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Reportaje:

General de armas y letras

Quiso vencer y convencer. Vicente Rojo, militar de la República encargado de la defensa de Madrid, fue un general atípico. Intelectual y pensador, dedicó su vida a relatar los hechos de la Guerra Civil en artículos y publicaciones. Un libro recupera ahora su memoria.

José Andrés Rojo

"No he participado en ningún acto indigno. No he cometido ni he consentido a la gente a mis órdenes ningún asesinato o desmán. He contribuido decisivamente a que terminase en Madrid la vergüenza de los paseos, fusilamientos y represalias colectivas. He salvado la vida de muchos compañeros y familias, y he compartido con otras mi techo, mi pan y mi paga…".

A principios de los años sesenta, el general Rojo escribió un texto en el que resumió las características de su comportamiento durante la Guerra Civil, y que incluyó al final de su autobiografía, una treintena de folios que redactó para que su familia supiera de primera mano cuál había sido su historia. Temía que con el tiempo fuera tergiversada. La guerra había terminado hacía mucho, pero el régimen de Franco conservaba una vigorosa salud. Y el vencedor había impuesto su versión de los hechos.

"Por encima del Gobierno legítimo no he reconocido ninguna autoridad ni he respondido a ninguna orden"
Al mismo tiempo que se ocupaba de las batallas de los distintos frentes iba construyendo el Ejército Popular
No logró entender cómo se pudo abandonar al ejército en Francia en los campos de concentración

El general Rojo, exiliado desde el final de la guerra, pidió regresar a España a finales de los años cincuenta. Estaba ya muy enfermo, temía morir y quería hacerlo en su patria. La autorización se aprobó durante un Consejo de Ministros, y a finales de febrero de 1957 salió de Cochabamba (Bolivia), donde había vivido los últimos 14 años, rumbo a Buenos Aires. Allí tomó un barco con destino a Barcelona.

Estaba convencido de que le quedaba muy poco tiempo y tenía que cuidarse. Pasó 15 días en una finca de Ciudad Real y, ya instalado en Madrid, visitó al doctor Marañón para iniciar su tratamiento. Un mes después de su llegada fue requerido por el juez instructor militar para cumplir -eso le dijeron- con un trámite burocrático: preparar su expediente informativo.

El 16 de julio fue citado de nuevo. Su expediente había sido elevado a causa criminal y se le iba a procesar por el delito de "rebelión militar". El consejo de guerra se celebró en diciembre. Le condenaron a reclusión perpetua. En febrero de 1958 se le comunicó que había sido indultado y que no iría a prisión. Se mantenían firmes, sin embargo, las penas accesorias: interdicción civil e inhabilitación absoluta. "Me parece que se ha representado una comedia jurídica en la que se me ha reducido a la muerte civil", escribió Rojo en su autobiografía.

Allí también había explicado su po-sición cuando se produjo, en julio de 1936, el golpe de Estado que desencadenó la Guerra Civil. "Simplemente me mantuve en mi puesto", escribió, "donde me encontró todo el mundo y desde el cual presté todos los servicios que legal y dignamente podía y debía prestar, a las órdenes de las autoridades legítimamente constituidas y a los mandos militares jerárquicamente superiores que nunca faltaron en defensa de los intereses generales de la nación, y cumpliendo estrictamente el deber como había jurado hacerlo".

"Por encima del Gobierno legítimo no he reconocido ninguna autoridad, ni he respondido a ninguna orden o indicación extraña", escribió como tercera de las características de su comportamiento durante la guerra.

A ese militar, que había cumplido impecablemente con su deber, las autoridades franquistas le condenaron, a su regreso a España, a cadena perpetua por "rebelión militar". No tuvo más remedio, cuando ya fue indultado, que encerrarse en casa y dedicarse a escribir. Tomaba el aperitivo con algunos amigos, daba algunos paseos, y poco más. La policía estaba al tanto de lo que hacía.

Su historia pudo haber sido discreta, pero la guerra lo trastornó todo. Desde los 13 años estuvo vinculado a la institución castrense. Su madre murió entonces -su padre, un oficial que había estado en Cuba, falleció tres meses antes de que él naciera, en 1894, en Fuente la Higuera (Valencia)-, pero tuvo tiempo de buscarle acomodo en el Colegio de Huérfanos de Infantería. De ahí pasó a la Academia Militar de Toledo, de donde salió en 1914 destinado a Barcelona. Fue el segundo de su promoción.

Con la ilusión "de la buena paga y la aventura" se incorporó voluntario a la campaña de África a finales de ese mismo año. Le tocó un tiempo de relativa paz, así que sólo intervino en un par de combates. Aprendió entonces "esas sencillas realidades de la vida militar en guerra de campamentos, como son perder la paga en el juego a la hora de haberla cobrado o gastarla en juergas forzadas de tardes y noches de francachela". Pero no tardó en abominar del ambiente de camarillas, de adulación, de servilismo a los jefes. En 1918 decidió volver.

