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Reportaje:

Amazonas, vida y muerte

Durante sus 6.500 kilómetros de recorrido, cruza la cintura de Suramérica de oeste a este discurriendo por nueve países. Un mito que riega el pulmón de la Tierra y es al mismo tiempo portentosa fuente de vida e implacable generador de muerte.

Durante sus 6.500 kilómetros de recorrido, cruza la cintura de Suramérica de oeste a este discurriendo por nueve países. Un mito que riega el pulmón de la Tierra y es al mismo tiempo portentosa fuente de vida e implacable generador de muerte.

Existen ríos que dan origen a mitos, pero ninguno como el Amazonas
A lo largo de los siglos, los indígenas han sufrido una persecución sin pausa
El Amazonas no es el paraíso. La vida de quienes lo pueblan nunca es fácil
Los cursos fluviales son metáfora del nacimiento y del fin de la existencia

El hombre ha crecido junto a los ríos, ha calmado su sed en sus aguas y regado sus huertos y pastizales con la generosidad de sus caudales. Los cursos fluviales son metáfora del nacimiento y del fin de la existencia de cada uno de nosotros: "Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir…". Y existen ríos que han dado origen a muchos mitos. Pero ninguno, con toda probabilidad, alcanza un carácter legendario como los que guardan el Nilo y el Amazonas. Y aunque los geógrafos no se han puesto todavía de acuerdo sobre cuál de los dos posee mayor longitud, sí que sabemos que el Amazonas arrastra sesenta veces más caudal que su competidor africano. Es un Goliat con músculos de agua.

Desde el primer manantial nacido en cumbres que superan de largo los 5.000 metros, allá en las crestas nevadas de los Andes y no muy lejos de Cuzco, hasta la maraña de islas, selvas, pantanos y canales que tejen el bronco paisaje de un estuario de más de 300 kilómetros de anchura, el Amazonas constituye una imponente exageración de la naturaleza. Su cuenca, del tamaño de media América Latina, forma un universo de cumbres, bosques y ríos tributarios en el que conviven humanos y animales, y en donde la vegetación y el agua nutren a nuestro enfermo planeta de una gran porción del oxígeno que precisa para sobrevivir. El Amazonas no es, ni mucho menos, un paraíso, sino que antes bien se asemeja a un infierno. La vida de quienes pueblan las alturas andinas, las orillas de los ríos, las poblaciones y las junglas casi inexploradas del interior nunca es fácil. Las enfermedades, las picaduras letales de los insectos y de ofidios pavorosos, la explotación laboral, los problemas que genera el tráfico de drogas y la miseria endémica hacen que la esperanza de vida de los seres humanos en una buena parte de la región se sitúe en una media que ronda los 50 años, y que para los indios es de 42. Los fuegos y las talas indiscriminadas provocan cada año la deforestación de decenas de miles de hectáreas. El pulmón de la Tierra tose y se ahoga. Quien conoce la Amazonia sabe bien que esa portentosa fuente de vida es al mismo tiempo una implacable generadora de muerte.

En cierta forma, es casi un capricho el nacimiento de este río, que cruza la cintura de Suramérica de oeste a este a lo largo de más o menos 6.500 kilómetros. En una de las cordilleras andinas del sur peruano, la sierra de Chila, las nieves perpetuas alumbran centenares de arroyos que se dejan caer hacia Occidente en busca del océano Pacífico, ciento y pico kilómetros más lejos. Pero uno de los regatos, brotando de una pequeña laguna de aguas heladas en el Nevado del Mismi, a 5.595 metros de altura, desobedece la norma y decide escapar hacia Oriente. Ese manantial rebelde no es otro que el Amazonas. A partir de ahí, miles de tributarios van engordando su caudal mientras desciende por barrancadas y cañones y atraviesa selvas todavía impenetradas por el hombre, hasta alcanzar las orillas occidentales del océano Atlántico.

