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Reportaje:GRANDES REPORTAJES

Medellín orgulloso

Las actividades de delincuentes, guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes consiguieron convertir la segunda ciudad de Colombia en la más violenta del mundo. Pero sus habitantes nunca perdieron la esperanza. Medellín vive hoy una gran metamorfosis, en su empeño por dejar atrás la violencia.

Noventa y tres cabinas de teleférico de un blanco reluciente ascienden como insectos gigantes sobre los tejados de las humildes casas incrustadas en la ladera de la zona nororiental de Medellín. Parece ciencia-ficción. "Es como un viaje hacia el cielo", explica doña Herminia, que por fin se atrevió a subir al metrocable, el nuevo y revolucionario sistema de transporte público de Medellín más propio de una pista de esquí, que ha cambiado el perfil de la segunda ciudad de Colombia. Los vecinos se sienten dichosos.

Tardan sólo nueve minutos en desplazarse desde lo alto de la montaña, en el barrio de Santo Domingo Sabio, hasta el de Acevedo para conectar con la red de metro ordinaria. Herminia tiene ya 81 años y le cuesta acostumbrarse a ver esas cabinas sobrevolando todo el día el patio de su casa. Cuando llegó aquí con su marido y sus tres hijos, hace cuatro décadas, la ciudad era pequeña y la loma donde armaron el rancho de madera, adobe y hojas de zinc estaba casi deshabitada: "Al poquito empezó a llegar gente de todo el país que huía de la violencia entre liberales y conservadores. Así se fue poblando la zona. Era un barrio muy unido; luego se hizo violento. Gracias a Dios vivimos otra vez tranquilos y nos gusta que hayan puesto este aparato aquí habiendo otros barrios más bonitos".

"Este proceso va en serio. Del Estado depende que no volvamos a empuñar un arma"
"Yo le pido a Dios que me dé fuerzas para mirar con ojos de perdón a los paramilitares"
"Éste es un lugar con dos corazones: uno, indiferente, de triunfadores; otro, solidario"
"Mientras no se pague la deuda social con la ciudad, esto no va a cambiar de verdad"

El metrocable es uno de los símbolos de la nueva era en que vive Medellín, y la tranquilidad de la que habla doña Herminia se confirma con estadísticas. En 1991, en Medellín se produjeron 6.349 homicidios (una tasa de 381 por cada 100.000 habitantes para una población entonces de unos dos millones de personas). Los números apuntaban a una dolorosa conclusión: era la ciudad más violenta del mundo. Entre enero de 1992 y abril de 2002, un total de 42.393 personas perdieron aquí la vida. Cifras equivalentes a las de una guerra. Y fue una guerra. Primero se instalaron las bandas de delincuentes. Luego llegaron las milicias guerrilleras. Después irrumpió el narcotráfico con el cartel de Medellín de Pablo Escobar y su ejército de sicarios. Finalmente, los paramilitares para poner orden. Su orden. Se hicieron con el control de la ciudad, expulsaron a las guerrillas y pusieron a las bandas a su servicio.

Nadie sabe con certeza el origen de tanta violencia, ni dónde trazar la frontera entre la política y la delincuencial. De lo que sí saben todos es del intenso dolor infligido a una ciudad entera, del progresivo deterioro del tejido social. Las cifras de homicidios sumían a Medellín en un constante y profundo pesimismo. Las de 2005, sin embargo, han producido alivio: 780 muertos. Muchos muertos. Pero ¡la mejor de las noticias! Un índice de 37 por cada 100.000 habitantes, es decir, el año menos violento de los últimos veinte y la confirmación de una tendencia decreciente desde 2003. "El temor al repunte siempre está ahí. Y recuperar la autoridad del Estado en los barrios, hacer valer las leyes, es un trabajo que requiere de mucha paciencia después de una confrontación tan violenta. Este proceso pasa, entre otras cosas, por cambiar la mentalidad policial, hoy muy militarizada, por crear una policía cercana, preventiva. Es difícil una transformación radical de ese esquema, que además depende del Ministerio del Interior", argumenta Alonso Salazar, periodista y actual secretario de gobierno de la alcaldía de Medellín. Él escribió hace años No nacimos pa semilla, uno de los libros que mejor retratan la cultura de las bandas y la violencia en la ciudad. ¿Medellín se está curando?

