La botica de la Naturaleza
El Tamiflu contra la gripe aviar, extraído del anís estrellado, ha reavivado el interés de los laboratorios farmacéuticos por los secretos de las plantas para tratar las dolencias de los humanos. Hay más ejemplos elocuentes: desde la aspirina y la morfina hasta el antitumoral taxol.
El anís estrellado, una planta de la China meridional, es, de momento, el principal recurso del que dispone la medicina contra la fiebre aviar. De su fruto se saca el principio activo utilizado por el laboratorio suizo Roche para fabricar el antiviral Tamiflu. Una vez más, la botica de la naturaleza ha vuelto a proporcionarnos medios cruciales en un apuro.
A primera vista, ello no tiene nada de raro; desde tiempos inmemoriales, las farmacopeas tradicionales se han valido de los poderes curativos de plantas, hongos y animales para preparar sus pócimas y brebajes. Y la farmacología moderna profundizó en esa práctica, hasta el punto de que la mitad de nuestros medicamentos deriva de un centenar de especies vegetales, entre ellos la aspirina (extraída de la corteza del sauce blanco), la morfina (adormidera), la quinina (corteza de la quina), el cardiorregulador digoxina (dedalera), el antitumoral taxol (tejo del Pacífico), el antimalárico artemisinina (artemisa) y la vincristina (obtenida de un arbusto de Madagascar), responsable de que la supervivencia de niños con leucemia haya pasado del 20% al 80% de los casos.
La biosfera ofrece productos que ya han superado el examen de la selección natural. Son millones de años de pruebas
Una molécula extraída de un cactus del desierto de Kalahari promete revolucionar el control de la obesidad
Las sustancias naturales son la gran fuente de inspiración. Imposible inventar algo como la morfina o el taxol
Pese a tan productivos antecedentes, el desarrollo impresionante de la síntesis química en la segunda mitad del siglo XX hizo que los recursos naturales perdieran su preponderancia. La tendencia se agudizó en las últimas décadas, con la llegada de la informatización y la genética. La técnica del ADN recombinante permitió sintetizar moléculas activas en grandes cantidades y a costes muy bajos sin necesidad de recurrir a los microorganismos que las producían originariamente, pues una vez identificada la proteína terapéutica y el gen asociado, éste se clona y se introduce en una bacteria para que sintetice la proteína deseada. A su vez, la química combinatoria prometió reemplazar la tediosa síntesis secuencial (compuesto por compuesto) por la combinación automática y simultánea de elementos sencillos para generar millones de compuestos complejos en poco tiempo, hasta dar con las mezclas más valiosas.
"Los paradigmas basados en la automatización crearon la percepción de que el tiempo requerido para detectar ingredientes de interés en un extracto natural resultaba demasiado largo en comparación con el cribado masivo de compuestos sintéticos", señala Fernando Peláez, director del Centro de Investigación Básica de España (CIBE), adscrito a la farmacéutica Merck, Sharp and Dohne (MSD). En consecuencia, el interés por las sustancias biológicas se redujo a mínimos. Parecía inevitable. ¿Cómo podía competir con semejantes tecnologías un investigador que necesita un año de arduo trabajo manual para identificar apenas 50 extractos vegetales prometedores?
Sin embargo, el protagonismo adquirido por el anís estrellado indica un cambio de tendencia. Un sector de la industria del medicamento ha emprendido el retorno a la naturaleza. Desde los años noventa, sus expertos vienen explorando las selvas tropicales y otros parajes recónditos en "misiones de bioprospección", como se denomina la búsqueda sobre el terreno de vegetales y animales con potencial valor terapéutico. ¿Cuáles son las razones del viraje? Básicamente, que las grandes expectativas depositadas en la síntesis de nuevo cuño no se cumplieron. Las empresas no logran recuperar las enormes inversiones en metodologías sofisticadas, y su entusiasmo inicial ha menguado considerablemente. La gran mayoría de los agentes obtenidos por esos procedimientos no revalidaron su acción curativa en las pruebas con humanos. "La química combinatoria equivale a buscar una aguja en un pajar", afirma Diego Cortes, catedrático de Farmacología de la Universidad de Valencia. En contraste, la biosfera ofrece productos que han superado el examen de la selección natural, pues proceden de seres cuya existencia depende de su eficacia. Así, mientras los antibióticos de diseño sólo logran matar microbios a veces, sus homólogos naturales siempre lo hacen. No en vano, en cada uno de estos compuestos se condensan millones de años de evolución.
Su atractivo se vio realzado por los biólogos, que hablaban de un fabuloso botín medicinal oculto en la espesura. Las cifras manejadas impresionaban: de 1,7 millones de especies existentes (algunos cálculos suben el total a 10 millones), sólo 20.000 microbios y 100.000 vegetales han sido estudiados. Buena parte de esa cifra la forman los microorganismos marinos productores de antibióticos prácticamente desconocidos. Pero esa botica en estado bruto corre peligro: como se ha denunciado hasta el hartazgo, el hábitat de gran número de esas criaturas está siendo destruido a toda prisa por la urbanización y la extensión de la frontera agrícola. En la Amazonia, una de las regiones más amenazadas, apenas se ha analizado el 10% de sus plantas. Por eso, al pensar en el millón de especies extinguidas en las últimas décadas, cuesta resistirse a especular con los fármacos que hemos perdido.