La laguna del origen se llama McIntyre, en recuerdo del primer montañero, un norteamericano, que señaló el lugar. Desde allí, sin cesar de aumentar su tamaño, el río va adoptando numerosos nombres: arroyo Hurahuarco u Hornillos al principio, y luego ríos Apurimac, Mantaro, Ene, Tambo, Urubamba, Ucayali, Solimoes y, al fin, Amazonas. No obstante, por capricho de los geógrafos brasileños, cuando alcanza su estuario, de nuevo el río adopta nuevos nombres para los numerosos brazos y canales del delta: Pará, Guamá, Guajará-Mirim… Antes de eso ha recibido las aguas de afluentes tan caudalosos como el Marañón, el Napo, el Negro, el Madeira y el Tapajós. La piedra, la nieve, el agua, la selva y el pantanal forman una geografía hermosísima y turbadora. Y la cuenca en donde señorea el río se extiende al interior de las fronteras de nueve países: Perú, Ecuador, Bolivia, Brasil, Colombia, Surinam, Venezuela y las dos Guayanas.

El primer perfil del Amazonas no es otro que el andino. Los aimaras y los quechuas, padres de la gran civilización de los incas, se reparten los territorios que rodean el curso del Apurimac. En valles que superan los 3.000 metros de altura sobre el mar, los indios extraen de la tierra, en condiciones durísimas, el grano y las patatas que les garantizarán la vida, en terrazas de tierra fértil arrancadas a la montaña. Allí, en ese imperio de la vicuña, el puma, la llama y el cóndor, florecen ritos mitológicos extraños, como el que enfrenta en combate al toro cimarrón y al cóndor de la altura, en un duelo conocido como el Yawar Fiesta, relatado en una espléndida novela por José María Arguedas.

Al contrario de lo que su fuerza y gigantismo pudieran hacer creer, el Amazonas es, en la mayor parte de su recorrido, un río calmado. Es cierto que, al principio, las barrancadas del Apurimac, sus saltos de agua y sus rápidos desaconsejan la navegación salvo para aquellos que buscan el riesgo y la aventura en la práctica del canoísmo. El río es feroz en esos primeros cientos de kilómetros, cuando se arroja desde las alturas andinas hasta el lecho mullido de las junglas. Pero allá abajo, cuando ha dejado atrás la "ceja de la selva" y pasa a llamarse, primero, Mantaro y Ene, y después, Tambo y Urubamba, el único peligro lo constituyen los remolinos. Fue precisamente en aguas del Urubamba donde se ahogaron los caucheros Antonio Vaca Díez y Carlos Fernando Fitzcarrald, en julio de 1897, cuando el remolino Shapea se tragó el barco Adolfito, a bordo del cual viajaban aquellos dos grandes canallas, responsables de la muerte de decenas de miles de indios y de la explotación en condiciones de esclavitud de muchos miles más.

Porque la historia de la Amazonia es, en buena parte, una crónica del horror. Cuando el español Orellana, en 1542, navegó por primera vez el largo tramo del Amazonas que hay entre Puerto Coca, cerca del nacimiento del río Napo (Ecuador), y Belém do Pará (océano Atlántico), se calcula que habitaban su cuenca seis millones de indios. Hoy son menos de medio millón, y ninguna tribu habita las orillas del gran río, sino que viven en reservas o escondidas en las honduras más remotas de la selva. A lo largo de los siglos, las poblaciones indígenas han sufrido una persecución sin pausa. Primero, por parte de los españoles y los portugueses, que capturaban a hombres y mujeres para venderlos como esclavos a los dueños de las grandes plantaciones de la región de Pará. Después, cuando se declaró el boom del caucho a comienzos del siglo XX, los empresarios de la goma, entre otros muchos los peruanos Fitzcarrald y Julio César Arana, los utilizaron como trabajadores forzados, retenidos en las caucherías por un sistema conocido como el endeudamiento, que no era más que una forma sutil de esclavitud que mantenía, de por vida, al trabajador endeudado con la empresa y obligado a pagar con su trabajo y el de sus hijos al empresario. Finalmente, los indios han sido forzados a trabajar por parecidos sistemas de explotación en las talas masivas del arbolado y como garimpeiros en las minas de oro. Numerosas etnias y lenguas amazónicas han desaparecido en los últimos 450 años, hasta el punto de que bien puede hablarse de un verdadero genocidio. Los supervivientes indígenas han huido hacia el interior, y hoy las poblaciones que habitan las orillas del río están formadas en su mayoría por colonos mestizos, a los que en Brasil llaman caboclos, y que viven por lo general en condiciones miserables. Fueron ellos quienes, en 1835, provocaron la llamada guerra del Cavanagem, un misterioso, cruento y poco conocido conflicto que es considerado por algunos historiadores latinoamericanos, no sin cierta fantasía, como la primera revolución proletaria de Latinoamérica.