Lucho presume de haber sido un experto en armas. Las usó en los noventa, en el tiempo de Pablo Escobar y sus sicarios. Con apenas 18 años perteneció a una banda que combatía a las milicias y se vinculó luego a los paramilitares en la misma tarea. Hoy tiene 35 y su aspecto responde aún al perfil típico de muchacho de barrio: tejanos, gafas de sol, complexión delgada, pelo muy corto y ligero bigote. Sólo dos cosas delatan su pasado: una cicatriz en la cara y la vistosa camiseta azul con el lema "Paz y Reconciliación" escrito en el torso. Hace dos años se desmovilizó junto a otros 867 integrantes del Bloque Cacique Nutibara, el principal grupo de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) que operaba en Medellín. "Creo que este proceso sí va en serio. Espero que el Estado cumpla lo prometido y nos siga dando nuestro seguro de salud, empleo, capacitación y acompañamiento. De él depende que no volvamos a empuñar un arma. Tengo dos niños y no me los imagino metidos en este cuento. Necesitamos que se resuelva ya nuestra situación jurídica, poder estar tranquilos", advierte.

El Bloque Cacique Nutibara fue el primero de los 31 frentes paramilitares que dejaron las armas en el marco de las negociaciones de paz entre el Gobierno colombiano y las autodefensas firmadas en julio de 2004 y que concluyó recientemente con la desmovilización de 28.000 paras. Las AUC se comprometían entonces a abandonar la lucha armada, y el Estado, a las acciones necesarias para reincorporarlos a la vida civil. El desarme del Cacique Nutibara es para muchos el principal factor de la disminución de la violencia en Medellín. Pero aunque en sus calles permanezcan aún las huellas de sus escalofriantes delitos, los integrantes del Cacique no quieren ya hablar de esa etapa. "Hombre, monjas no somos. La guerra es lo más duro, por eso nos cansamos", dice Lucho sin rubor. Los paramilitares expulsaron y sustituyeron a la guerrilla como grupo armado dominante a finales de los noventa. Implantaron una estructura militar y pasaron a regular la vida comunitaria ejerciendo un control social autoritario y violento. Impusieron su ley con el cobro de vacunas (impuestos) y extorsiones. Se hicieron con negocios de todo tipo, desde la venta de alucinógenos hasta las licoreras, las casas de prostitución y de apuestas. Y utilizaron como estrategia el sometimiento y el control de las bandas con las que, a sangre y fuego, pasaron a dominar el 80% de los barrios.

Giovanni Marín estudiaba Derecho y dejó la carrera para vestir ropas de camuflaje de combate. Se convirtió en el Comandante R, máximo dirigente político del Cacique. Quedar con él no es fácil, hay que insistirle hasta que accede a acudir al centro, frente a la alcaldía, adonde llega acompañado por dos guardaespaldas. Tiene cierto aspecto intelectual. No acepta las matanzas y desapariciones de las que se les acusan: "El nuestro era un movimiento más político social que militar. No niego las acciones militares, pero tengo mi conciencia tranquila. La gente debe saber que hemos colaborado para pacificar la ciudad y entregamos al país un Medellín en paz".