El renovado interés del Norte por los recursos biológicos ha tenido que sortear los temores del Sur a la biopiratería, es decir, a la apropiación y explotación de especies vivas sin que el país dueño de ese patrimonio reciba parte de las ganancias. Evitar tales prácticas era precisamente el objetivo del Convenio sobre Diversidad Biológica, auspiciado por la ONU, al consagrar el derecho de las naciones a los beneficios derivados de las sustancias descubiertas en su flora y fauna. El tratado pretendía estimular a los países con bosques tropicales a que adoptasen modos de gestión sostenibles, como el turismo ecológico y la bioprospección, en vez de la explotación forestal, agrícola y ganadera. Animados por ese espíritu se fraguaron importantes acuerdos entre algunos de esos países y las multinacionales farmacéuticas. El instituto de investigación farmacológica de la compañía Bristol-Myers-Squibb (BMS), de Estados Unidos, recibió cientos de muestras de plantas de Surinam a cambio de ceder al país suramericano entre el 1% y el 5% de los beneficios de las patentes de los fármacos elaborados a partir de esos vegetales. MSD y el Instituto Nacional de Biología de Costa Rica firmaron otro pacto por el cual, "a cambio de 10.000 muestras diversas y los derechos de patente sobre los eventuales descubrimientos, la compañía se comprometía a destinar 1.135.000 dólares a la conservación de su riqueza biológica y ceder una parte de los ingresos de su comercialización", recuerda el director del CIBE, en cuyas instalaciones se analizaron muchas de esas muestras. Novartis, el gigante farmacéutico europeo, negoció un convenio similar con Brasil con el propósito de obtener muestras de la Amazonia.
La vuelta a la naturaleza ha arrojado frutos que, sin ser espectaculares, poseen notable valor médico. En otras áreas terapéuticas sobresale el ziconotide, un analgésico mil veces más potente que la morfina, obtenido del veneno de un caracol de los arrecifes de Filipinas; la camptotecina, un medicamento empleado contra el cáncer de ovario y colorrectal avanzado, derivado de un árbol de Sri Lanka, y la galantamina, uno de los pocos recursos contra el mal de Alzheimer, aislada de una variedad de narcisos blancos utilizada por la medicina popular balcánica para calmar los dolores lumbares (estudios etnobotánicos asocian esa sustancia al antídoto empleado por Ulises contra el brebaje de la hechicera Circe descrito en la Odisea).
En fase experimental se encuentran la molécula p57, extraída de un cactus del desierto de Kalahari (Suráfrica), que promete revolucionar el control de la obesidad; la halicondrina B, derivada de una esponja de las profundidades del océano Pacífico, con resultados impresionantes en ensayos con pacientes con cáncer conducidos en el Eisai Research Institute (Estados Unidos); la ixabepilona, una sustancia de origen bacteriano que BMS ensaya en tumores de mama avanzados, y en lo concerniente a España, los antitumorales de origen marino de la compañía Pharmamar.
Más pobres se presentan los resultados en cuanto a protección de la biodiversidad."La búsqueda de fármacos en la selva tropical no ha redundado en su mayor preservación", apunta Tom Kursar, autor de un estudio sobre la bioprospección. A juicio del biólogo norteamericano, el problema radica en que los eventuales royalties de los hallazgos tardan años en llegar -si llegan-, mientras que los países biodiversos necesitan ser estimulados con beneficios inmediatos. Como alternativa, Kursar defiende desarrollar todo el proceso in situ en lugar de exportar las muestras al Norte. Y lo ilustra con la experiencia realizada en Panamá con financiación de instituciones estadounidenses: "Allí colocamos el eje en los beneficios palpables y duraderos en forma de infraestructuras, capacitación, empleo y transferencia tecnológica", patentes en la creación de un laboratorio con 10 científicos, 57 auxiliares y 12 voluntarios. A Kursar, el número de extractos que adquieran la categoría de fármacos le importa menos que disponer de una base científica local para encontrar y desarrollar medicamentos. Al fin y al cabo, recuerda, una meta estratégica del Convenio de Biodiversidad es "promover el avance científico y tecnológico" de los países menos desarrollados.
Las multinacionales también han variado su forma de actuar. En lugar de los ambiciosos convenios de la década pasada, optan por formas de colaboración más puntuales y económicas. "Prefieren externalizar la bioprospección a través de contratos con centros locales para que les envíen muestras de interés probado", explica Peláez.