Pero volvemos a la geografía. Es en el Ucayali, otro nombre del Amazonas, en donde el río, desde la población de Sepahua, ofrece ya condiciones seguras de navegabilidad. Es cierto que al río lo acometen súbitas y furibundas tormentas, pero los barcos navegan cerca de los orillas, en previsión del peligro, y se abrigan en la ribera al menor signo de temporal. El fondo fluvial cambia de profundidad varias veces al año y se corre el riesgo de embarrancar, pero los pilotos emplean un sistema de medición por primitivas sondas que garantizan una navegación fiable. Además, ya no hay remolinos, ni cataratas, ni rápidos, sino un río que discurre firme y previsible. El peligro ahora lo constituyen la malaria, el dengue, la disentería y un importante catálogo de enfermedades tropicales, muchas de ellas desconocidas aún por la ciencia. Es como si el río, indomeñable y maligno, inventase constantemente formas nuevas de matar para disuadir a los forasteros de su visita.

Desde Sepahua, y mejor aún desde Pucallpa, la navegación hasta el Atlántico, durante más de 4.000 kilómetros, puede llevar alrededor de tres semanas. Y es la mejor experiencia, y sin duda la más barata, para quienes pretendan acometer la aventura de recorrer el río. Los recorridos pueden dividirse de la siguiente manera: Sepahua-Pucallpa, Pucallpa-Iquitos, Iquitos-Tabatinga, Tabatinga-Tefé, Tefé-Manaos, Manaos-Santarém y Santarém-Belém do Pará.

Hay pocos viajes tan cálidamente humanos como los que proponen esas embarcaciones viejas, de tres puentes, un comedor, tres o cuatro duchas y excusados, y dos cubiertas en donde los pasajeros tienden sus hamacas y organizan a sus pies los equipajes, formando el pequeño cubículo que será su vivienda durante unos pocos días o semanas. Estos barcos, que son llamados lanchas en Perú y Colombia, y recreios o gaiolas en Brasil, tienen un aspecto parecido al de los transbordadores del Misisipi de la época de Mark Twain, con dos cubiertas para los pasajeros. Pero en lugar de desplazarse impulsados por una gran rueda movida a vapor, lo hacen con motores de gasóleo. En los puertos principales del recorrido, mientras permanecen amarrados en los muelles, anuncian en una pizarra del castillo de proa el día y la hora de partida, el puerto de destino y las paradas que efectuarán durante el viaje. Lo normal es que nunca se cumpla el horario, y a menudo las embarcaciones se detienen en muchos más puertecitos de los anunciados, sencillamente porque se les avisa desde las orillas que hay pasajeros que desean subir a bordo. Cada día de navegación hay escalas en cuatro o cinco pueblos, pequeños asentamientos de campesinos o ciudades de buen tamaño, muy pobres en su mayor parte y a menudo cortados del mundo civilizado por cualquier tipo de comunicación que no sea el barco. Saliendo de Pucallpa hacia Iquitos -un viaje que llevará cinco o seis días de navegación- asomarán en las orillas del río las localidades de Yabaringo, Tierra Blanca, Dos de Mayo, Monte Bello, Lisboa, Contamana, Requena… No se para allí tan sólo para dejar y recoger pasajeros y mercancías. Los barcos constituyen también una forma de vivir, y las poblaciones de las orillas están especializadas en la venta de productos necesarios para los viajeros: sandías, papayas y mangos, cestos, aperos de labranza, herramientas, rifles y cartuchos, peces guisados en patarasca, juanes de gallina… En Pucapango, un pueblín insignificante, la especialización son los loros. En la barrancada de barro que sirve de puerto esperan a los viajeros un par de decenas de hombres y de niños, cada uno con un lorito verde y amarillo atado con una cuerda por la pata y posado en el hombro de su dueño. Regateando el precio salen por unos tres euros. Y los vendedores aconsejan a su nuevo amo que, para enseñarlos a hablar, la mejor técnica consiste en meterles piojos en los oídos.