Al alcalde de Medellín, Sergio Fajardo, se le reconoce su pedagogía en beneficio de la convivencia. Este matemático de 48 años prefiere no definirse de izquierdas y habla de su gobierno como alternativo e independiente. Llegó a la alcaldía hace algo más de dos años impulsando un amplio movimiento cívico con el apoyo de organizaciones sociales y comunitarias. Era de los que tenían sus reservas sobre el proceso de paz con los paras, pero ahora lo defiende sin fisuras. Lo repite una y otra vez en esas visitas semanales que suele hacer a los barrios: "Si no nos damos esta oportunidad, estamos condenados a matarnos unos a otros. Negociar nos pone ante un espejo, nos muestra la cara más dolorosa de las equivocaciones acumuladas, las muertes violentas, la destrucción social. Negociar obliga a la generosidad. Hay que romper el círculo de la violencia: que ningún niño o niña vea las actividades delictivas como alternativa de vida". Doña Herminia, desde la cima del barrio de Santo Domingo, tiende la ropa contemplando el atardecer y las cabinas del metrocable pasar y define la cuestión a su modo: "Yo le pido a Dios que me dé fuerzas para mirar con ojos de perdón a los paramilitares. Ellos mataron a mi nieto Julián, de apenas 17 años, y hasta hace nada pasaban delante de mi puerta cada día". Sus heridas continúan abiertas, como las de los miles de víctimas.

Los paras se autoatribuyen también la pacificación de la ciudad porque calmaron a las bandas de delincuencia. Pero el paramilitarismo está demasiado arraigado y algunos afirman que, aún hoy, Diego Murillo Bejarano, más conocido como Don Berna y jefe máximo del Cacique Nutibara, es quien controla en verdad la ciudad. "Estos grupos tienen poder para destruir y para intimidar, pero es un craso error asimilar eso a controlar: a esta sociedad no la controlan con la muerte ni la intimidación", expresa determinante el alcalde.

"Creer que la ciudad ha iniciado un camino seguro hacia la protección del derecho a la vida no le cae mal a nadie. Es verdad que no hay tantas formas de asesinarte, pero sí de sometimiento. Yo doy la bienvenida al Cacique Nutibara, pero deben decirnos dónde están las fosas con los desaparecidos. Medellín respira, pero los paras siguen extorsionando; los homicidios han bajado, pero existen. Los paramilitares regulan el crimen. Y mientras no se pague la deuda social con la ciudad, esto no va a cambiar de verdad", reflexiona Aníbal Quijano, un ex miliciano reinsertado en 1998, en la tranquilidad de su modesta casa del barrio de Laureles.

Para Quijano, Medellín es una bomba de múltiples componentes: "Setenta mil familias viven con los servicios públicos cortados porque no los pueden pagar; los desplazados no cesan de llegar, ¿cuántos desempleados hay?, ¿cuántos vendedores ambulantes perseguidos?, ¿cuántas armas legales e ilegales?". Tras ocho años como civil, Quijano reconoce que estuvo tentado a veces de volver a las armas. Hoy dirige Corpades, un centro de investigaciones urbanas e iniciativas sociales, garante de los acuerdos de paz firmados entonces con el Movimiento Independiente Revolucionario Comando Armado (Mircoar), al que pertenecía. "Desde la izquierda, desde Corpades, apuesto ahora por lo social, los derechos humanos… Sigo luchando por construir un Estado diferente, socialista". Los ex paramilitares, por su parte, intentan reinventarse a sí mismos. Buscan legitimar el control y el terror que antaño ejercieron buscando adeptos en los barrios. Su forma de actuar no difiere mucho de la del pasado. Sólo que ahora se mueven con más libertad, como cualquier político o líder social, con el afán de detectar problemas de vecindad, manejar cooperativas para la limpieza de la flota de autobuses y hasta mediar en líos de faldas. Edgar, uno de ellos, se siente satisfecho con su condición legal tras el desarme. Camina por las empinadas calles del bullicioso barrio de Aranjuez, repleto de humildes y abigarradas casas de ladrillo que no pueden ocultar las necesidades y olvidos sufridos durante años, y señala los recovecos donde se apostaban de francotiradores contra las milicias. "Nos daban durísimo", dice.

