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Los 'planes' de Rusia para África

En el transcurso de una semana cualquiera, podemos leer mucho con respecto a las medidas que va desplegando el presidente ruso, Vladímir Putin, contra sus adversarios internos, su altercado con Ucrania acerca del suministro de energía por los gasoductos, su cauto trato con China, su inquietud respecto a Irán y Corea del Norte, y sus críticas a la política de Estados Unidos en prácticamente todo el mundo. ¿Pero y sus planes respecto a África? Una rápida pasada por el motor de búsqueda de Google empleando las palabras clave "Putin" y "África" arrojó sólo unas 40 entradas, la mayoría con un amable mensaje de felicitación enviado por Moscú a los gobiernos africanos con ocasión del Día de África el año pasado.

Las vueltas que da el mundo. Si hace 30 años se hubiera preguntado "cuáles son las políticas y las estrategias rusas en África" -es decir, en el momento álgido del interés y la injerencia de la Unión Soviética en ese continente- la respuesta habría sido evidente. O a lo mejor habría habido muchas respuestas, pero todas habrían apuntado a la misma conclusión: Moscú estaba enormemente interesado por África, y ansioso por aumentar su influencia política y difundir la ideología comunista en los extensos dominios del continente. África, a pesar de la distancia, constituía la siguiente nueva frontera para el avance del socialismo científico, de Ghana a Mozambique, pasando por esas dos joyas gemelas, Egipto en el norte y Suráfrica en el sur. Desde El Cabo hasta El Cairo, de hecho. ¡No hay que perder tiempo, camaradas!

Por si en aquel entonces no hubiera habido suficientes pruebas visuales, con aviones soviéticos que trasladaban municiones a los Estados clientes africanos, asesores soviéticos que aparecían por todas partes y Radio Moscú que elogiaba orgullosamente cada golpe de Estado izquierdista que se producía en la región, ahora aparecen firmes pruebas de archivo que demuestran la magnitud de aquellas elevadas ambiciones. Se recogen, con fascinante detalle, en el libro más reciente sobre el Archivo Mitrojin, titulado The World Was Going Our Way: The KGB and the Battle for the Third World (Uso la edición de Basic Books, Nueva York, 2005). Debería explicar aquí que en 1992 el Servicio Secreto Británico trasladó discretamente a Occidente a un archivista ruso llamado Vasili Mitrojin. The World Was Going Our Way está escrito principalmente por el conocido historiador de Cambridge Christopher Andrew, pero Mitrojin es su coautor. Y Mitrojin no fue un bibliotecario corriente, ya que durante muchos años estuvo a cargo de los documentos de alto secreto del espionaje exterior del KGB.

Como un hábil mayordomo de una parábola bíblica, Mitrojin traicionó a sus amos haciendo copias personales de literalmente miles de informes altamente confidenciales y controvertidos. Se llevó con él al Reino Unido materiales mucho más valiosos que el oro en polvo: la historia de 30 años de intentos soviéticos de establecer influencias marxistas en Oriente Próximo, Asia y África; de sus muchas victorias tácticas; y de su larga y triste derrota estratégica en conjunto. Los expedientes del Archivo Mitrojin son objeto de inmenso interés para los historiadores de la Guerra Fría, que comprensiblemente consideran un maná caído del cielo a la hora de tratar de contar la historia de las intrigas del KGB en El Salvador, Irán, Etiopía y otras partes. ¿Pero debería eso interesar hoy a los lectores en general? ¿Es la publicación de este nuevo libro similar a que nos dijeran que los especialistas pueden por fin tener acceso a los expedientes del servicio secreto británico de la década de 1930? Bueno sí, pero respecto a África y Rusia la aparición de The World Was Going Our Way suscita al menos dos ideas acerca de la situación actual.

La primera, que será muy tranquilizadora para los conservadores que hoy merodean por la Casa Blanca, es que las actuales vicisitudes de África, en especial sus horribles guerras civiles y su violencia interfronteriza, no pueden achacarse exclusivamente a Occidente, ya sea al antiguo colonialismo europeo, a las más actuales intrigas de la CIA estadounidense o a los diversos impactos de las multinacionales capitalistas. El estudio demuestra que el KGB, con el pretexto del apoyo a los movimientos "de liberación nacional", contribuyó en enorme medida a añadir leña al fuego de los conflictos étnicos y fronterizos que ya existían, apoyó a candidatos políticos dudosos y a veces directamente homicidas, e intentó debilitar a aquellos grupos africanos con tendencias democráticas y liberales.