En Ceuta se había enamorado de Teresa Fernández, la hija de un militar de Intendencia, con la que se casó poco después de su regreso. Tras pasar por Barcelona y Vic, en 1922 cumplió su sueño de volver a la Academia de Infantería de Toledo, esta vez como profesor. Las clases, el ambiente de camaradería, los primeros años de la pareja: aquella temporada fue acaso la más feliz de su vida.

Fue entonces cuando fundó, junto al capitán Emilio Alamán, la Colección Bibliográfica Militar. De no haber estallado la guerra, su fama podría haber derivado de esa iniciativa que incorporó a los militares al clima de renovación cultural que despuntaba en aquellos años, y que brillaría durante la República. Entre septiembre de 1928 y julio de 1936, la colección publicó 96 títulos con una tirada global de 200.000 ejemplares. Ahí aparecieron los primeros libros de Vicente Rojo, sobre cuestiones técnicas todos ellos.

España cambiaba. Cayó la Monarquía, llegó la República. Rojo se enfrentó en 1932 con el rector de la Academia y abandonó Toledo para entrar en la Academia de Guerra y obtener el Diploma de Estado Mayor. Lo consiguió en abril de 1936.

El golpe de Estado de Franco y los demás generales le sorprendió trabajando de ayudante en el Estado Mayor Central. La atmósfera fuertemente política de aquellos años sólo le había tocado de manera tangencial. Consideraba que el Ejército no debía abrazar ninguna causa y limitarse a cumplir con sus obligaciones. Era lógico que cuando se produjo la "monstruosa sedición" (son sus palabras), Vicente Rojo decidiera cumplir con su deber. Y su deber era defender al Gobierno legítimamente elegido.

Orden, disciplina, lealtad, respeto por la ley, sentido de la responsabilidad, honor, dignidad: ésas fueron las palabras que le sirvieron para justificar su posición. Las expresiones que utilizó para nombrar lo que había desencadenado la rebelión eran también transparentes: sofismas caprichosos, ambiciones desmedidas, afán de medrar, petulancia, intriga, irresponsabilidad, matonería, instintos de venganza, ambición de poder.

Para un militar profesional como Rojo, los primeros meses de la contienda no fueron fáciles. Se hundió el poder del Estado, el Ejército se disgregó, y entre quienes defendían la República convivían las fuerzas que querían imponer la revolución y las que simplemente luchaban para defender la legalidad de un régimen que estaba abriendo España a la modernidad. Las milicias tendían a desconfiar de los uniformes, y una de las primeras misiones de Rojo fue sustituir a un comandante que fue asesinado en Somosierra por su dudosa lealtad. A veces, esa "dudosa lealtad" consistía simplemente en recomendar a los inexpertos milicianos un poco de prudencia.

El momento más difícil se produjo cuando en septiembre de 1936 le enviaron a parlamentar con los militares rebeldes que se habían hecho fuertes con un montón de rehenes en el alcázar de Toledo, la sede de la Academia: el lugar en el que había pasado enseñando los mejores años de su vida. Allí, al otro lado, estaban Alamán y otros muchos compañeros. Sabía que le pedirían que se quedara. A un hombre católico como él no tenían que gustarle muchos de los desafueros que se habían cometido contra la Iglesia en la zona leal. Pasó una noche de perros, casi no pudo dormir. Pero confirmó la decisión ya tomada: seguiría cumpliendo con su deber, al lado de la España leal, aun cuando muchos de los que la defendían se arrastraran "en el fango". La misión en el alcázar fue un fracaso, y pocas semanas después las tropas franquistas tomaron Toledo.

Madrid estaba cada vez más cerca de los enemigos de la República. A Rojo le tocó mandar en octubre una columna en Illescas, en una de las iniciativas para detener el avance enemigo. Pero no sirvió de nada: en los primeros días de noviembre, las tropas franquistas habían llegado a los arrabales de la capital.

El Gobierno se trasladó a Valencia el día 6, convencido de que la resistencia duraría poco. Nombraron al general Miaja para que presidiera una Junta de Defensa y aguantara el embate. Rojo fue nombrado jefe del Estado Mayor, y fue, por tanto, el responsable de coordinar los esfuerzos en el frente. Madrid resistió.

Y siguió resistiendo después del ataque directo cuando Franco y sus generales quisieron tomar la ciudad avanzando por la carretera de A Coruña, por el Jarama y por Guadalajara. El entonces teniente coronel Vicente Rojo no dejó de trabajar un instante: al mismo tiempo que coordinaba las batallas que se sucedieron en frentes distintos, establecía las líneas maestras del Ejército Popular, que se iba creando como el instrumento con que frenar a los militares rebeldes.