Pero es preciso aclarar que la apuesta de la industria por lo natural no ha sido en modo alguno una apuesta decidida. El grueso de sus fondos continúa fluyendo a los centros de investigación ultratecnificados. ¿Cuál es, entonces, el lugar preciso de la bioprospección? "Las sustancias naturales siguen siendo la fuente de inspiración de los farmacólogos", responde Cortes. "No hay esqueleto químico de diseño capaz de inventar algo parecido al taxol o la morfina, aunque el laboratorio no tiene parangón a la hora de purificar y potenciar los efectos del modelo natural. En la mayoría de los casos, cultivar la planta no resulta rentable comparado con la síntesis industrial. El reto pasa por replicar y modificar estructuralmente lo que la naturaleza nos regala".
"La biosfera seguirá inspirando a quienes buscan nuevas familias de medicamentos, especialmente antibióticos, fármacos para la diabetes y enfermedades metabólicas, anticancerígenos con menores efectos secundarios que los actuales y medicinas destinadas a paliar las dolencias neurodegenerativas", vaticina el catedrático de Valencia. Previsiblemente, la bioprospección se beneficiará de los adelantos en genómica, métodos de síntesis y técnicas analíticas y espectroscópicas, que faciliten la identificación de la estructura química de los compuestos más complejos y su manipulación a gran escala. A ello se añade la experiencia ganada tras años de trabajo de campo, palpable en el conocimiento de que los mejores ingredientes radican con frecuencia en plantas jóvenes o que crecen a la sombra, ya que, por ser el blanco preferido de los insectos, necesitan agentes defensivos químicamente más potentes.
Tesoros de Rapa Nui al río Lozoya
Un condimento contra la gripe aviar. "Donde se encuentra el veneno reside el antídoto", dice un verso de Heine al que la epidemia de gripe aviar ha dado una inesperada confirmación. De la misma zona de Asia donde se cree que surgió la cepa del temible virus H5N1 proviene el principio activo de su antiviral: el fruto de un árbol silvestre que cubre las montañas de la China del sur. Producto versátil, el anís estrellado sirve a la gastronomía local para aliñar carne guisada; a la medicina tradicional para los dolores de cabeza y abdominales, cólicos infantiles y molestias intestinales, y a la ciencia occidental le aporta el ácido shikímico, utilizado para producir el Tamiflu. En su formulación original, el fármaco se elaboraba con ácido quínico de la corteza de quina, pero Roche lo sustituyó por el anís estrellado. Recientemente, dicho laboratorio ha anunciado un plan para asegurarse el suministro de materia prima con un proceso de fermentación que no dependa del anís estrellado.
Un antitumoral en los árboles. Un pionero en la bioprospección es el Instituto Nacional del Cáncer de Estados Unidos, cuyas pesquisas condujeron al descubrimiento de un portentoso principio activo encerrado en la corteza y las agujas del tejo del Pacífico. En 1962, uno de sus botánicos, que se encontraba acampando bajo una de esas coníferas en los bosques del Estado de Washington, recogió algunas cortezas y bayas y las envió al laboratorio central. El agente identificado en las muestras fue denominado taxol y dio lugar a uno de los antitumorales más revolucionarios del arsenal oncológico. Aprobado en 1992 para tratar el cáncer avanzado de ovario, recibió posteriormente la indicación para tumores de mama. Su difusión terapéutica se vio favorecida cuando se logró sintetizar el principio activo de las hojas del árbol, ya que de toda la corteza de un tejo centenario apenas se sacaba una dosis para un paciente de cáncer.
El tesoro de la Isla de Pascua. La historia de la rapamicina, la nueva clase de inmunosupresor capaz de atenuar el rechazo al trasplante de riñón, se remonta a 1964, cuando una expedición canadiense se desplazó a la isla de Pascua (Rapa Nui, en la lengua aborigen) en busca de plantas y muestras de suelo. Lo obtenido fue analizado en un laboratorio de Montreal. Allí, en 1972, se identificó y aisló un nuevo compuesto químico con potentes propiedades antifúngicas e inmunodepresivas, e incluso contra los tumores sólidos. Se lo denominó rapamicina, en homenaje al nombre nativo de la isla. Desde entonces, el compuesto ha aportado a su fabricante ingresos de miles de millones de dólares, tanto en su indicación para restenosis (la reaparición del bloqueo arterial tras la angioplastia) como para la prevención del rechazo al trasplante de islotes pancreáticos.
El antifúngico del río Lozoya. Las infecciones hospitalarias por hongos constituyen un problema de salud pública, de ahí la importancia del fármaco producido en España a partir de una sustancia segregada por un hongo del madrileño río Lozoya. El mérito lo tienen los investigadores del CIBE, que lo descubrieron en una muestra de agua tomada en dicho curso fluvial. El microorganismo fue bautizado Glarea lozoyensis, en homenaje a su lugar de origen, y su principio activo, acetato de caspofungina. Con él elaboraron un potente antifúngico que, aparte de presentar una toxicidad menor a la de otros tratamientos similares, resulta eficaz contra los hongos Aspergillus y Candida, responsables de más del 80% de las infecciones graves que afectan a los enfermos en las UCI españolas.
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