Los barcos, con su lento deslizarse sobre las aguas, permiten muchas horas de asueto. Y de manera muy natural comienzan a establecerse relaciones de todo tipo entre los pasajeros, desde negocios fructíferos hasta romances varios y amistades hondas. El pudor es un lujo imposible de permitirse en la selva de hamacas de las cubiertas. En consecuencia, los ceremoniales y sonidos propios de la vida en común, desde el llanto de un niño hasta el gemido del amor, la risa de los amigos que juegan a los naipes o el griterío de una riña entre borrachos, resuenan por la noche a bordo. Durante un viaje por el río, en 2002, una mujer casi anciana, simpática y comunicativa, se despidió de mí en el pequeño pueblo de Orellana con una de las frases que mayor melancolía y tristeza han dejado en mi alma: "No nos veremos nunca más, señor".

Mientras navegas río abajo, los naturales de la región te hablan sobre los mitos del río. Hay uno que recorre toda su corriente, desde el nacimiento hasta casi su desembocadura: la leyenda del delfín rosa. Este animal, al que llaman bufeo en Perú y boto en Brasil, es la única especie de delfín fluvial que se conoce en el mundo, y su color es de un rosado intenso. La gente cree que durante las noches, en aquellas poblaciones en donde se celebra fiesta, el animal gusta de convertirse en un bello hombre joven de cabellos rubios ("agringado", dicen), y sale del agua, invita a una muchacha a bailar y la seduce poco después. En muchas poblaciones del río se encuentran "hijos de bufeo" o "hijos de boto", que son respetados por la comunidad. Sin duda es una poética manera de hacer que la sociedad rural acepte los deslices femeninos con los forasteros en días de trago y danza.

Hay bellas poblaciones en el camino. La peruana Iquitos, por ejemplo, nacida como una misión jesuita y convertida en una gran urbe durante el boom del caucho, alberga hoy cerca de medio millón de almas. Sus noches son deliciosas para pasear en el malecón sobre el río. Y en el mercado del barrio lacustre de Belén, donde las casas en forma de palafitos se construyen tres metros por encima del suelo para mantenerse a salvo durante la época de inundaciones, pueden encontrarse ungüentos, pócimas y remedios para todos los males, tanto del amor como de la salud o del trabajo. A Iquitos, rodeada de selvas, sólo es posible llegar por avión o por barco. Siguiendo el río, en la llamada Triple Frontera se reúnen en una sola población la peruana Santa Rosa, la colombiana Leticia y la brasileña Tabatinga, incomunicadas también por tierra con otras localidades. Son tres urbes alegres y amigas de la salsa y de la samba. Pero en las selvas de sus alrededores campean a sus anchas las pandillas de los carteles de la droga, en donde mantienen laboratorios secretos de fabricación de heroína. Más al norte, en el río Putumayo, tuvo sus caucherías uno de los mayores criminales en la historia del genocidio de los indios amazónicos: Julio César Arana, cuyo nombre ocultan con vergüenza la historia peruana y sus propios intelectuales. Arana fue el responsable de la muerte de más de 30.000 indígenas y de la casi extinción de la etnia huitoto. Los horrores del Putumayo fueron revelados al mundo en 1912 por el cónsul inglés en Río de Janeiro, Roger Casement, y sus informaciones provocaron el cierre de la compañía de Arana, en la que había una fuerte participación de capital londinense. Casement, cuatro años antes, había denunciado también las atrocidades que cometía el rey Leopoldo II de Bélgica en los territorios del Congo. Casi olvidado en nuestros días, Casement fue uno de los grandes luchadores de la defensa de los derechos humanos durante los inicios del siglo XX: Lawrence de Arabia le comparó en uno de sus escritos con un arcángel.