Él consiguió atravesar intacto esa etapa de violencia: "Ni un rasguño, gracias a Dios. Ahora voy a dedicar el resto de mi vida a ayudar a mi comunidad". Edgar es apenas un apéndice del poder de la llamada Corporación Democracia, un experimento político con estatus de ONG creado por los desmovilizados. Sus líderes se dedican a tareas de proselitismo, a desarrollar proyectos y hasta hablan de la construcción de poder popular, como si de la izquierda se tratara. "Quienes nos vieron como líderes por el poder de las armas nos siguen viendo ahora como tales. Seguimos en una lucha antisubversiva, a través de las ideas", afirma Giovanni Marín, que no esconde sus aspiraciones políticas. Él mismo ha sido (sin éxito) candidato a representante a la Cámara en las recientes elecciones.

Un representante de barrio de la Comuna 13 que prefiere el anonimato por cuestiones de seguridad opina de otro modo: "La paz que se vive es falsa. Se supone que están desmovilizados, pero en realidad sólo se quitaron el brazalete y han dejado de hacer pintadas". Luz Dary Ruiz, defensora de derechos humanos del Instituto Popular de Capacitación, está de acuerdo: "Los paramilitares fueron prácticamente amnistiados. No hay comisión de la verdad, ni resarcimiento; el Gobierno decía que exigirlo era ir contra el proceso". Corporación Democracia, sin embargo, no asusta a Gustavo Villegas, director del Programa de Paz y Reconciliación de la alcaldía: "Siempre y cuando se respete la participación democrática, no hay por qué oponerse a que hagan proselitismo. Me parece una salida perfecta".

La silueta de Medellín vista al atardecer desde lo alto recuerda la de un estadio de fútbol. En sus gradas, las laderas de las montañas que envuelven el valle del Aburra, vive el 65% de sus casi tres millones de habitantes. Su configuración física es interesante; su urbanismo, desordenado. Pero, aun con desigualdades y contrastes, se percibe cierta unidad desde los barrios nobles de El Poblado hasta los más populares de las comunas nororientales y noroccidentales. Y por la noche resulta increíble, con todas esas lucecitas…

Una aparente calma cotidiana recorre laderas, barrios y comunas (distritos). La vida en Medellín transcurre como en cualquier otra ciudad. La gente se ha apropiado de los parques, de los nuevos espacios públicos, todo bulle en su habitual caos organizado. Miles de escolares con sus pulcros uniformes invaden las aceras, los vendedores ambulantes ofertan todo tipo de comidas, la actividad comercial es intensa y ningún taxista declina ya subirte a uno u otro barrio aludiendo inseguridad. Al recorrerlas, sorprende sobre todo el ambiente en las comunas de los barrios populares. Aquí han sucedido cosas terribles que cuesta imaginar siquiera… Y por estas calles circulan hoy llamativos autobuses de colores, suena música reggaeton, por todas las esquinas se improvisan canchas de fútbol entre dos miniporterías, siempre repletas de niños. El día que juega el Nacional, todo se paraliza. El fútbol es una auténtica pasión: con él, el pasado y las dificultades del presente no existen.

Incluso las 'balaceras' parecen quedar olvidadas entre las actividades artísticas y culturales. Abundan los grupos de rock y de rap que claman contra las injusticias, centenares de grupos de teatro, de poesía o de capoeira. "Podemos conseguir que una generación de jóvenes deje de estar condenada a no tener futuro. Esta sociedad es mezcla de muchas culturas, abunda la doble moral, con unos valores enfrentados muy fuertes. Cambiar el chip es complicado, pero se trata de construir otras opciones de vida a través del teatro. La cultura ayuda a cambiar de referentes", explica Jorge Blandón, director de la Corporación Cultural Nuestra Gente, en el barrio de Santa Cruz, donde dos centenares de jóvenes participan a diario en actividades relacionadas con las artes escénicas.

Medellín parece estar repleto de gente que no ha perdido jamás la esperanza en medio de tanta muerte, a juzgar por los cientos de organizaciones sociales, movimientos por la paz, defensores de derechos humanos, sindicatos, ONG o sacerdotes comprometidos. El paramilitarismo consiguió parasitar algunas, pero muchas, no sin tensiones, le plantaron cara. El modelo sociocultural del narcotráfico parece haber cedido ante el empuje del trabajo silencioso de este tipo de organizaciones. "Aquí siempre rechazamos las armas vengan de donde vengan, deseamos construir poder popular, el de la gente", dice Luis Mosquera, director de una de ellas, Convivamos, que trabaja en el barrio de Manrique.