Tras el fracaso de las tropas italianas que colaboraban con Franco en Guadalajara, la guerra cambió de rostro. No pudo ser un paseo triunfal de los rebeldes, así que se convirtió en una larga carnicería. El peso de Vicente Rojo en el ejército republicano fue cada vez mayor. Fue nombrado jefe del nuevo Estado Mayor Central cuando Negrín llegó al Gobierno, y suyas fueron las iniciativas ofensivas de Brunete y Belchite para frenar la conquista del norte, que aunque parcialmente exitosas no sirvieron de mucho. Con la toma de Teruel, que se inició una gélida madrugada de diciembre, evitó que Franco avanzara sobre Madrid. La República pudo seguir respirando.

Pero sólo podía hacerlo por periodos muy cortos de tiempo. La superioridad material fue cada vez mayor en el bando llamado nacional. Franco reconquistó Teruel, y en abril de 1938 partió la zona republicana en dos al llegar al Mediterráneo. Quiso entonces llegar a Valencia y acabar la guerra, pero el ejército republicano se lo impidió en unas jornadas que Rojo consideró tan heroicas como las que Madrid vivió en noviembre de 1936.

El 25 de julio se inició la batalla del Ebro. Las tropas que cruzaron el río y sorprendieron al enemigo en una acción modélica fueron las que unos meses antes no eran más que una colección dispersa de combatientes voluntariosos. Ésa era la auténtica medida de la tarea titánica que habían desarrollado los militares profesionales en el seno de la República.

La lucha contra el fascismo se había mantenido con la esperanza de que variara la coyuntura internacional, que condenó a la República a batirse contra Franco y sus aliados alemanes e italianos con la única ayuda de la Unión Soviética (y México, y poco más) y la no intervención de las democracias británica y francesa. Se confiaba en que esas democracias comprendieran los afanes expansionistas de Hitler y Mussolini e hicieran causa común con la República. En Múnich, el 29 de septiembre de 1938, se acabó definitivamente la esperanza. Hitler pudo hacerse con los Sudetes con la aquiescencia de Francia y el Reino Unido.

"Hemos de seguir pensando en valernos de nuestros propios recursos para continuar la lucha", le había escrito Rojo a Negrín el 19 de agosto. Se temía lo peor. Pero lo grave era que esos recursos eran muy pobres para una tarea de tanta envergadura. Las penalidades de la guerra estaban haciendo mella en la retaguardia, y fueron muchos los que miraron con desconfianza el esfuerzo del Ebro.

Las tropas republicanas cruzaron de regreso el río. La maquinaria de guerra de Franco avanzó sobre Cataluña a finales de 1938, y el 9 de febrero de 1939 las últimas tropas republicanas cruzaron la frontera de Francia.

Por indicación de Negrín, Rojo se quedó en Francia a cargo de lo que quedaba del ejército y no volvió a la zona central, donde la República aguantó hasta el 1 de abril. Su estancia en el país vecino fue muy amarga. Mandó varias cartas furibundas a su antiguo jefe (con el que había tenido una gran complicidad): no entendía cómo se podía haber abandonado de esa manera al ejército, disperso en los terribles campos de concentración. No recibió respuesta directa hasta que Negrín le ordenó incorporarse a la zona central. Pero no pudo hacerlo: el golpe de Casado se lo impidió.

Cuando todo hubo terminado se instaló en Buenos Aires, donde estuvo desde finales de agosto de 1939 hasta enero de 1943. Allí vivió, sobre todo, de las crónicas que publicó en el diario Crítica sobre el desarrollo de la II Guerra Mundial. Fundó la revista Pensamiento Español, y escribió para el periódico El Sol los artículos sobre la Guerra Civil que más adelante se convertirían en su libro España heroica (que junto a ¡Alerta los pueblos!, que terminó en Francia, y Así fue la defensa de Madrid constituyen su gran trilogía sobre la guerra).

El Ejército de Bolivia le contrató como profesor de la Escuela de Guerra de Cochabamba. Allí enseñó desde enero de 1943 hasta finales del curso 1955-1956, y fue de nuevo feliz. Pero estaba ya muy enfermo, y los médicos le recomendaron abandonar una ciudad que estaba a 2.500 metros sobre el nivel del mar para instalarse en un lugar más bajo, donde pudiera respirar mejor. Decidió volver a España e inició las delicadas gestiones. Vivió mucho más de lo que pensaba: hasta el 15 de junio de 1966. Muchos españoles, entonces y a pesar del miedo, fueron a darle su último adiós.

Estos días se publica 'Vicente Rojo. Retrato de un general republicano' (Tusquets), de José Andrés Rojo.

Vicente Rojo, en la Academia de Infantería de Toledo.
Vicente Rojo, en la Academia de Infantería de Toledo.

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Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

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