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Columna
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Al borde de un ataque de nervios

No estaría mal ponerse a reflexionar y pensar, porque la emotividad pudiera arrastrarlo todo. Otra cosa es decir que no pasa nada, podemos mirar al cielo también, pero lo razonable es bajar los ojos y tras ver el panorama, sin exaltaciones, pensar en evitar males mayores huyendo de las arengas, tonos áulicos y agresiones innecesarias. Nos hemos pasado dos siglos, desde la guerra de la Independencia, viendo salir a la plaza del pueblo al alcalde, otras veces a curas desde el púlpito, clamando que la patria está en peligro y armándola parda convirtiendo al vecino en afrancesado, masón, rojo o traidor. Supongamos por un momento lo que todas esas personas, arrinconadas por calificativos peyorativos, nos hubieran podido aportar a nuestra convivencia.

¿Volvemos a Ignatief?, releemos El Honor del Guerrero, y hacemos la pregunta que él hacía a un miliciano croata: ¿por qué dispara usted contra su amigo?. Y oiremos aquella misma respuesta de entonces, que los otros hicieron todo tipo de tropelías, que son unos desalmados, olvidando confesar todas la que el interlocutor y los suyos acaban de hacer. Ignatief, ya lo saben ustedes, ante esa carnicería resultado de aquella situación caótica acababa exclamando: "prefiero un mal Estado que la inexistencia de Estado".

Buen estado, lo que se dice un estado hecho y derecho, los españoles nunca lo hemos tenido. Demasiadas guerras civiles, pobreza, y asignaturas pendientes para que así fuera, y el descentralizado que nos construimos en el año setenta y ocho anda más bien desperdigado y contradicho en sí mismo. Además, a los que les ha ido tocando gestionarlo, unos más y otros menos, no han sido muy conscientes de su necesidad, no han sido demasiado escrupulosos respetando sus instrumentos fundamentales. No son inquilinos ejemplares, a veces parecen okupas que se consideran propietarios absolutos. Cuando gobiernan lo quieren poco porque acaban descubriendo que hay obras en el local que ni siquiera ellos pueden hacer: se lo prohíbe alguna otra parte del Estado o alguna ley, o algún juez. Por eso, cuando se empiezan a hacer obras difíciles se nos complica a todos todo, y nos metemos los unos con los otros de forma desaforada. ¿Estamos ante la tragedia?

Desde hace un tiempo, a excepción de momentos de dolor por atentados terroristas, el guión no da para llegar a eso, nos quedamos en comedia. Bastante surrealista, pero en comedia. Al estilo de Mujeres al Borde de un Ataque de Nervios, donde sus personajes acaban histéricos tras situaciones insospechadas unas detrás de otras. Pero ni es trascendente ni da para la meditación lo que sucede. Cuando creemos que la trama no puede complicarse más, salta otro acontecimiento, materia para los medios de comunicación, sorprendentes, como la del hombre que muerde al perro: alta jerarquía quejándose del carácter restrictivo de una ley -si ya hace dos mil años lo dijo Cicerón: debemos ser esclavos de la ley si queremos ser libres-. Rififi en Salamanca, me refiero a los papeles y al show para sacarlos. Y el proceso de paz, que abría nada menos que una nueva etapa, queda declarado en un solo día, y por su portavoz, como inexistente, para volver a dar esperanzas al otro. Militares al viejo estilo, cuando creíamos que ya lo habíamos superado..., y la emotividad va haciendo mella. Pero resulta tan chusco que, relájese, es más para comedia bufa que para tragedia. A excepción del que lo vive como tal.

Si al final la discusión en el Estatut es poner que Cataluña tiene conciencia de nación, más que conciliábulos negociadores de sesudos diputados, sería necesario elegir bien al redactor. A Peret y sus rumberos, por ejemplo, que le ponga ritmo a esa cláusula tan importante como se la puso a lo de Barcelona tiene fuerza allá por las olimpiadas. Creo que es en el fondo lo que quieren los nacionalistas catalanes. Que se resuelva entre Mas y Zapatero en la Moncloa da pistas de lo que en el fondo es.

Pero hay quien lo vive como una tragedia. Era tal el tono que usaba Rodríguez Ibarra pidiendo que paren, y descubriéndose con emoción fuera de la política, a los pies de los caballos de unos y de la sospecha de los otros, que en ese momento me atreví a pensar que algunos la están viviendo así. Porque esa sí que era una escena de tragedia, con la inmediata sensación de lástima, como en todas, hacia el personaje que protagonizaba el momento. Golpeado en tu conciencia, además, por la conclusión tremenda que toda tragedia tiene: hagas lo que hagas ya no tiene solución.

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