"Esos paisas [nombre de los lugareños] son unos berracos" suelen decir en Bogotá con admiración de la gente de Medellín por su espíritu emprendedor. Y es que a los paisas, pese a tener motivos para avergonzarse, siempre les gustó hacerse notar. El metrocable y el metro son un ejemplo. Fueron criticados por su coste y su carácter faraónico, pero expresan una forma de entender la ciudad, en términos de grandeza, que tiene mucho que ver con la personalidad de Medellín. La ciudad posee además bastantes cosas de las que presumir y no pierde oportunidad de hacerlo. Presume de tener la colección pública más importante de su artista más universal, Fernando Botero; de ser la abanderada de Latinoamérica en trasplante de órganos; de celebrar la pasarela internacional de moda más importante de Suramérica tras la de São Paulo; de contar con una red de bandas y orquestas juveniles, integradas por más de 3.000 jóvenes de barrios populares, de la que ha nacido una orquesta sinfónica que ha recorrido medio mundo; de ser una de las capitales del tango y el lugar donde murió Carlos Gardel; de tener, dicen, las mujeres más guapas de Colombia y el artista latino más importante, Juanes. De haberse convertido en un importante laboratorio de paz: puede enseñar al mundo decenas de experiencias para dejar atrás la violencia.

Medellín recuerda a Barcelona en esa constante preocupación por su imagen. Desde la alcaldía y los sectores empresariales quieren consolidarla como una marca y un destino, para lo cual necesitan que se la deje de relacionar con la figura brutal de Pablo Escobar y esbirros. "Medellín es hoy tan seguro o inseguro como cualquier otra ciudad de América; cuando se le conoce se acaba el prejuicio", repite su alcalde. Pero también es verdad que muchos de los factores que provocaron la violencia, aunque atenuados, siguen ahí. Tras la muerte de Escobar y la detención de otros capos, el fenómeno del narcotráfico se fragmentó, pero pervive; el sicariato y el crimen organizado desempeñan aún su papel; oficialmente se contabilizan un centenar de bandas…

Un diario italiano afirmó hace poco que hoy Medellín es una de las urbes con mayor proyección en el campo del diseño. Pero más tarde, un informe de Amnistía Internacional volvía a ponerla en la tesitura de siempre. En él, la organización de derechos humanos cuestionaba el proceso de desmovilización del Bloque Cacique Nutibara y afirmaba que las estructuras paramilitares y el control de éstos sobre Medellín permanece intacto. La alcaldía protestó. Valoró el informe como injusto, erróneo, parcial y dañino. "Hemos realizado importantes avances en materia de convivencia, no podemos hablar del paraíso, pero sí pedimos que se atienda al contexto y se analicen los procesos", declaró Salazar al diario El Colombiano.

El director de cine Víctor Gaviria, autor de La vendedora de rosas, siempre plasmó en sus películas la cara menos amable de su ciudad, con la ayuda de actores no profesionales, de vecinos: "Éste es un lugar con dos corazones: uno, indiferente, de triunfadores, y otro, el corazón de un Medellín que no abandona a su gente, siempre solidario. Me gusta porque es de todos, respira un orgullo que comparten el indigente y el burgués. Yo podré ser un director de cine bueno o malo, pero lo indudable es que soy afortunado: una ciudad entera me regala sus historias". Doña Herminia tampoco la cambiaría, pese a todo, por ninguna otra. "Aquí hemos sido pobres, hemos trabajado duro; hemos tenido alegrías y tristezas. Y aquí seguiremos hasta que Dios quiera".

Vista de Medellín desde el centro Nutibara.
Vista de Medellín desde el centro Nutibara.JAVIER SULÉ

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