Estas selvas y estos ríos de la región de Iquitos, así como las junglas colombianas del noreste, sirvieron de escenario para novelas excelentes, como La Casa Verde y Pantaleón y las visitadoras, del peruano Mario Vargas Llosa, y el fenomenal libro La vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera. Más abajo, en el tributario Madeira, a unos 1.500 kilómetros del Amazonas, se escribió uno de los capítulos más locos de la historia amazónica: la construcción de un ferrocarril en el interior de la selva, un ferrocarril que apenas llegó a usarse, que costó una fortuna y que arrebató la vida, a causa sobre todo de la malaria, a más de 10.000 operarios, entre ellos casi 2.000 trabajadores gallegos llegados de Cuba. Aquel episodio ofreció tema a otra gran novela situada en la región: Mad María, del brasileño Marzio Souza.

Alojada en un recodo del río Negro, poco antes de su desembocadura en el Amazonas, Manaos es la ciudad más famosa y legendaria de la región. Todavía están en pie muchos edificios suntuosos de los que construyeron los multimillonarios empresarios del caucho, y entre ellos el Teatro de la Ópera, de 1896. Es un fastuoso y excéntrico capricho levantado para pregonar el poder ilimitado del dinero.

Cuesta trabajo admirarlo si uno piensa en el precio que costó en sangre de indígenas esclavizados. Por otra parte, los muelles de Manaos son flotantes para prevenir la subida de las aguas, que pueden alcanzar los 14 metros por encima de su nivel normal en época de lluvias.

Río abajo, los bosques casi desaparecen, o bien por las talas masivas (el 80% de ellas son ilegales), o bien comidos por fuegos provocados (hay a diario unos 600 en la cuenca amazónica). La tierra se ensancha allí en pastizales que alimentan a manadas de bueyes cebúes y en plantaciones de grano y frutos.

Asoman ahora la ciudad de Santarém, tan portuguesa, y luego Belém do Pará, ya en la boca del río, en donde hay un nuevo Palacio de la Ópera, construido antes que el de Manaos, aunque no tan fastuoso.

En Belém do Pará, durante los días del boom cauchero se instaló un mercado con armazón de acero, el Vero Peso, cuyas piezas fueron traídas en barco desde Liverpool. Belém mantiene una numerosa flota de galeiras, pequeños veleros utilizados para la pesca en los canales y manglares del río. Frente a la ciudad, una isla del tamaño de Suiza, Marajó -con sus manadas de búfalos asiáticos, y sus vaqueros vestidos con botas de tacón alto, sombrero tejano y estrechos jeans-, parece el decorado de un western.

Pero el río no muere en las costas marinas. Su fuerza es tan grande que vence incluso a las mareas del océano y arrastra sus detritus hasta más de 300 kilómetros mar adentro. La ciclópea extravagancia del Amazonas se muestra una vez más en el océano Atlántico, en donde los tiburones encuentran una ración extra de comida con los animales muertos que le regala el río.

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