precisa Hugh Grant en Cuatro bodas y un funeral? ¿Acaso los seres humanos que configuran nuestra opinión pública no son todavía conscientes de que no sólo mueren los otros, sino que, aunque parezca imposible, tú, lector; quien está escribiendo estas líneas, y, más increíble todavía, los políticos que nos observan a los demás mortales desde su elevada nube de poder, algún día recorreremos el último tramo del camino y tal vez tengamos que hacerlo en el servicio de urgencias de algún hospital un fin de semana?
¿Qué ha pasado con la opinión pública al año del episodio de Leganés? ¿Permanece vigilante o se ha sumergido en el sopor?
No sólo somos espectadores de las películas de los demás; también somos protagonistas de nuestra propia película. Y ninguna de ellas es eterna; todas tienen un The end. También la nuestra. Que sea, o no, un final feliz, o más o menos digno, depende, por lo menos en parte, de nuestra conducta presente como contribuyentes y votantes susceptibles de influir en los políticos, muchos de los cuales suelen andar casi siempre distraídos buscando la fórmula mágica que les haga ganar algunos puntos en los próximos sondeos de opinión. Tenemos por delante dos importantes tareas: despertarnos a nosotros y despertarlos a ellos. Hay que recordarles, tantas veces como sea necesario, que las películas de sus vidas también tienen un The end; que los espectadores abandonarán el cine; que un día se apagarán las luces y que la sala quedará vacía y fría.
Mientras el lector se adentra en la lectura del presente artículo, 120.000 personas están encarando en España una muerte inminente (EL PAÍS, 30/5/05) y, con ellas, varios centenares de miles de familiares que acudirán a las urnas en los próximos comicios. Al margen de la política, lo cierto es que el proceso de morir -y no sólo el momento de la muerte- constituye una etapa de enorme trascendencia en la vida de cualquier ser humano. Tendríamos también que considerar -tanto nosotros como los políticos- que la futura ley sobre la eutanasia y el suicidio asistido, aunque probablemente necesaria, no va a solucionar el problema de la gran mayoría de estos miles de personas que se acercan -que nos acercamos- constantemente, día tras día, al final de la vida. No debería olvidarse que en el Estado de Oregón, por ejemplo, en el que el suicidio asistido se encuentra despenalizado desde 1997, de 29.000 personas que mueren anualmente, sólo entre 25 y 40 de ellas lo hacen por suicidio asistido.
De hecho, no deja de ser curioso que, tanto en España como en otros países del mundo occidental, a pesar de la injusticia que supone la tremenda desigualdad de medios con la que los integrantes de una misma comunidad humana se acercan al final de su existencia, el problema ético que se plantea siempre con mayor facilidad en los foros públicos, no es el de cuidados paliativos de calidad para todos, sino el del viejo debate intelectual entre el punto de vista de los estoicos -con Séneca al frente- de la responsabilidad individual de buscar una buena muerte cuando la vida ya no merezca ser vivida, y la opinión teísta de que es pecado asumir control sobre la propia muerte ya que quitar la vida sólo es potestad de su creador, es decir, de Dios.
En los últimos años, tanto el llamado informe Hastings (1996) como la Guía de Práctica Clínica para unos Cuidados Paliativos de Calidad (2004) -consensuada por las principales instituciones que se dedican en Estados Unidos a los cuidados paliativos- nos señalan los factores susceptibles de facilitar o dificultar una buena muerte. Es interesante subrayar que lo mismo en estos documentos que en los informes del prestigioso IOM (Instituto de Medicina de Estados Unidos), se pone un notable énfasis en la importancia de la atención a los aspectos subjetivos a lo largo del proceso de morir.
Es preciso reclamar con urgencia a los políticos una priorización de recursos que permita unos cuidados paliativos de calidad asequibles a todos los ciudadanos, en el caso de que los mismos sean necesarios. Se requiere tiempo para atender a las personas en la última etapa de la vida, tiempo de familiares y amigos; pero tiempo también de equipos interdisciplinares de primer nivel, sensibles, empáticos, bien conjuntados, estables, expertos en el control de síntomas somáticos pero también en estrategias de comunicación, en evaluación y prevención de factores refractarios como la angustia de difícil manejo, en detección precoz de duelos complicados, en evaluación y tratamiento de estados ansiosos o depresivos, en prevención del cansancio y desmoralización de los propios profesionales sanitarios. Y esto no es barato. No puede llevarse a cabo una actuación de excelencia al final de la vida, con presión asistencial sobre los médicos, rotación constante de personal de enfermería, y equipos carentes -sea a jornada total o parcial- de trabajador social y de psicólogo.
David Callahan, desde el privilegiado observatorio del New England Journal of Medicine, al colocar, al mismo nivel de importancia, como objetivos para la medicina del siglo XXI: a) la prevención y curación de enfermedades; y b) conseguir que las personas mueran en paz; nos muestra el camino, con sencillez y claridad de futuro. Hora es ya de que nuestra opinión pública se movilice y exija, como una decisión de justicia, la priorización económica no sólo del primero sino de ambos objetivos sanitarios. El proceso de morir debería igualar, en calidad de cuidados paliativos, a los individuos de todas las autonomías, con independencia de que sean madrileños, vascos, andaluces, extremeños, canarios, catalanes o inmigrantes.
Ramon Bayés es profesor emérito de la Universidad Autónoma de Barcelona (ramon.bayes@uab.es)
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