En realidad, los embajadores y los agentes soviéticos sobre el terreno no eran tan ingenuos como para creer que todos los dirigentes a los que apoyaban eran ardientes seguidores de El Capital, de Karl Marx (pero tampoco lo era, por supuesto, el camarada Stalin). Veían que la mayoría de sus clientes desconocían los asuntos mundiales, que eran rapaces y corruptos, y que el tribalismo era más fuerte que el leninismo. Pero estos materiales pobres eran todo lo que tenían para trabajar en su lucha contra Occidente por el control del futuro de África. Y al manipular dichos materiales -fomentando movimientos de secesión, intentando desbaratar elecciones abiertas y diseminando enormes cantidades de armas pequeñas (Kaláshnikov, morteros, minas terrestres) por las fronteras- el KGB debilitó la situación ya de por sí convulsa de muchos países africanos. Las consecuencias se prolongan hasta hoy.

La segunda conclusión es que, a pesar del mensaje de solidaridad y simpatía enviado por Putin el pasado verano para celebrar el Día de África, el continente está sencillamente fuera de la pantalla de radar rusa en comparación con el lugar que ocupó en la mente de Moscú durante los años de Jruschov y Bréznev; al igual que lo están prácticamente todas las demás regiones que en otro tiempo se denominaban de forma paternalista el "tercer" mundo. Dadas las transformaciones mundiales y el auge de buena parte de Asia, la expresión está de todos modos completamente desfasada. Pero también, al menos desde el punto de vista de Moscú, deben estarlo estos documentos del Archivo Mitrojin que revelan las poderosas ambiciones del KGB en Suráfrica o en Congo. Porque Putin es un realista pragmático, interesado principalmente en los vecinos difíciles y las grandes potencias de la escena mundial: Ucrania, Irán, China, Japón, la Unión Europea y Estados Unidos. En este sentido, se parece mucho a Bismarck, que en una ocasión dijo a un diplomáticomán partidario de realizar anexiones en África hace cien años: "Mire, éste es mi mapa de África. Tengo grandes potencias a mi izquierda y grandes potencias a mi derecha. Ése es mi mapa de África". Este mundo de grandes potencias del norte también conforma el mapa geopolítico de Putin.

El que Rusia desarrolle o no un mayor interés por África dentro de una o dos generaciones es otra historia. Ahora mismo, tiene suficiente tela que cortar, con sus convulsiones políticas internas y sus complicadas relaciones con las grandes potencias del este, el oeste y el sur, que la obligan a evitar el sobrepasar todavía más sus límites. Y Putin es lo bastante listo como para darse cuenta. ¿Es esto bueno para África? La respuesta inmediata sería "sí". Cuanto menos interfieran en África las grandes potencias, menos ayuda exterior podrán recabar las facciones locales rivales, menos daño se hará y, quizá, mayores posibilidades habrá de que los acuerdos y la paz ocupen el lugar de las terribles guerras civiles.

Aun así vale la pena recordar, como hace Carol Lancaster en un interesante libro titulado Aid to Africa (University of Chicago Press, 1999), que desde hace casi medio siglo actores como Estados Unidos, URSS / Rusia y China tienen tendencia a disminuir su ayuda si no ven la posibilidad de obtener una ventaja política, estratégica o económica, pero a aumentarla rápidamente si hay ventajas materiales en juego. A este respecto, el reciente aumento del interés y la inversión de China, desde Suráfrica hasta Sudán, no es una buena noticia. También distorsionará las rivalidades políticas locales y, con el tiempo, alarmará al Pentágono.

El mejor modo de fomentar el avance de África hacia la democracia es, como reconoce la mayoría de los expertos, seguir una doble estrategia que, primero, anime a las sociedades africanas a hacer todo lo posible por consolidarse, mediante el fomento de la democracia y la tolerancia, la mejora de la condición de las mujeres y las niñas, la eliminación de la corrupción y con campañas contra la propagación del sida; y segundo, pida a las sociedades más ricas del mundo, como imperativo moral, que pongan toda la inteligencia, los recursos de capital y los medios (ONG, iglesias, agencias de desarrollo) a trabajar con africanos igualmente empeñados en reconstruir el dañado continente. No es un sueño imposible. Pero exige colaboración con África a largo plazo en lugar de vacilaciones episódicas, un claro conocimiento de dónde funciona y dónde no funciona el desarrollo, e inversiones de capital serias y bien empleadas. No hay nada nuevo en dicha estrategia combinada, y los secretarios generales de la ONU llevan años pidiéndola. Aun así, por muy generosa o débilmente que responda la comunidad mundial a dichos llamamientos de ayuda al continente más pobre del mundo, se puede suponer que la Rusia de Putin no va a involucrarse demasiado. Su ansia por inmiscuirse en África hace tiempo que desapareció. Y sus organismos estatales, incluidos los diversos sucesores del KGB, tienen mucho más a lo que dedicarse. En muchos sentidos, esto no es nada malo.

Paul Kennedy es catedrático J. Richardson de Historia y director de Estudios sobre Seguridad Internacional en la Universidad de Yale. © Media Tribune Services, Inc, 2006. Traducción de News Clips.

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