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78ª edición de los Oscar
Columna
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La difícil justicia de los premios

Todo el complejísimo aparato de promoción que son los Oscar parece haber sido diseñado por una mano sabia en las triquiñuelas del espectáculo. Puede que nunca como este año se haya provocado tanta expectación por las películas candidatas, independientes de la gran industria y denunciadoras de abusos e injusticias, y puede que tampoco se haya suscitado nunca tanto apasionamiento por sus temáticas e intérpretes.

Expectación espontánea o programada que ha culminado con la sorpresa de última hora de Crash como película ganadora, anunciada por Jack Nicholson en una gala brillante, más amena que en años anteriores, en la que se respiraba un simpático espíritu de camaradería entre chicos rebeldes que han hecho bien su trabajo. Como símbolo de esta apuesta por un cine distinto y combativo, se situó en el epicentro de la velada a Robert Altman, cuya constante insumisión ha sido finalmente reconocida por la hasta ahora conservadora Academia de Hollywood.

La constante insumisión de Altman ha sido finalmente reconocida por la Academia
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Precisamente de la influencia del cine de Robert Altman en Crash se ha hablado mucho a lo largo del año. Altman es amigo de historias cruzadas que compongan un caleidoscopio social, y el debutante Paul Haggis ha hecho lo propio en Crash, plasmando la violencia, el racismo y las desigualdades sociales que se viven en Los Ángeles. La película mantiene un pulso enérgico y sin suspiro hasta sus últimos momentos, en los que desgraciadamente la dureza de los relatos da paso a una inesperada bonhomía.

¿Ha influido en los votantes de la Academia, centralizada en Los Ángeles, que fuera esta ciudad la elegida en la película? Algún comentarista americano se ha precipitado a explicar la habilidad de los productores de Crash para repartir a última hora entre los académicos miles de DVD que ayudaran a mantenerla fresca en el recuerdo, y desbancar así a Brokeback Mountain, la de mayor éxito y número de nominaciones. Sea como fuere, el suspense ha estado servido con creces hasta el último momento.

Meryl Streep y Lily Tomlin presentaron con excelente buen humor al cascarrabias Robert Altman, parodiando en el escenario su forma de trabajo, pisándose en el diálogo la una a la otra. Humor que todos los participantes en la gala quisieron lucir, quizás para compensar la amargura que contienen las cinco grandes películas de la noche.

Lo mejor del cine americano han sido este año crónicas de derrotas personales o colectivas, reflejando cada una a su modo la crisis moral de una sociedad desconcertada. Hasta Steven Spielberg, que se fue con las manos vacías, ha regresado con Múnich a un cine comprometido, que él califica como grito por la paz, donde cuenta la terrible aventura de unos asesinos israelíes a sueldo de su Gobierno que deben vengar el atentado de Múnich por parte de un comando palestino. El voto judío no ha debido serle favorable.

También los premios a actores de reparto han cobrado un especial significado al haber destacado a Rachel Weisz por El jardinero fiel, donde interpreta a una brava mujer dispuesta a denunciar la corrupción farmacéutica en la paupérrima África, y a George Clooney por su encarnación de un agente de la CIA en Syriana, rompecabezas sobre los sucios intereses que rodean el comercio del petróleo. En honor a la verdad, tan buenos como ellos eran los demás candidatos, como ocurría igualmente en el apartado de intérpretes protagonistas.

¿Hace Reese Witherspoon mejor trabajo en En la cuerda floja que Felicity Hoffman en Transamerica? ¿Cómo se mide el talento? Que Philip Seymour Hoffman se llevara el Oscar por Capote estaba cantado, y merecidamente. Su trabajo de composición es tan deslumbrante que poco pueden hacer frente a él los comedidos personajes de Heath Ledger en Brokeback Mountain o de David Strathairn en Buenas noches y buena suerte, película que, por cierto, también se ha ido de vacío.

La Academia no lo tenía fácil, y ha repartido los premios lo mejor que ha sabido. Las dos películas grandes han quedado empatadas en estatuillas, y las que no han obtenido ninguna recibieron al menos el claro reconocimiento de contar entre las mejores de un año excepcional. No otra cosa le ha ocurrido al magnífico compositor español Alberto Iglesias, por primera vez candidato al Oscar. Él hablaba de estar viviendo un buen sueño, y ése es un premio que pocas veces se consigue.

El espectáculo global ha estado bien orquestado desde el principio, con el estreno adelantado y escalonado de las películas, con campañas inteligentes, con aireados escándalos (el que rodeó la posible retirada de Paradise Now, película palestina sobre terroristas suicidas) y, para acabar, un férreo autocontrol en las intervenciones del presentador y en los discursos de los ganadores, que eludieron hacer referencia a los graves temas que se han atrevido a denunciar en sus películas. Al final, todos buenos chicos.

Babelia

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